Número 95, marzo 2018

 

Guayaquil podía convertir a un joven bulteador y vendedor de aguacates maduros en un novel comerciante de libros viejos. No importaba que el Mocho apenas juntara las letras, fue acumulando números y comenzó a distribuir textos escolares en varias ciudades colombianas.
Aprendía rápido. Con el paso de las hojas se hizo magnate y luego pirata para darle lustre a su muñón. Baldor, Krishnamurti y García Márquez fueron sus socios. Murió en diciembre pasado en una de sus bodegas en Medellín. Dejamos un epílogo a manera de epitafio.

 

 

 

El Mocho Giraldo
Un ejemplar original

Fernando Mora Meléndez.
Fotografías: Archivo familia, Jairo Ruiz Sanabria, Juan Fernando Ospina

Gilberto Giraldo Barrientos, 1975. Archivo familiar.

No hay auténtico caballero que no se haya comportado como un rufián al menos una vez en la vida. Eso dice Javier Marías cuando se refiere a Robert Louis Stevenson, el escritor inglés, autor por cierto de una de las sagas de corsarios más pirateada: La isla del tesoro. De esos granujas sin tacha, de textos viejos y algunos no tanto, trata la leyenda de Gilberto Giraldo Barrientos, más conocido en los antros de libros y discos viejos como el Mocho.

En diciembre de 2017, muy cerca de cumplir ochenta años, Giraldo dormía al fondo de una de sus bodegas, en la avenida La Playa, pertrechado por torres de libros, y más de quinientos mil discos de vinilo que cuidaba con recelo, aunque sin ningún registro más que su memoria. El hombre ya sordo, sin hijos, con una pensión de seiscientos mil pesos, que además tenía embargada, había aparecido treinta años antes, quién lo creyera, en la revista Dinero, como propietario de una de las quinientas empresas más prósperas del país: la Librería Antaño.

Entre las décadas del ochenta y noventa, el imperio de don Gilberto tenía sucursales en Barranquilla, Cúcuta, Bucaramanga, Cali, Manizales y Pereira, además de otras sedes pequeñas, en ciudades intermedias, y hasta en pueblos como Fredonia. Era el distribuidor autorizado de sellos prestigiosos como McGraw-Hill, Pearson, Planeta, Susaeta, Norma, Santillana y otros más. Los gerentes comerciales de estas empresas le despachaban sus camiones bajo contratos de palabra. Uno de ellos recuerda que bastaba la cédula de Giraldo y su muñón para cerrar un contrato. Las citas comerciales se hacían casi todas en bares del Centro de Medellín. Al inicio de la temporada escolar, los ejecutivos de ventas tenían que esperar su turno, cerveza en mano, en alguna mesa, hasta que el Mocho se dignara a dictarles su pedido, uno por uno, con fondo de bandoneón y canciones de arrabal, en sitios como El Campín o Leomar, cerca de la Plazuela Uribe Uribe.

La intuición que tenía don Gilberto estaba respaldada por el conocimiento del mercado. Le gustaba recorrer el país en carro, tienda por tienda, para averiguar cómo se movían los libros en cada región. Ni corto ni perezoso, el Mocho cruzó fronteras para ampliar su comercio hasta Ecuador, Perú, Argentina y Uruguay. Y aunque era ávido para los negocios, le tenía miedo a los aviones. Como no podía cruzar la selva del Darién por tierra, le tocó volar, como Simbad, hasta Panamá. Desde allá, su mercadeo sobre ruedas llegó hasta Costa Rica, Guatemala y México D.F.

En aquellos tiempos no había ni atisbos de internet. La gente todavía compraba enciclopedias a crédito, alquilaba revistas de historietas y ni por asomo se hablaba de libros electrónicos. El Mocho era una especie de jeque tropical de los libros. Le gustaba vestir Kosta Azul y Everfit, tener su propio chofer y pavonearse de su fortuna con los libreros pobres del pasaje La Bastilla, a los que de vez en cuando invitaba a beber. En aquellos raptos de generosidad, cuando le anunciaban que ya era hora de cerrar el local, se encerraba con los convidados a tomar pola o a jugar billar hasta el amanecer: “Yo pago todo”, anunciaba.

