Pereira vs. Ferro
Juan David Ramírez. Ilustración: Verónica Velásquez
El ritual es el mismo. No importa el país, no importa la ciudad o la condición económica. No importa el equipo, el ritual es el mismo. Los días previos al partido, el hincha se enfrasca en especulaciones insulsas sobre posibles formaciones, la condición física de los jugadores y un manojo de memoria estadística que pocas veces falla. El hincha es experto en hacer espacio a una cantidad de datos inoficiosos sobre su club, desplazando de su cabeza otros realmente importantes. La noche previa se duerme poco. El partido se juega una y otra vez en la mente inquieta que no logra conciliar el sueño. Se ensayan variantes, estrategias, ardides. Todo es posible en la psique del hincha que juega por todo un equipo. La hora se aproxima. La ceremonia inicia como inician las batallas. Hay que vestirse para la ocasión. El hincha se engalana para la jornada. Los más asiduos se enfrascan en una decisión imposible... qué camiseta llevar. Hasta los escépticos preparan las cábalas más ridículas que ayuden a conseguir la victoria: ponerse las medias (sin lavar) que se usaron en el último partido, llevar la imagen de Jesús en la billetera y sentarla al lado en el estadio.
El hincha inicia ansioso el recorrido hacia el lugar sagrado. En el camino va sumando rostros amigos que comparten su nerviosismo. Se intercambian lugares comunes a dos manos: el clima, el técnico, el costo de la entrada y cuál será la celebración de moda.
Se introducen nuevos aliados, extraños que luego seguirán su rumbo, pero serán cómplices de un par de horas de euforias y tristezas.
El ritual del hincha del fútbol es el mismo, independiente de su equipo. Pero tal vez lo que hace diferente esta liturgia es la condición de ser hincha de un equipo malo. El deporte en general permite licencias a la hora de definir qué equipo es mejor que otro, la subjetividad está a la orden del día. En un torneo de veinte equipos hay ocho que se autodenominan “el más grande”, y por supuesto, cada hinchada se siente parte del mejor equipo que ha existido. Pero en medio de tanto centro de costado, el fútbol ha dejado verdades absolutas e incuestionables que con el tiempo han venido a consolidarse. Hay equipos rotundamente malos.
Nací condenado a ser hincha del Deportivo Pereira. Mi padre fue jugador de las inferiores del equipo, incluso actuó en un par de partidos profesionales. Fue presidente del club y administraba el estadio. Desde que respiro por propios medios voy al Hernán Ramírez (incluso creo que fui concebido allá). No hubo escapatoria para mí. Desde muy niño fui viendo nómina tras nómina, alguna un poco mejor que la otra, fracasar con estrépito en el torneo colombiano. Nunca he dicho que el Pereira es un club grande o que somos el mejor de algo. Ni siquiera somos el mejor de la ciudad y eso que no tenemos rival de patio. Con el tiempo esa rabia y frustración se convierten en una amalgama que permite burlarse de la tragedia propia y da ánimos para que uno escriba esto sin un ápice de reproche.
El ritual del hincha de un equipo malo es en esencia igual, pero con la certeza hermosa que genera la derrota anticipada. La previa no se vive con la ansiedad ante el resultado sino con el pálpito incandescente de que el ridículo sea mínimo. La entrada al estadio es como el instante previo a un matrimonio. Se saluda a los amigos y a la vez se despiden, sin saber si uno volverá del calvario. En la tribuna se putea a todos por igual, rivales, árbitro, jugadores propios, utilero y hasta al comisario de campo, pero en realidad el único insulto es hacia uno mismo, por seguir ahí incondicionalmente.
Cuando por fin acta est fabula y la historia marca el camino ya aprendido, el hincha de un equipo malo se devana los sesos intentando explicar lo fácilmente explicable. Su equipo sencillamente es malo y lo que acaba de ver es solo una muestra de eso. Vienen horas de amargura que se disipa con el alcohol, el trabajo o la rutina, porque el hincha de un equipo malo se forja una coraza impenetrable que le permite que sus momentos de tristeza sean tan escasos como las alegrías que le brinda su equipo. No estamos diseñados para sufrir en exceso y la mente crea mecanismos de defensa como la burla y la ironía.
Hace poco vine a vivir a Argentina y una pregunta me estuvo dando vueltas en la cabeza antes de viajar, ¿por quién voy a gritar? ¿Qué camisa voy a alentar? ¿Quién me va a producir nuevas iras? Soy seguidor de Boca Juniors desde hace muchos años y tal vez la respuesta parecía sencilla, pero en épocas de socios adheridos y reventas más elevadas que el Upac, ir a ver a Boca es una tarea casi imposible. Sabía también que el ser hincha del Pereira, un eterno mortificado, jugaría en mi contra y como un presagio imaginé que terminaría alentando a algún equipo con más historia que triunfos. En Argentina el fútbol es una cuestión de barrios, un asunto muy serio. No hay Boca sin La Boca, no hay River sin Núñez y no hay Vélez sin Liniers. Es un sacrilegio inocente ser del barrio y no ser del club, los equipos son del barrio mucho más que de su hinchada. Por supuesto, el hincha de un equipo malo debe llegar a vivir a Caballito, el centro geográfico y verdadero corazón de Buenos Aires.
