Los días de silencio
Alberto Sáez. Fotografías de Rafael Hernández
Si hubiese que elegir un verso en la poesía venezolana que lograse describir el momento que estamos viviendo actualmente en Caracas, sería uno del poeta Igor Barreto que reza: “La maldita circunstancia / del presente por todas partes”. Un verso que expone la figura del presente como una cruel constante en nuestras vidas, que no deja de sitiarnos ni en los peores momentos.
Si bien este es un homenaje al poeta cubano Virgilio Piñera y a su poema La isla en peso (La maldita circunstancia / del agua por todas partes), ambos versos mantienen la fuerza y la esencia de lo que busco señalar con su cita: la sensación de agobio y desasosiego, que tanto Barreto como Piñera proponen, y que se ha arraigado en mí (y probablemente en todo el planeta) gracias a la propagación del covid-19. Es curioso poder hablar de “todo el planeta” con tanta seguridad.
Esta pandemia ha llevado muerte, pánico, claustro y, en algunos casos, locura, a cada una de las ciudades donde se ha instalado. Miles de ellas han visto no solo cómo sus habitantes fallecen sin la consciencia real de qué fue lo que los golpeó, sino que quienes la sobreviven ven cómo sus rutinas de vida dan un golpe de timón que ni el mejor de los navegantes hubiese visto venir.
Para los que estamos acostumbrados, para bien o para mal, a la vida en la ciudad y sus injurias respectivas, el confinamiento también ha traído otra “maldita circunstancia” que comienza a rodearnos lentamente, aturdiendo los sentidos, quebrando el estado de ánimo e invadiendo cada rincón de la casa como si de otra pandemia se tratara: el silencio.
Caracas, como cualquier otra capital del mundo, mantiene un ritmo de vida trepidante, marcado por el ruido; motores de carros, cornetas de autobuses, personas gritando una oferta o saludándose en medio de la calle al encontrarse a ese amigo que tenían tiempo sin ver, los pasos apurados de ese trabajador que va tarde porque el metro tiene retraso, la puerta que se cierra de golpe o el vaso que se rompe al caer. Una suerte de banda sonora que se repite en loop diariamente. Ruido tras ruido tras ruido. Puede que llegue a pensarse que mientras más estridente es la jornada en Caracas, más productiva llega a ser.
Caracas, la confinada
El silencio es un instante que se revela en el momento menos esperado, una epifanía en la que nos damos cuenta de que algo nos falta. Lo noté en la primera semana de mi confinamiento (comenzó para mí el 13 de marzo) al asomarme al balcón de la casa y constatar la ausencia total de carros que normalmente van a toda velocidad por la calle; los peatones de turno, solos o con sus mascotas, también faltaban a la cita. Era el preludio de los días que vendrían, la tensa calma que, como si de un espejismo se tratara, duró poco al verme en la necesidad de salir para hacer la compra.
Crucé la ciudad hasta llegar a La Candelaria, una zona del centro de la ciudad, neurálgica y caótica donde se encuentran comercios, oficinas y edificios gubernamentales. Un lugar en el que el ruido es parte del paisaje. Ahí constaté que había gente que seguía en la calle, un poco desorientados, con tapabocas a medio poner y una incertidumbre en la mirada que no lograban traducir en acciones o palabras. Iban (como yo) de comercio en comercio buscando los productos más económicos, tratando tercamente de vivir con naturalidad, aunque dudaran cómo debía hacerse eso en esos momentos. Era la misma ciudad y las mismas calles, sin embargo, quienes caminaban ahora no hablaban con la misma fuerza con la que podrían haberlo hecho habitualmente; podría decirse que susurraban como quien no quiere ser descubierto, o por temor a despertar al virus y que este los encontrase donde no debían.
Los buhoneros (vendedores ambulantes) llevaban cierto protagonismo en las ventas de toda la zona. Por supuesto, el tapaboca era el producto que marcaba tendencia y era vendido en plena calle (sin ningún tipo de medida sanitaria) por un dólar. “A todos se les echó alcohol”, le escuché justificar al improvisado vendedor ante la pregunta de una posible compradora.
