A principios de los cincuenta, durante el pico de la Guerra Fría, Bertrand Russell hizo un llamado a la
importancia de la libertad de pensamiento y expresión en la sociedad. En medio del creciente fanatismo
actual, del grito por la unanimidad para “salvar vidas”, sus reflexiones son más que bienvenidas.
La mejor respuesta al fanatismo. El liberalismo
Bertrand Russell. Traducción de Ezequiel de Uricoechea. Ilustración de Puño
Entre más observo a otros países, más me convenzo de que los ingleses son un pueblo muy extraño. Sus virtudes son producto de sus vicios y sus vicios, de sus virtudes. Son tolerantes (más que otros países grandes, según pienso) porque consideran que las ideas no importan. En otros países las ideas son consideradas como importantes, por lo tanto, peligrosas; en Inglaterra son consideradas despreciables y, por lo tanto, no dignas de persecución.
Este no fue siempre el caso. En el siglo XVII, Inglaterra tenía una avalancha de ideologías que desembocaron en guerras civiles, ejecuciones y torturas; pero en 1688 el país decidió que era suficiente seriedad y que cualquiera que creyera cualquier cosa fervientemente no era un caballero. Esta decisión se hizo mucho más fácil por el hecho de que la mayoría de los fanáticos [cursiva del traductor] se habían ido a América [cuando Russell dice América y americanos se refiere a los Estados Unidos de América y a sus nacionales]. Desde entonces, los ingleses que tienen creencias han sido percibidos como payasos o bufones. No hay guerras civiles y a nadie se corta la cabeza. Esto es conveniente, pero algunas veces uno piensa que un poco de persecución sería una forma más sincera de elogio.
Actualmente presenciamos un decaimiento general del liberalismo, incluso en países en los que se ha presentado un incremento en la democracia. El liberalismo no es tanto un credo, sino más bien una actitud [disposición, n. del t.]. De hecho, se opone a los credos. Comenzó a finales del siglo XVII como una reacción a las guerras religiosas fútiles que, a pesar de que mataron a un inmenso número de personas, no cambiaron el balance de poder. Supongo que si América y Rusia se pelearan por 130 años sin que ninguno ganara ventaja sobre el otro, habría pocos que, para ese momento, pensaran que la lucha sirviera a algún propósito. Esto fue lo que pasó en la segunda mitad del siglo XVII.
El apóstol del liberalismo fue Locke, a quien le disgustan por igual los Roundheads [parlamentaristas, n. de t.] y Cavaliers [realistas, n. de t.] y que pensaba que lo importante era aprender a vivir en paz con el vecino, incluso si había asuntos en los que no se estuviera de acuerdo con él. Locke basaba esa actitud de vive y deja vivir [cursiva del t.] en la falibilidad de todas las opiniones humanas. Pensaba que no había nada indudable. Argumentaba que todo está abierto al cuestionamiento. Sostenía que solo existe la opinión probable y que la persona que piensa que no siente dudas es estúpida. Esta perspectiva, nos dicen ahora, es un gran inconveniente en la batalla y, por lo tanto, debe ser denigrada. Pero los ingleses, mientras mantuvieron esa actitud adquirieron su imperio, derrotaron a los franceses y españoles, y fueron derrotados solo por los estadounidenses, quienes tenían la misma actitud en un nivel aún más marcado.
Esos días felices han pasado. Hoy en día, aquel que tenga cualquier duda es despreciado; en muchos países es apresado y en América es percibido como no apto para prestar servicio público. De lo que usted debe estar seguro depende, por supuesto, de su longitud. Al este del Elba es la certeza absoluta de que el capitalismo tambalea; al oeste del Elba es la certeza absoluta de que el capitalismo es la salvación de la humanidad. El buen ciudadano no es aquel que procura ser guiado por la evidencia, sino aquel que nunca se resiste a la inspiración longitudinal [cursiva del t.].
América, que se imagina a sí misma como la tierra de la empresa libre, no permite empresa libre en el negocio de las ideas. En América, casi tanto como en Rusia, usted debe pensar lo que su vecino piensa; o mejor, lo que su vecino piensa que debe pensar. La empresa libre está confinada a la esfera material. Esto es a lo que los americanos se refieren cuando dicen que se oponen al materialismo.
