Un horizonte de sucesos extraordinarios
Guillermo Cardona. Ilustración: Sara Serna
Antes de Stephen Hawking (1942-2018), algunos atrevidos afirmaban: “Dios no existe” o “Dios ha muerto”. Hawking fue un poco más allá y de alguna manera canceló la discusión, y en lugar de especulaciones teológicas postuló, con fórmulas en mano, que para comprender el cosmos dios no hace falta; dios es innecesario. Sin mencionar de manera explícita el viejo principio de Lavoisier (“la energía no se crea ni se destruye; solo se transforma”), Hawking dejó en claro que no hace falta un creador ni un diseño inteligente, pues el universo es el resultado de unas leyes físicas que se cumplen al margen de cualquier voluntad, por más divina que sea. Dichas leyes se observan en cualquier lugar del universo y nada ni nadie puede cambiarlas. Hasta sus singularidades son previsibles. La fría visión del científico (no exenta de buen humor), invalida incluso cualquier respuesta a preguntas como ¿qué pasaba antes del Big Bang? Para Hawking, el universo entonces era otra cosa. No había tiempo, ni luz, ni dimensiones, ni átomos; ni seres humanos preguntándose carajadas.
Y ese es, de pronto, el mayor aporte de Stephen Hawking a la ciencia y la cultura contemporáneas. Sus planteamientos son brutalmente claros y contundentes: al día de hoy, ni la filosofía ni la religión dan respuesta a las grandes preguntas que nos hemos hecho los seres humanos desde el principio de los tiempos y, cuando intervienen, no hacen más que complicar las cosas. En su lugar, Hawking entroniza la ciencia como un evangelio que se puede revisar y cuestionar; como un tribunal ante el cual todos los seres humanos somos igualmente valiosos e insignificantes, una corte donde se trastocan las funciones de juez, fiscal, acusado y defensor; un modelo que cambia constantemente según el método de ensayo y error; y cuya mayor virtud es que, por más que avancemos, jamás llegaremos a ninguna parte.
Todo un salto al vacío con fundamento teórico
Qué más podríamos esperar de una mente como la de Stephen Hawking, alguien que sacó de su magín algo tan exótico como el “horizonte de sucesos”, ese fino destello de antipartículas gracias al cual sería posible observar un agujero negro, algo que desde un punto de vista estrictamente teórico no se debería ver y cuyas poderosas fuerzas gravitacionales tampoco admitirían emisión alguna; ni la luz puede escapar de uno de ellos, reza el precepto que los describe. Conocida ahora como “radiación Hawking”, se trata de una serie de eventos cuánticos que se desprenden de ese límite exacto donde nuestro universo deja de ser y se desliza definitivamente hacia el interior de un agujero negro, donde desaparece y donde ya no hay ninguna posibilidad de averiguar en qué otra cosa se convierte. La curvatura extrema del espacio-tiempo en esa especie de sinapsis entre el agujero negro y su entorno cósmico, produce efectos cuánticos como la emisión de pares de materia-antimateria, partículas virtuales empujadas hacia el exterior y que muy probablemente algún día podrían ser observadas. Para que tal cosa sea posible, sin embargo, quizá deban transcurrir varias décadas antes de que contemos con la tecnología indispensable para realizar ese tipo de mediciones in situ, muy seguramente en el centro de nuestra Vía Láctea, donde habita ese oscuro y particular artefacto cósmico que absorbe todo lo que se le acerca y alrededor del cual nuestro sol con sus satélites completa una órbita cada 226 millones de años, a 792 mil kilómetros por hora.
Un jardín de senderos que se bifurcan
En sus investigaciones y textos académicos y de divulgación de sus últimos años, Hawking se sumó además a la teoría del Multiverso, una sinfonía de once dimensiones donde todo es posible, donde las líneas de tiempo y espacio avanzan de manera simultánea en todas las direcciones y se entrecruzan, una realidad múltiple de consecuencias contradictorias, un embrollo más ininteligible que la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino y acaso más difícil de demostrar.
Esa visión del universo (o de los multiversos que nos rodean) es a la vez sencilla, paradójica, deslumbrante y francamente antirreligiosa. Dios viene sobrando.
El silencio de los inocentes
Pese a estos tiempos de posverdades y fake news, tales afirmaciones, reiteradas en sus libros, entrevistas y conferencias, jamás provocaron roncha ni generaron animadversión por parte de los líderes religiosos ni de sus seguidores más devotos. Antes bien, papas, popes, daláis lamas y otros jefes de los más diversos cultos se reunieron con él, en medio del más profundo respeto por las diferencias de enfoque.
A su muerte, ni los espíritus más recalcitrantes se atrevieron a mandarlo a los infiernos.
Así las cosas, creo que Hawking es una especie de Jorge Luis Borges de la física teórica, uno de esos personajes que le cae bien a todo el mundo y cuyas posturas se miran con esa rara mezcla de respeto, simpatía y benevolencia. Es, además, Dios me perdone, un vademécum inagotable de frases de ocasión, a lo Facundo Cabral.
El universo, el hogar de los que amas
Pero nada de eso debería preocuparnos. Siguiendo a Hawking, lo que debería preocuparnos más es lo que está pasando en este momento. Porque así como la ciencia se ocupa de lo lejano, de lo posible (de agujeros negros y de viajes interplanetarios), también se pregunta por lo cotidiano, por lo que está cerca, por los avances en la investigación de la inteligencia artificial, la violencia como instrumento político o el terrible impacto de nuestras prácticas económicas sobre el medio ambiente.
Y Stephen Hawking, cayendo al agujero negro de la muerte, nos envía de nuevo, como una confirmación de sus teorías y a manera de partículas de antimateria, su vida, su obra, su sentido del humor, su generosidad y fortaleza intelectual y moral, como dispositivos de conocimiento que llegan hasta los límites de nuestro espectro visible, un horizonte de sucesos extraordinarios para seguir pensando, para darnos cuenta de que la inteligencia natural es nuestro mayor recurso, nuestra puerta de entrada (o de salida) a la comprensión y a la vivencia plena de nuestro maravilloso universo. “No sería un gran universo si no fuera el hogar de las personas que amas”, dijo Hawking alguna vez. Toda una filosofía, una teología, una ética de vida que no requiere Premios Nobel y que deberíamos poner en práctica en el día a día.