Ferrocarril Oeste es un club histórico de la ciudad, enorme en extensión y población y es el alma del barrio Caballito. Fue uno de los clubes fundadores del torneo argentino y en su brevísima época dorada consiguió algunos récords que hoy siguen vigentes. Sin embargo, los dos títulos nacionales obtenidos (1982 y 1984) se ven muy lejos frente a los dieciocho años que cumple en la segunda división. Era natural hacerme hincha de Ferro. Llamarlo el Deportivo Pereira de Argentina sería pretencioso y jocoso, pero jocoso también es ir a ver un partido de Ferro. Fue amor a primera vista.
Ser hincha de un equipo malo no respeta latitudes ni modismos, por lo tanto, cuando por primera vez fui a ver a Ferro ya conocía bien la ceremonia. Caminé las pocas calles que separan mi casa del estadio Arquitecto Ricardo Etcheverri y encontré una pequeña pero nutrida marea verdiblanca que se saludaba con emoción y entusiasmo. Era el reencuentro para muchos en la temporada que recién iniciaba. De inmediato entendí la dinámica que años y años como fiel del Pereira me había forjado. El hincha de un equipo malo es el invitado especial a una fiesta condenada a fracasar. Hay que inventarse alegrías en el saludo efímero con el desconocido, en la cerveza que abunda como indicando que la sobriedad no es una opción ante la amargura de darse por derrotado incluso antes de comenzar.
La cancha de Ferro es una oda al fútbol de barrio. Está empotrada en el medio de la ciudad, como debe ser, respirando el olor de la ciudad misma, no como esos estadios modernos que se convierten en cementerios de hinchadas a cuarenta kilómetros del casco urbano, donde la atmósfera es similar a la de una industria metalúrgica. La gente se toma las calles aledañas y no para de cantar, incluso sin tener a quién cantarle. Van preparando la sencilla pero ruidosa fiesta que se traslada a las dos graderías que tiene el estadio, colmando cada rincón con banderas y trapos que recuerdan un pasado algo mejor. Una de las cosas más bellas de ser hincha de un equipo malo, especialmente de Ferro, es que el fútbol es una cuestión familiar. Pocos se hacen hinchas por gusto, se lleva en la sangre, y eso se refleja en las generaciones que se juntan para acompañar al equipo. Lejos está de las barras plagadas de asesinos por camiseta. En Ferro, al fútbol se va con los abuelos y los nietos y se crean familias momentáneas con el vecino de turno. La pasión es la misma que si fueran Boca o River, porque el argentino vive el fútbol más allá de su equipo, es casi una religión, pero el hincha de Ferro vive otra pasión adicional, la de ser hincha de un equipo malo. Una pasión como una cruz.
Sin embargo, esa tarde frente al vecino Almagro, Ferro nos regaló una efímera y tardía satisfacción con un agónico y solitario gol. La efusividad me llevó a pensar que la maldición autoimpuesta tal vez había terminado, pero me bastaron diez segundos de lucidez para recordar el pésimo juego del equipo durante el partido y entender que el marcador en realidad era solo un capricho del demiurgo. Para el segundo partido como local ya no había ilusión ni destellos de ebriedad. Fue hermoso volver a sentir esa necesidad indómita de putear a todos y cada uno y maldecir cada pase errado, cada movimiento mal logrado y cada oportunidad desperdiciada.
El hincha de un equipo malo lo primero que aprende son los cuatro apellidos de la columna vertebral de su equipo para encontrar nuevas formas de vituperar a esos culpables honrados de su rabia inagotable. Cambié el Navarro y Battiste por Vernetti y Rabaelli, y a pesar del abismo sentimental que tengo por un equipo y por otro, la pureza del insulto era exactamente igual. El hincha de un equipo malo sabe que no va a la cancha a ver fútbol, porque fútbol sencillamente no hay. Somos ese pueblo enardecido que sale a gritar a los condenados en su viacrucis, sin importar quién sea, solo por el placer de enfurecer. Nunca pensé que hubiese algo más trágico y triste para un hincha que ver al Deportivo Pereira, pero ver a Ferro es tal vez lo que más se acerca, sin embargo, mañana, al enfrentar a Atlético Rafaela, estaré al coro de la Locomotora con una nueva expectativa de perder, porque el hincha de un equipo malo sabe que su destino está labrado, pero la pasión es testaruda y no conoce de resignación.
El ritual puede ser el mismo, pero cada vez será algo especial.