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Número 21 - Marzo de 2011
Artículos
El cambio climático y el invierno en Colombia:
Un juego de niñas y niños
Alexander Correa-Metrio, Ilustraciones por Natalia Fernández
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Desde tiempos inmemoriales los hombres hemos considerado siempre que todo tiempo pasado fue mejor y que no hay diciembres como los de antes. Esta imprecisa impresión resulta más categórica cuando hablamos del clima, sobre todo porque los hombres tenemos muy mala memoria. Lo cierto es que, muy a pesar de ser sensibles a los cambios introducidos por las actividades humanas, las condiciones atmosféricas son indiferentes a la impaciencia o el sufrimiento de las personas; y el clima, como la vida misma y el vasto universo, es dinámico y cambiante.
Esa especie de pesimismo vital (si todo lo pasado fue mejor, qué podremos esperar del futuro) quizás explique la indiferencia de las personas de a pie, finalizando el mes de marzo del 2011, en Medellín y en Bekasi. Nadie parece captar las profundas consecuencias que tendrá el cambio climático en la cultura y la civilización occidental, con todo su engranaje de capitales y conocimientos y guerras y hambrunas, entrevistas por televisión o cruzando raudas por la Internet.
Que el clima está cambiando lo nota el menos pintado. Qué tan grave y profundo será el cambio, es cuestión de la que nadie puede estar seguro, pues si bien se ha establecido ciertos parámetros de la historia del clima en nuestro planeta, con datos que alcanzan a remontarse millones de años en el pasado, el mismo rigor científico con que se reconstruye esa inasible memoria indica que cualquier cosa puede pasar, como puede que no pase nada, al menos por un tiempo. Sin embargo, ese acervo de información científica también sugiere que los hábitos de nuestra sociedad moderna están alterando el curso de la historia natural y llamando a la catástrofe ("1. f. Suceso infausto que altera gravemente el orden de las cosas", DRAE) a ser parte fundamental de nuestro destino como especie. La catástrofe de la última ola invernal en Colombia que dejó millones de damnificados; la de las temporadas de sequía de los 90 que dejó a oscuras a todo el país; la de las altas temperaturas que se registran en el Polo Norte; la de la peor sequía del río Amazonas en mucho tiempo; la de los huracanes que han azotado el Caribe en las últimas décadas... La lista podría seguir casi interminable. Porque la catástrofe humana no reside en la sequía o la inundación, ni en el frío o el calor, más bien está del lado de la pobre respuesta que le damos como sociedad a los infortunios ambientales.
Esa falta de aptitud frente a los cambios no juega a nuestro favor a la hora de adaptarnos a condiciones que están cambiando a una velocidad de la que no se tiene registro en por lo menos los últimos 100 mil años. Cambios que muy seguramente son consecuencia de nuestras propias acciones y omisiones, de nuestro furor consumista, de nuestra ambición irresponsable y de nuestra falta de consideración con las dinámicas del planeta que nos hospeda. El peso cultural del término catástrofe, sin embargo, es una fruslería para el funcionamiento natural de la Tierra. El levantamiento de las cadenas montañosas mediante procesos tectónicos o volcánicos, la transformación del paisaje por la erosión que trae consigo la lluvia, son acontecimientos ajenos al sentido de catástrofe y no pueden ser calificados como "sucesos infaustos que alteran gravemente el orden de las cosas".
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La última edad de hielo
Hace 120 mil años la Tierra era en promedio dos grados centígrados más cálida de lo que es hoy. De pronto, y por un período de 10 mil años, las temperaturas comenzaron a disminuir gradualmente hasta sumir el planeta en la era glacial, la última pero no la última. Durante ese período que duró más de 80 mil años, el hemisferio norte se cubrió de una capa de hielo que alcanzó los tres kilómetros de espesor en El cambio climático y el invierno en Colombia: Un juego de niñas y niños algunas áreas. El nivel del mar descendió 120 metros y las costas se extendieron a tal punto que lo que hoy es Florida duplicó su extensión. Luego, hace unos 18 mil años, sin razón aparente y sin que el hecho lo anunciaran acontecimientos relevantes, la temperatura del planeta de nuevo empezó a subir, provocando el deshielo de los glaciares y elevando en consecuencia el caudal de los ríos y el nivel del mar. Y otra vez la dinámica del clima se adaptó al ciclo: había llegado el interglacial cálido.
Así había ocurrido muchas veces en el pasado. Estos ciclos se explican por los cambios en la órbita de la tierra, la cual gira como un trompo (movimiento de precesión), variando su ángulo de inclinación y la forma de su órbita. El ángulo de inclinación es de unos 23 grados, pero cambia unos 2,4 grados cada 40 mil años, causando variaciones sustanciales en la distribución de las estaciones climáticas. Por su parte, la forma de la órbita varía entre circular y elíptica en períodos de 100 mil años. El primer parámetro orbital, la precesión, regula las fechas en las que llegan las estaciones y ocurren los equinoccios. La conjugación de los cambios en estos atributos orbitales, por minúsculos que parezcan, necesariamente varían la cantidad de radiación que recibe la Tierra en sus diferentes latitudes y determina la manera como dicha radiación se distribuye a través del año.
