Número 115, junio 2020

EDITORIAL

Cercos epidemioilógicos

 

Editorial UC

En todas las ciudades del mundo el virus ha ido encontrando su hábitat más apropiado: barrios con menores ingresos y mayor número de personas por hogar, comunidades obligadas a buscar los pesos día a día, trabajadores de oficios indispensables y mal pagos, puntos marcados en el mapa por urgencias viejas y temores nuevos. En Nueva York, por ejemplo, los grandes brotes se han presentado en el sur del Bronx y el sureste de Queens, en barrios con población latina y afro de bajos ingresos. “Estamos en la misma tormenta pero no vamos en el mismo bote”, dijo hace poco Inez Barron, concejal del distrito de Brooklyn. La tasa de mortalidad por coronavirus entre negros y latinos duplica la de los blancos en la ciudad.

El ejemplo de Nueva York sirve como reflector sobre lo que pasa en algunas de nuestras ciudades. En Bogotá, Kennedy tiene medidas especiales de confinamiento desde principios de junio. Hay trece puestos de control para ingreso a la localidad donde viven más de un millón de personas. El tránsito solo es permitido entre las cinco de la mañana y las siete de la noche, y solo se puede entrar para prestar “servicios esenciales de abastecimiento y salud”, y salir si es “estrictamente necesario”. En barrios como Patio Bonito, El Amparo, Bella Vista y María Paz el zumbido diario de vendedores ambulantes y bicitaxis no se ha detenido. Sus habitantes giran en torno al rebusque que deja la central de Corabastos todos los días. La noticia de una fiesta con treinta personas en una gallera indignó a la capital hace unos días. Y el señalamiento de desobediencia cayó sobre toda la localidad.

En Cartagena también hay medidas especiales sobre los barrios El Pozón, Nelson Mandela, Olaya Herrera, La María y La Esperanza. Todos barrios de estratos 1 y 2, con largas historias de desplazamiento y pobreza. “Qué tiene que estar la gente pendejeando en la calle después de las cuatro de la tarde”, les dijo en tono severo el alcalde William Dau a los habitantes de esos barrios hace unos días. El castigo llegó después con la orden de cierre siguiendo directrices presidenciales. El calor debajo del zinc impide que la orden se cumpla con todo el juicio. Los medios reseñan al menos seiscientas fiestas “visitadas” por la policía en un fin de semana. En el Mandela como en Kennedy el virus viaja a pie y en bicitaxi.

Es extraño ver a policías y militares luchando contra un virus. Levantando vallas y puestos de control, mostrando su actitud amenazante con el fusil para detener a un virus que mide su tamaño en nanómetros. Los científicos repiten con tono pedagógico: “Caben millones del virus solo en la punta de un alfiler”. Mientras tanto, en los puestos de control se entrega la cédula, se insiste en vueltas inaplazables, se alega hambre, se intenta sacar un carro que hace de chivero en las plazas, se comparte la gaseosa entre dos soldados, se invoca la farmacia o la carnicería como destinos urgentes. Los cercos se ven cada vez más como un ejercicio aleccionador, un castigo a la desobediencia y una advertencia para la población rejas afuera.

En Medellín la lección se dio en la Comuna 2, en el barrio el Sinaí. El domingo 31 de mayo, sin previo aviso, llegaron los carabineros, el Esmad, los soldados y sobrevoló el helicóptero de la policía mientras se extendía el cerco inesperado. La comunidad está condenada a padecer encerrada sus propios miedos, a vivir de rejas para adentro, a agradecer el cuidado extremo de policías y soldados armados al lado de sus puertas. “El Sinaí es un pueblito, allá todo pasa en la calle, las fiestas, los juegos, las conversaciones, el comercio, las paila de empanadas…”. Es imposible que sea de otra forma en un asentamiento de callejones con casas de cincuenta metros cuadrados donde pueden vivir ocho o diez personas. Bajo la mirada escrutadora de los que se quedaron por fuera del cerco la gente del Sinaí cruza la frontera de su barrio con la temperatura recién tomada y las ganas de sacudirse la dirección para que no los señalen de “covidosos”. Con 42 casos activos de covid-19 y en una población cercana a los tres mil habitantes, el barrio quedó marcado como el principal foco de contagio de la ciudad.

