“Las mentiras de la noche”, dice un grafiti en la pared del baño del bar y firma nadie menos que Gesualdo Bufalino. Pero resulta que no. Al contrario de lo que piensa el escritor italiano la noche se encarga de revelar algunas verdades con desfachatez. La ciudad se muestra menos cautelosa y enseña sus vilezas. Se siente en confianza.
La estampida de curiosos se mueve siguiendo el instinto de grupo de las sardinas, va hacia adelante, retrocede, busca la calle. Me integro al cardumen de averiguadores y muy pronto estoy viendo el espectáculo. Dos hombres medianos tienen a un grandulón de pelo a la espalda contra la puerta de un garaje. El hombre pide conteo de protección y recibe una nueva embestida. Han pasado 40 segundos de ese round desigual y aparecen dos motociclistas en contravía, con una mochila a la espalda y el aire tranquilo de los justicieros. Se bajan de sus motos, interrogan a los peleadores con calma, como si trataran una infracción de tránsito, y acaban con la gresca sin levantar la voz. A los ganadores les marcan rumbo norte y al perdedor lo despachan hacia el sur, con una palmada de consuelo en la espalda. Un boquineto con su cajón de cigarrillos me hace el resumen de los hechos: “el peluo le pegó a una pelaa y esos dos manes la defendieron… ahh, pero llegaron los civiludos, los que mandan, a esos no les gusta sino el pleito de ellos, las peleas en grande…”
Los policías arriman cinco minutos más tarde, despistados, buscando una historia que ya es un murmullo. En el centro de Medellín esos episodios han dejado de ser noticia hace mucho tiempo. Unos civiles cobran cuotas de servicio a los comerciantes y se dedican a patrullar sin mayores misterios. El pago se hace con naturalidad, sin los aires turbios de la extorsión y casi subrayando la convivencia ciudadana. Palo para los indigentes, orden para los vendedores ambulantes, cuota de sostenimiento para los jíbaros y pulso firme para los desobedientes de todo tipo. En medio de los grandes escándalos por paramilitarismo, cuando el país habla de una purga obligatoria contra el maleficio de la justicia privada y el alcalde subraya los riegos de la “resaca paramilitar”, el centro de la ciudad se acostumbra cada vez más a tratar sus pleitos menores, sus prejuicios, sus miedos y sus pequeñas inquinas por medio de un peligroso procedimiento de vigilancia particular. Métodos expeditos, resultados prontos, intimidación adecuada. La policía se convierte poco a poco en una fuerza de segunda instancia, un aparato burocrático que desdeñan los agredidos y los agresores.
En los últimos meses Medellín ha mostrado algunos síntomas preocupantes más allá del estado “natural” de privatización armada que se ha apoderado de buena parte del centro. Unos supuestos “paras” visitan un colegio en San Cristóbal y aplican su propio manual de disciplina con respecto a la presentación de los alumnos. Peligrosos como demonios y quisquillosos como monjas. Volantes circulando por Manrique, Santa Lucía y La Floresta: “Acueste a sus hijos a las ocho que a los otros los acostamos nosotros”, dicen los papelitos firmados por la Águilas Negras. El Secretario de Gobierno ha desestimado a los primeros como “chichipatos” y a los segundos como simples metemiedos que se acostumbraron a usar una intimidante “razón social”. Tal vez eso sea lo más grave. La amenaza bien presentada se ha convertido en arma de todos, en juego de ingenio. El asunto puede ser chiste de vecinos aburridos con el combo de la esquina o ultimátum de asesinos. Y el secretario no puede dedicarse a desmentir alarmas. Debe mirar todos los ruidos con recelo, todas las amenazas como su fueran definitivas.
Mientras tanto la prensa ha decidido ignorar el asunto. Todo ese rumor macabro le parece cosa de crónica roja, pornografía barata. Razón tiene Susang Sontag cuando dice que los diarios sensacionalistas son más atrevidos a la hora de las imágenes horripilantes. Así que los tabloides rojos son por ahora el mejor de nuestros termómetros, la guía especializada para nuestras alertas tempranas.