Por contradictorio que parezca, la constante en los últimos dos millones de años ha sido un sucederse de ciclos de variación, un ir y venir de épocas frías y cálidas, un permanente trashumar de hielo, nubes, y naturalmente plantas y animales y, durante los últimos 200 mil años, también de personas.
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A falta de hielo, lluvias
En la zona tropical, donde las temperaturas son más altas en términos relativos al promedio global, los cambios debidos a los ciclos glaciales afectaron menos el ambiente que los cambios asociados con el patrón de las lluvias. A mayor temperatura marina, mayor evaporación y mayor nubosidad. En la región centro y suramericana, la cantidad de lluvia que se recibe y la forma como se distribuye a través del año, están estrechamente relacionadas con las temperaturas oceánicas: las nubes parecieran viajar persiguiendo las zonas marinas de mayor temperatura. El clima moderno en el trópico está controlado básicamente por la migración anual de los cuerpos marinos de agua cálida. Durante el verano del hemisferio norte (junio-agosto) el cinturón de nubes se va al norte, mientras durante el invierno (diciembre-febrero) el cinturón de nubes se va al sur. A su paso por Colombia, la franja nubosa se desvía hacia el continente, donde el vapor se condensa y se precipita en lluvia, produciendo las temporadas secas y lluviosas que caracterizan el clima de nuestro país.
En los períodos glaciales, las bajas temperaturas del hemisferio norte produjeron un desplazamiento significativo y permanente de las aguas cálidas hacia el sur, generando un patrón de sequías en Centroamérica y el norte de Suramérica, y largas temporadas de lluvia al sur del Ecuador. Un patrón contrario ha emergido durante las épocas cálidas, tal como la que vivimos hoy, la cual ha prevalecido durante los últimos 10 mil años.
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El clima en Colombia
A pesar de su gran magnitud, los cambios climáticos a escalas geológicas se registran paulatinamente y pueden durar miles y miles de años. Sin embargo, la percepción humana está restringida al recuerdo de dos o tres generaciones anteriores y poco más. Aún hoy, cuando contamos con sofisticados recursos científicos para vislumbrar en el pasado remoto esos cambios colosales, apenas alcanzamos a comprender sus consecuencias o su relación con otras variables climáticas que afectan nuestro entorno y que, eventualmente, generan pérdidas millonarias en los contextos macro y microeconómicos colombianos y hasta la pérdida de vidas humanas.
Es decir, atravesamos una época de temperaturas cada vez más altas con tendencia a la sequía, pero al mismo tiempo, temporadas invernales como la de 2010-2011 resaltan la importancia de prestarle atención a otros mecanismos que operan en el corto plazo y a una escala más regional.
Como ejemplo emblemático podríamos hablar del fenómeno de El Niño. Cuando se presenta esta anomalía, el Océano Pacífico al frente de Perú registra temperaturas más altas de lo normal, generando una zona de alta evaporación. Durante los años de El Niño, la zona de alta nubosidad que regula las lluvias en los trópicos americanos es atraída hacia el sur por las aguas cálidas del Pacífico, dejando el norte de Colombia y Venezuela, así como a parte de Centroamérica, en condiciones de sequía extrema. En contraste, los años durante los cuales ocurre una anomalía fría en la costa peruana, el cuerpo de agua fría impide el desplazamiento hacia el sur de la zona de máxima nubosidad. Frente a la imposibilidad de migrar al sur, las lluvias se estacionan en la zona norte de Colombia y Venezuela y el sur de Centroamérica. Un fenómeno contrario conocido como La Niña.
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Quién entiende a niños y niñas
Pese a los grandes esfuerzos que se han invertido para encontrar una explicación científica de estos ciclos cambiantes de frío y calor en las aguas del Pacífico, aún no conocemos el mecanismo preciso que genera estas anomalías, a veces cíclicas en períodos cortos, a veces estacionarias en períodos largos. Al igual que los ciclos cálidos y fríos entre glaciaciones, que se presentan a muy largo plazo pero que se turnan, El Niño y La Niña se vienen alternando para hacer de las suyas en esta región del continente desde hace más de seis mil años. En el caso particular de Colombia, es probable que regímenes de lluvias de la magnitud que vivimos durante esta temporada invernal, precedidas por sequías como las de los 90, hayan sido la regla durante buena parte de los últimos seis o siete mil años.
No sería descabellado incluso tejer una asociación entre el frecuente recambio cultural en Los Andes y Mesoamérica, y las graves alteraciones en la duración de las temporadas de lluvias y de tiempo seco, es decir variaciones decadales de El Niño y La Niña. Acaso estas drásticas variaciones climáticas expliquen también la desaparición de civilizaciones como la de los Toltecas y los Mayas en Centroamérica, o de culturas que alguna vez habitaron en Colombia las regiones de San Agustín y Malagana.
Entre el frío y el calor, entre la lluvia y la sequía, la vida en el trópico ha caminado a ese vaivén, desapareciendo y forjando especies, alterando el paisaje y trazando otras costas, mientras los continentes mismos se mueven sobre sus placas tectónicas, yendo de aquí para allá en una danza en ralentí sin explicaciones, siempre los hombres al borde del abismo y sin tener más a quien acudir para socorrernos que a nosotros mismos.
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