Aquellos para quienes el uso libre de su inteligencia ha hecho difícil la sumisión intelectual se encuentran, dondequiera que el gobierno sea perseguidor, tendientes a la oposición a la autoridad. Pero la actitud liberal no dice que usted debe oponerse a la autoridad. Dice solo que usted debe ser libre de oponerse a la autoridad, lo que es algo completamente diferente. La esencia de la perspectiva liberal en el ámbito intelectual es la creencia en que la discusión sin sesgos es útil y que las personas deben ser libres de cuestionar cualquier cosa si pueden sostener sus cuestionamientos en argumentos sólidos. La perspectiva opuesta, sostenida por aquellos que no pueden ser llamados liberales, es la de que la verdad ya se sabe y preguntar es necesariamente subversivo.
El propósito de la actividad mental, de acuerdo con estas personas, no es descubrir la verdad sino fortalecer la creencia en aquellas verdades que ya se saben. En una palabra, su propósito en esta perspectiva es edificación, no sabiduría.
La objeción liberal a esta perspectiva es que a través de la historia las opiniones expresadas han sido, tal y como lo admite todo el mundo ahora, falsas y perjudiciales y es poco probable que el mundo haya cambiado completamente en este respecto. No es necesario para la perspectiva liberal sostener que la discusión siempre conducirá a la prevalencia de una opinión mejor. Lo necesario es sostener que la ausencia de discusión usualmente conducirá a la prevalencia de la peor opinión. Para esto, pienso yo, hay abundante evidencia en el pasado. Actualmente, la persecución de la opinión es practicada en todo el mundo excepto en Europa occidental. La consecuencia es que el mundo está dividido en dos mitades que no pueden entenderse entre ellas y encuentran solo la posibilidad de relaciones hostiles.
Existe, por supuesto, el caso de la edificación como opuesta a la verdad. La edificación, es decir, la imposición por medio de argumentos engañosos de que las opiniones sostenidas por la policía tienden a preservar estable a la sociedad. Milita contra la anarquía y busca la seguridad a los ingresos de los más ricos. Cuando triunfa, previene la revolución y asegura que reyes y presidentes sean bienvenidos, cuando deciden mostrarse ante sus súbditos, por multitudes vitoreantes. Sostiene que cuando, por otro lado, se permite que la razón pura se entrometa en la especulación política, el resultado puede desatar tal desbordamiento de pasión anárquica que todo gobierno ordenado se hace imposible. Es este miedo el que inspira a conservadores y autoritarios. Nadie puede negar que los filósofos de Francia del siglo XVIII prepararon el camino para la guillotina. Nadie puede negar que los filósofos de Rusia del siglo XIX socavaron la reverencia tradicional al zar. Nadie puede negar que, bajo la influencia occidental, los filósofos chinos debilitaron la autoridad de Confucio.
No trataré de defender que pensar nunca ha traído efectos negativos, pero donde ha tenido esos efectos ha sido porque sus lecciones han sido aprendidas a medias. El profesor que insta a las doctrinas subversivas contra la autoridad existente no debe, si es liberal, advocar por el establecimiento de una autoridad aún más tiránica que la anterior. Debe advocar por el establecimiento de ciertos límites para el ejercicio de la autoridad y espera que estos límites sean observados, no solo cuando la autoridad promueva un credo con el que él no está de acuerdo, sino también cuando promueve uno con el que está completamente de acuerdo. Yo soy, por mi parte, un creyente en la democracia, pero no me gusta ningún régimen que haga obligatoria la creencia en la democracia.
Existen varios argumentos en favor de la libertad de discusión. Está, en primer lugar, el argumento que tiende a promover creencias verdaderas y que estas, como regla, son más útiles socialmente que la falsas. En segundo lugar, está el argumento que sugiere que cuando la libertad de discusión se contiene es contenida por quienes ostentan el poder y, con casi total certeza, con sus intereses como objetivo. El resultado es, casi inevitablemente, para promover injusticia y opresión. Por último, está el argumento de que la injusticia y la opresión soportadas por una casta dominante llevan tarde o temprano a una revolución violenta y una revolución violenta es propicia para iniciar ya sea anarquía o tiranía peores que la que destronaron.
Ha habido épocas y naciones en las que una ortodoxia urbana ha triunfado, sin aparente persecución, en establecer una casi totalmente incuestionada autoridad intelectual. El ejemplo más importante de esta situación sería China tradicional. Toda la sabiduría estaba contenida en los libros de Confucio. Se requería una cantidad considerable de educación para entender estos libros. Los hombres que tenían esta educación controlaban el gobierno y el resultado fue un sistema que era civilizado, en un sentido ilustrado, y bastante estable por cerca de dos mil años.
