Yo que trabajo como cantinero, que desde la barra distribuyo tragos con la generosidad de un príncipe y que llevó veinte años conservado en los mejores alcoholes, me permito afirmar que una ciudad sin bares es como un hogar sin madre.
Los bares son una patica de gallina en el rostro de la ciudad.
Los bares son auténticos oasis adonde las personas llegan a buscar todo eso que han perdido en la rutina del trabajo: son espacios para el ocio, para el placer y la alegría, para la socialización, para el amor, para el complot, que es lo mismo que el amor, para el debate, para el chismorreo. Como dice George Steiner, el bar “es el club del espíritu, y la lista de correos de los que no tienen domicilio”.
En los bares la gente se transforma: los hombres dejan a un lado las mezquindades y se hacen generosos, y las mujeres se vuelven más bellas. Si el mundo fuera todo un bar, otro gallo cantaría.
En los bares se conciertan amistades, amores, negocios, ilusiones. Algunas de las decisiones que más han influido en la historia de las sociedades se han tomado en bares. Algunas de las obras que más dignifican a la humanidad se han concebido y hasta realizado en bares: en Lisboa hay un bar donde los clientes pueden fotografiarse con Fernando Pessoa en la mesa donde él se sentaba en las tardes y en las noches a leer, a escribir o a meditar mientras comía bacalao acompañado con vino verde. En la Bodeguita del Medio, en el centro de La Habana, a Ernest Hemingway se le ocurrió El viejo y el mar. Ni hablar de los pintores franceses del siglo IX y comienzos del XX. En un bar murió Dylan Thomas en 1953, en New York, después de ingerir dieciocho whiskies seguidos. En un bar, Manuel Mejía Vallejo contempló que “el infierno es un lugar donde sólo se sirven pasantes”. En un bar, Malcolm Lowry, muerto a causa de la carga excesiva de alcohol, compuso el poema Sin el dragón nocturno.
Los bares son templos de la diversidad y a ellos llega todo tipo de gente: poetas, putas, maricas, maridos, solteros, y hasta gente peor. Sin embargo, los bares se van especializando en públicos determinados por la edad, por ciertas preferencias y aficiones, por los estratos socioeconómicos, por los oficios: en Guayaquil había un bar donde se reunían, a la espera de que fueran a contratarlos, los albañiles especializados en el vaciado de planchas; incluso allí se les podía encontrar con sus propias herramientas.
Los bares son espacios de democratización: el fulano a quien le niegan la entrada a un club social siempre tendrá abiertas las puertas de los bares.
Un buen bar es aquel que permite concebir ideas para luego parirlas en forma de arte. Es un lugar disponible para cualquier tipo de expresión artística. Los debemos tener como una especie de teatrinos donde todas las personas puedan hallar un recinto íntimo. He conocido amigos que parten de viaje y al regresar lo primero que hacen es ir a su bar, como si quisieran constatar que su lugar sagrado sigue intacto.
Los bares son un último reducto de ciertas prácticas que en otro tiempo hacían parte de nuestra cultura y movían nuestra economía, como es el valor de la palabra empeñada, que se materializa en el fiado. Un bar donde no fíen es un cementerio y su propietario no merece el perdón de Dios. El cantinero sabe que negocio que no dé para fiar no es negocio.
Los bares son la casa natural de personajes que hacen más pintoresca y plena la fauna humana; el goterero, el manirroto, el mujeriego, el hablantinoso, el callado, el copisolero, el borrachito, el informado, el que sabe todas las canciones y las canta.
El cantinero tiene que desempeñar, en uno solo, numerosos oficios: sicólogo para aconsejar, sacerdote para absolver, prestamista para fiar, crítico de arte y de todo para opinar, juez para conciliar, celestina para lo que sabemos. Por eso no podría formarse en una academia; tendría que pasar por todas las academias.
El cantinero tiene que ser tolerante, amigable, discreto, capaz de beber de todo sin emborracharse, creativo.
Esta pequeña letanía es para insistir en que es posible materializar el sueño de que los bares se usen como recinto para la programación cultural estatal, sobre todo cuando es tanta la escasez de espacios para el teatro, la música, la danza.
Porque estamos de acuerdo con Robert Musil cuando dice: “Nosotros que nos imaginábamos el Estado como un hotel donde todos merecíamos buena atención”.
Recuerden que “para que haya un pueblo se necesitan una iglesia y un bar”.