Parece que en 1914 las noches de Medellín eran bien largas y bien agitadas. La del viernes se extendía hasta el domingo entre hipos y sobresaltos. El centro, más específicamente el kiosco del Parque Bolívar, era un punto obligado de “tanqueo” antes de la excursión por las cantinas. El viejo revoloteo de los hombres dando tumbos contra los focos de los bares que relata Tomás Carrasquilla se parece bastante al que vemos y practicamos casi un siglo después. Sólo han cambiado los bombillos.
Fiesta en el centro
Una versión de Tomás Carrasquilla
El relato de una juerga de un día completo con final en la cárcel y jóvenes alebrestados por el anís y el respaldo de la pistola en la pretina, es la historia de Tomás Carrasquilla más cercana a los alborotos del Medellín de nuestros días. La escribió en 1914 para su serie de Dominicales en El Espectador bajo el título Estudiantes. Gracias al alumbrado eléctrico la Villa es tratada de Metrópoli y los borrachos logran atravesar los cercos de alambre de púas sin arriesgar el nuevo flux. “La noche, madre noble y compasiva, tiende sobre sus hijos el manto espeso de los encubrimientos.” Y el alumbrado eléctrico favorece los malos pasos de los “adictos” a la oscuridad, es un nuevo aliado las correrías de Juaco Cáceres y sus secuaces.
La fiesta comienza el sábado de quincena en la tarde, “ese día tan grato a la juventud burocrática y alquilada”. Dos estudiantes de derecho, un repórter con ínfulas de intelectual y dos dependientes de casas comerciales con delirios por la política y la poética ocupan una mesa en la cantina Monserrate. “Como los cinco están con fondos, copa va y copa viene”. La discusión política los obliga a los gritos: Carlos E. Restrepo y José Vicente Concha son los protagonistas del desorden de manotazos e interrupciones que ofuscan al cantinero y alertan el tedio de los policías.
De pronto aparece Capitolino de la Raya, “un estudiantón costeño, rico y rumboso, de esos que estudian en la juerga y no en el libro.” Viene acompañado de un séquito de gorrones que celebran su bulla opacándola entre nuevos gritos. Una orden de copas para todos, dos coches y en marcha. Primero van de sabotaje hasta el silencio del cine: “Dan golpes con los bastones y hurras estrepitosos, si la cinta es buena o es mala; meten ruido por todo y muestran, como pueden, que son mozos ternes, crudos y contentos.” Después del cine es justo seguir un camino de cantinas de la mano y la rienda de los cocheros. Pasan por El Globo, Chanteclair, La Gironda y La Gran Cantina. El aguardiente y los alardes han logrado que Juaco y el costeño se disputen el liderazgo del grupo a punta de generosidad. Por momentos el brandy ha reemplazado al anís. Ahora están de nuevo en los coches, van rumbo a El Kiosko del Parque Bolívar para llegar contentos a la fiesta en la casa de la Chata Cambas. En los coches se oye un grito que podría salir de los taxis de hoy: “¡póngasela toda, chofer!... Qué desate. Cantan, gritan, relinchan, saludando a cuantos conocidos puedan entrever en la carrera.” En El Kiosko todo es canto y baile. Guitarras, violines, bajos, panderetas y tambores se encargan del vals y las jotas españolas. Nueva pendencia entre los capitanes de la generosidad y policía y cantineros los montan de nuevo a los coches y los empujan por caminos contrarios. Por la ventana sale un grito contra el costeño: “Sí, negro no la hace limpia”.
Llegados a la fiesta donde la Chata Cambas el panorama de las damas no es alentador: “…alguna tiene la llorona, otras están lengüitrabadas y otras más tan flácidas que parecen de trapo”. Sólo hay espacio para el baile entre hombres: la pelea. Apenas dos han quedado en manos de la policía y los demás van de nuevo en el coche rumbo al centro: “Van a uno de esos ritos, que nunca faltan en esos alrededores edénicos, donde se rinde culto al dios Dado, a la diosa Gula, a Baco y aun se cree que a otras divinidades”.
Al amanecer están entrando al hotel que le dará reposo a sus ronquidos y al medio día están empeñando las bicicletas para salvar la vida: “Un trago bien grande o me muero”. Brindan por el anís milagroso y toman el tren hasta Envigado: “No estaban para Parques de Bolívar, ni para señorear”. Luego del paseo en las afueras vuelven al centro para ver los toros e insultar a los toreros. Llueven cáscaras sobre el ruedo y de nuevo la policía se encarga de la evacuación. Terminan en el infaltable Kiosko, en el imán de la Villa, buscando la retreta y los rivales de la noche anterior. Al fin logran organizar la pelea de borrachos y terminan todos en la cárcel. En pleno patio, entre tufos, un discurso de Juaco para Fabio, su compañero de facultad y de aventuras etílicas, se encarga de cerrar el capítulo: “Levanta esa cabeza nido de mentiras. Levántala, Fabio Ilustre, que estos son percances del oficio. Qué puede ser que no sea. Me dio la valerosa, la cautivadora y por mí gimes en negro cautiverio. ¿Y qué? Te cupo la gloria de ser la víctima. Hay que ensayarnos en el sacrificio, para cuando la patria nos reclame. Hay que aprender el heroísmo para pelear con los peruanos. Hay que estudiar la cárcel prácticamente, para cuando seamos prisioneros de guerra.”