En la fila para entrar a uno de los lugares para comprar jamón, queso y huevos se me acercó alguien a saludarme, me llamó por mi nombre con seguridad y al ver sus rasgos y su gorra característica, reconocí en quien me abordaba a J., poeta y narrador. Nos reconocimos sin necesidad de rostros. Ambos con tapabocas, nos miramos con incredulidad, como si buscáramos en el otro alguna explicación lógica para tal indumentaria. “Una locura todo esto, ¿no?”, me dijo. Guardé silencio y asentí con la cabeza. Conversamos un rato sobre dónde encontrar mejores precios y me despedí poniéndole el codo con gracia e ironía. Ambos nos reímos y yo seguí mi camino.
Pero esta es una ciudad donde, si hay un problema, puede haber dos, y hasta tres, que se sumen a la fiesta. Y esta vez no iba a ser la excepción.
A diferencia de otros países, el delivery es un fenómeno que, salvo contados casos de franquicias de comida, no estaba instalado en el imaginario caraqueño. Para tener algo, había que salir a buscarlo. Con el confinamiento, este modelo se convirtió en una fuente de trabajo para muchas personas que habían perdido sus empleos.
Fue llegar el delivery y con él los problemas de escasez de gasolina en todo el país; largas colas que pueden durar hasta dos días para cargar y un mercado negro de venta de combustible son los nuevos obstáculos que encuentran todas las personas que deben moverse medianamente por la ciudad.
Pareciera, entonces, que somos fieles herederos de una tradición kafkiana más vigente que nunca.
La casa
“Existe un alfabeto del silencio / pero no nos enseñaron a deletrearlo”, dice un poema de Roberto Juarroz. El silencio que queda entre dos palabras… En casa siempre evocamos su presencia como un preciado tesoro que se nos resiste, y nunca hemos aprendido cómo hacer uso de ese alfabeto para entender con sus propias palabras lo que nos quiere decir. A veces percibimos alguna que otra pero nos toma distraídos, sin saber muy bien qué hacer con esa ofrenda. Porque la vida en silencio no es igual a la vida en calma, en el silencio se mantienen agitadas las tormentas que llevamos dentro.
Entre las noticias diarias en las que esperamos que el número de infectados por el virus disminuya, las tareas del hogar, los constantes subidones y bajones de energía por las fallas eléctricas en el país, la ansiedad que genera mantener el ánimo arriba y el hacernos la vista gorda, trascurren los días de silencio.
Pareciera haber tiempo para todo: he hablado con amigos a los que debía una llamada desde hace mucho tiempo, he logrado adelantar lecturas que tenía pendientes y muchas otras dejarlas abandonadas convencido de que no volveré a ellas. He cocinado, he trabajado, he discutido y me he reconciliado. Todo en un día, todo de forma simultánea. ¿A dónde se ha ido el ruido que ayuda a concentrarse?
Parece haber tiempo para todo menos para dormir.
Concebir el sueño frente a la incertidumbre y la noche, erosiona los cimientos y la entereza hasta del más fuerte. La noche sucede entre canales de televisión con programación mediocre, libros mal leídos que al día siguiente hay que volver a empezar, el hambre, el dolor en el cuerpo, las conversaciones breves, la espera. Es la quietud la que nos engulle, tiempo detenido que sobrepasa y desespera.
¿Es posible encontrar en ese espacio el silencio absoluto?
He comenzado a escuchar en su lugar el trino de los pájaros que hacen vida en los árboles alrededor de la casa. Comienzan a las tres a. m. los más pequeños y agudos en sus notas. A eso de las cuatro y media a. m. llegan las guacharacas con su canto ronco y desgarbado y anuncian que el día volvió, que hay que seguir, así no se haya dormido.
Llevo 59 días de confinamiento y esta mañana, luego de un desvelo más, he comenzado a escuchar unos cuantos carros que pasan con velocidad moderada frente a mi casa. Sus conductores iban protegidos con la indumentaria reglamentaria y parecían convencidos de que el riesgo que corrían era mínimo, a pesar de que las medidas de excepción impuestas por el gobierno se han extendido sesenta días más. Da la impresión de que la gente empieza a levantar, poco a poco, los decibeles que les devuelven la confianza y su rutina a pesar de lo obvio. Pienso al verlos que ni siquiera la pandemia más letal del planeta podrá con la arrogancia del hombre. Es el presagio de lo inminente. Ruido tras ruido tras ruido.
Y vuelven a mi mente los versos de Barreto, unos que remontan el final de un poema maravilloso que parece hablar de nosotros: “Y en lugar del orden / y apremio por surgir / hemos encontrado el caos”.