El Sinaí es un asentamiento informal que inició su poblamiento en la primera mitad de la década de los ochenta en la zona nororiental, en el sector conocido como Las Camelias, entre la margen derecha del río Medellín y la carrera 52 o Carabobo (antigua vía a Machado), a la altura de donde hoy está la estación Tricentenario del metro. Hace parte del territorio del barrio Santa Cruz, que da nombre a la Comuna 2 (conformada por 11 barrios y considerada la más densamente poblada de la ciudad, con 110 mil habitantes aproximadamente, 4.5 % de la población total de la cuidad).

Los habitantes de este lugar son en su mayoría desplazados y viven en condiciones de extrema pobreza. “Aquí hay gente del oriente, del occidente y del nordeste del departamento”, dice Hernán López Aristizábal, líder de la Veeduría Ciudadana y oriundo de Granada, Antioquia. En 2010, la Alcaldía de Medellín tenía 300 casas de madera y zinc identificadas y de 210 familias censadas, el 50 % se habían declarado como víctimas de desplazamiento forzado ante el Ministerio del Interior.

Los fundadores construyeron el barrio comprando solares para levantar sus ranchos de madera y ganándole terreno a la franja de inundación del río con volquetadas de escombros que pagaban comunitariamente. Los líderes de la Veeduría Ciudadana consideran al Sinaí un barrio en toda regla, pues han consolidado un territorio histórico propio y pagan impuesto predial y servicios públicos. Llevan décadas insistiendo en su regularización y la atención de sus necesidades básicas, como pavimentación de las calles, mejoramiento de viviendas y mejoras al acueducto y al alcantarillado.

Además de enfrentarse a las inundaciones del río en temporada de lluvias, sus habitantes han sufrido oleadas de violencia. Desde mediados de los años noventa, su territorio ha sido testigo de enfrentamientos entre combos y ha estado bajo la influencia de diferentes grupos delicuenciales, en particular de la banda de Los Triana, que expande su radio de acción desde las comunas 1 (Popular), 2 (Santa Cruz) y 4 (Aranjuez) de Medellín hacia los barrios vecinos de Bello (La Gabriela, La Camila, Zamora y Santa Rita).

Ante la grave ola invernal de 2010, la situación de riesgo se agravó para la comunidad del Sinaí y la Alcaldía ordenó la desocupación y demolición de 198 casas, ubicadas en la llanura de inundación del río Medellín, a la altura de la calle 98A. La acción oficial desató disturbios con la comunidad y enfrentamientos con agentes antimotines. Desde entonces, se conformó la Veeduría Ciudadana, que sigue reclamando soluciones a las necesidades básicas desatendidas de una población que ha sido víctima de la violencia, excluida del desarrollo urbano, y hoy vive encerrada a la fuerza, aislada militar y geográficamente del vecindario que garantiza su subsistencia. El recelo a la autoridad se ve en las miradas y en la actitud en los puestos de control. Es difícil comprar legitimidad con una bolsa de garbanzos y una de lentejas.

Aislar aún más este territorio no requiere de grandes proezas. Con el límite natural del río Medellín por el occidente, la quebrada La Rosa y una estación del metro por el sur y la quebrada Hueco por el norte, basta con alinear un sendero de vallas y poner un policía cada dos metros a lo largo de la carrera 52. De esta forma, la comunidad queda sin acceso al servicio de salud, a la institución educativa, a la carnicería, al parque de Aranjuez, que es el lugar más cercano donde pueden conseguir internet gratuito. No es anecdótico que una de las versiones del origen del nombre del barrio apunte a un triste juego de palabras: “Sin nada ahí”. UC