Sin embargo, no había nada en los libros de Confucio acerca de buques de guerra, artillería o explosivos y, por lo tanto, tan pronto como China entró en contacto con Occidente, toda la síntesis confuciana fue vista como inadecuada. Un destino similar le sucederá a cualquier cultura estática, por excelente que sea en sí misma. Hace unos cincuenta años [1900 n. del t.] (el asunto es bien diferente ahora) había una minuciosa síntesis china que era inculcada por aquellos que hacían “Grandes Obras” en Oxford. Uno aprendía las filosofías de Platón y Aristóteles y Kant y Hegel. Las otras filosofías eran ignoradas por ser “crudas”.
El resultado tenía un considerable mérito estético, pero resultaba no estar adaptado al mundo moderno. Hay aquellos en América que esperan difundir una atmósfera culta en las universidades americanas mediante la selección de cien grandes libros y el confinamiento de la educación a estas obras. Esto, de nuevo, es un ideal estático. Los mejores libros del pasado, en cualquier caso en lo que respecta a la ciencia, contienen menos conocimiento útil que libros de texto muy inferiores del tiempo presente. Aquellos que solo han leído los mejores cien libros serán muy ignorantes de muchas cosas que deberían saber. Además, intereses particulares rápidamente se acumularán sobre los mejores cien libros. Los profesores sabrán cómo disertar acerca de ellos, pero no sobre libros por fuera de los cien sagrados. Por lo tanto, utilizarán toda su autoridad intelectual para prevenir el reconocimiento de mérito novedoso. Y pasará, como pasó en la Inglaterra del siglo XIX, en donde casi todo el mérito intelectual se encontraba por fuera de las universidades.
Aquellos que se oponen a la libertad, ya sea en la esfera política o intelectual, son hombres dominados por la aprehensión a las consecuencias que pueden resultar del desenfreno de la pasión humana. No negaré que esos peligros existen. Pero pediré a los timoratos que recuerden que la seguridad es imposible de alcanzar y es un objetivo innoble. Los riesgos deben correrse y aquellos que se niegan a correr riesgos incurren en la certeza de un desastre mucho mayor tarde o temprano.
Está muy bien parar las pasiones humanas, pero no se puede frenar las pasiones de aquellos quienes se encargan de hacer el frenado. En la imaginación, por supuesto, usted se ve a sí mismo en esta posición y se reconoce como una persona de virtud ejemplar. Esto, querido lector, no lo disputaré. Pero usted no es inmortal. Otros lo sucederán en la oficina de censura y puede que ellos sean menos humanos e ilustrados que usted. Puede que ellos construyan diques cada vez más altos en contra de la marea de nuevas ideas, pero por más ferviente que sea la construcción, sus diques eventualmente serán inadecuados y entre más alto hayan construido, más terrible será la inundación cuando las aguas sobrepasen las barreras. No es por estos métodos que la violencia subversiva debe prevenirse. Los peligros que asustan a los autoritarios son reales, pero ningún método de combatirlos es tan efectivo como la libertad.
Tal vez la esencia de la mirada liberal pueda ser resumida en un nuevo decálogo, no con la intención de reemplazar al antiguo, sino solo de complementarlo. Los diez mandamientos que como profesor me gustaría promulgar, pueden ser enunciados de la siguiente forma:
- No se sienta absolutamente seguro de nada.
- No crea que vale la pena producir creencia ocultando evidencia, porque la evidencia seguramente saldrá a la luz.
- No trate de desalentar el pensamiento, porque seguramente tendrá éxito.
- Cuando encuentre oposición, así venga de su esposo o hijos, esfuércese por superarla con argumentos y no con autoridad, porque cualquier victoria que dependa de la autoridad es irreal e ilusoria.
- No tenga respeto por la autoridad de otros, porque siempre habrá autoridades contrarias que hallar.
- Nunca use el poder para suprimir opiniones que le parezcan perniciosas, porque si lo hace las opiniones lo suprimirán a usted.
- No tema ser excéntrico en su opinión, porque toda opinión que es aceptada ahora fue excéntrica en algún momento.
- Encuentre más placer en la disidencia inteligente que en el acuerdo pasivo, porque si usted valora la inteligencia como debería, la primera implica un acuerdo más profundo que la segunda.
- Sea escrupulosamente veraz, incluso cuando la verdad es inconveniente, porque es más inconveniente cuando trata de ocultarla.
- No tenga envidia de quienes viven en un paraíso de los tontos, porque solo un tonto pensaría que eso es felicidad.
*Publicado el 16 de diciembre de 1951 en The New York Times.