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Número 21 - Marzo de 2011 

Artículos

Disney World para intelectuales
Andrés Burgos. Ilustraciones por Verónica Velásquez

Ilustración Verónica Velásquez¿Disney World? ¿Los parques de Orlando? Un rictus de desprecio, con no pocas dosis de juzgamiento, fue la nota común entre la mayoría de aquellos a quienes les conté mi destino. A mis amigos intelectuales no les cayó muy bien la idea de que un tipo a los 37 años, sin hijos, decidiera tomar ese rumbo en sus vacaciones. El hecho de que en el viaje me acompañara mi esposa matizaba las acusaciones veladas de presunta pederastia, pero las miradas sospechosas continuaban abriendo un abanico donde la inmadurez y el aburguesamiento fueron ingredientes básicos. Mi teoría improvisada de que Disney World podría considerarse algo así como La Meca del mundo occidental no caló entre ellos.

Yo mismo entré en dudas mientras un gigantesco burrito de huevo —un desayuno gringo liviano— se retorcía en mi estómago en el trayecto de Miami a Orlando vía el Turnpike, una de las autopistas más aburridas en un país de autopistas aburridas y, lo más grave de todo, con paradas muy distantes una de otra. Como si esto fuera poco, mi mujer se dedicó a cuestionar las indicaciones que nos dictaba la voz femenina del GPS.

—¿A la derecha? A mí me parece muy raro — resollaba intentando mellar mi fe en los sistemas de información satelital.

¿Conocer a Mickey Mouse en extratiempo justificaba el esfuerzo? Mi vindicativo niño interior decía que sí. Había llegado la hora de la revancha después de haber pasado la infancia vacacional entera metido en una carpa Calé, de San Bernardo del Viento a algún pueblo perdido antioqueño y viceversa. Siempre llegaba uno o dos días tarde al colegio dependiendo de un río que se crecía o del derrumbe de turno en la carretera.

A mi adulto exterior y a mi intelectual fluctuante los asediaba el miedo de haber cedido a un impulso frívolo, intrascendente, y sobre todo caro. La inseguridad había amainado después de que mi metabolismo —en titánica lucha— hubiera reducido el peso del burrito a sus justas proporciones, pero recobró ímpetus cuando se me aflojaron las piernas entre el gentío que rebosaba uno de los muchos parques (de Disney, de Universal o de la cadena dueña de Sea World y Busch Gardens, etc.). Nunca había visto tal cantidad de seres humanos agolpada ni en un concierto ni en un partido de fútbol. Si lo suyo no son las multitudes, por allá ni se arrime.

Y faltaban las filas, que en longitud y tiempo de espera superaban a todas las que había hecho en los últimos años. ¡Juntas! Carajo, había venido a hacer cola en dólares. Cola para acceder, principalmente, a atracciones mecánicas que proveían una inyección de adrenalina que tal vez no estuviera a la altura de la de un taxi bogotano, de un Circular Sur en la guerra del centavo en Medellín o de una flota intermunicipal en la costa.

Rodeado de tiendas de todos los souvenires posibles del universo, luces artificiales, parejas jóvenes con tres hijos en promedio, monumentales muslos asados de pavo en manos de seres obesos y encargados con sonrisas corporativas tatuadas en el rostro comprobé que había caído en la falacia de la infantilización, de la fantasía por diseño y encargo. Había entrado en un tubo de ensayo, un laboratorio de placer pueril programado. Los analistas del comportamiento humano y los métodos de manipulación masiva tenían razón.

¿El resultado? Pasé buenísimo. Disney World y sus similares son como un fármaco bien prescrito, con efectos predecibles y contundentes. Me divertí tentando mis instintos suicidas en las montañas rusas, riéndome con las coreografías de ballenas que por suerte no se comieron a sus entrenadores, viendo adultos gozar porque los menores gozaban y sorprendiéndome con la proliferación multiétnica de niñas vestidas de princesas, dueñas de caras radiantes francamente envidiables. En juegos, peluches, tiendas y golosinas sí habita la felicidad.

Salí con los pies ampollados de tanto caminar, el saldo de la cuenta bancaria en rojo y la sonrisa satisfecha que otorga el placer superficial. Ninguna moraleja. La liviandad del adúltero sin culpa. A veces el gozo consiste en aniñarse, en adormecer el espíritu crítico para comer una hamburguesa en lugar de algo alimenticio o dejar de lado el cine iraní y ver una comedia romántica un domingo por la tarde.

Ilustración Verónica Velásquez

Es absurdo dedicar siquiera un párrafo a decir que si uno va a un parque de diversiones se divertirá, pero es que en estas épocas de excesiva corrección política, de demasiado hacer lo que se debe hacer, de esto o aquello pero nunca los dos, confesar que se disfruta de la banalidad puede equivaler a salir del clóset intelectual. Uno de los últimos tabúes de los ambientes donde dicen que no hay tabúes. ¿Qué dicen de eso mis amigos letrados? Unos todavía me deploran. Otros están solicitando la visa porque planean ir. "Es por lo niños", argumentan. No todos están dispuestos a reconocerle al gringo lo que es del gringo.

 

 A mi adulto exterior
y a mi intelectual fluctuante
los asediaba el miedo
de haber cedido a un impulso
frívolo, intrascendente,
y sobre todo caro.

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