Celina, la última mujer de Giraldo, evoca sus juergas disparatadas: “Después de trabajar como un burro, bebía hasta ocho días seguidos. Andate que ya voy para la casa, me decía, cuando iba a sacarlo del Campín. Y después aparecía con mariachis o con amigos músicos. Otras veces íbamos a Tierras Colombianas, en la época de los ochenta, cuando había plata para dar y convidar”.

Lo conoció en Cali, cuando ella era una madre soltera, paisa y sin fortuna. A Gilberto le cayó en gracia, pero adujo estar ocupado en ese momento. Le puso una cita en La Viña, en Medellín. Vio que era un tipo de pocas palabras, aunque agradable, a pesar de la mano que le faltaba. Luego supo que la había perdido de niño, durante la molienda de caña en un trapiche, una de las tantas faenas que le imponía su padre en la finca de Ituango donde había nacido.

Quince días más tarde, Gilberto cumplió su cita en la repostería. Mientras tomaban el algo, el hombre le propuso a Celina que le ayudara a manejar una bodega en el Edificio Cuartas. Andaba más suelto de lengua, y contó episodios sobre su pasado rural. El rigor de esas labores de campo excedía su cuerpo de niño, pero talló en él ese carácter duro, que por momentos rayaba en la hosquedad, y que solo los más cercanos comprendían. Manco y agrio, Gilberto migró a buscar futuro en la Bella Villa.

Era poco más que un adolescente cuando llegó a trabajar en el mercado de Guayaquil como mensajero, bulteador y vendedor de aguacates. Un tío que pasaba, Roberto Giraldo, cantante de música vieja, lo vio con una carga enorme al hombro y se conmovió: ¿Por qué no vendés libros más bien? El joven Giraldo Barrientos tuvo su epifanía. Los puestos de libros callejeros ya anidaban entre los de verduras. A diferencia de los vegetales, que los clientes buscan cada vez más frescos, los libros, aún envejecidos, cobraban el interés de algún peatón. Un vagabundo pasó ofreciendo un directorio telefónico y el Mocho se lo compró. Luego pasó alguien que necesitaba hacer una llamada y, cuando le pidió prestado el mamotreto, Gilberto le dijo: “No se lo presto, se lo vendo”. Le dobló el precio. Tomó aquel golpe de suerte como un augurio. Fue el inicio de su carrera y un episodio de leyenda que a él le encantaba comentar.

Como vendedor a granel, Giraldo anduvo en aceras y ferias callejeras de todo el país. En Bogotá fue compañero de andanzas de Carlos Federico Ruiz, que a la postre sería el fundador de Panamericana. “Tenía olfato y buena memoria —dice Gustavo Zuluaga, el Hamaquero— para saber qué libros se vendían mejor. Sabía detectar el aire intelectual de su época, sin haber leído casi nada”. Era un lector solapado, apenas leía solapas. A ojo de buen cubero, lograba calcular el costo de cada ejemplar en un lote inmenso de libros. Más que librero era un saldero. Una vez, según cuenta el mismo Gustavo, compró veinticinco cajas de Plaza y Janés sin mirarlas. Con vender solo una parte libraba el costo, mientras el resto de volúmenes, a cualquier precio, era una ganancia neta. Las bodegas de Giraldo empezaban a llenarse. Mientras tanto, cuando un autor se ponía de moda, él iba preguntando: “Ole, ¿y ese Krishnamurti quién diablos es?”.

Antes de que la autoayuda colmara los estantes con sus recetas de felicidad, era el espiritismo el que atrapaba al lector. El ansia por encontrar cualquier luz en el camino hizo que varios autores pescaran incautos para obnubilarlos. De aquí y de más allá llegaron toda clase de propuestas: viajes astrales, la ampliación del tercer ojo, citas con los muertos, ocultismo recién revelado, sexo tántrico y toda suerte de oráculos y regresiones. Esta fiebre popular de metafísica no solo le brindó pingües ganancias a don Gilberto, sino que le despertó el interés como lector, algo insólito en un librero de su calaña.

Samael Aun Weor, seudónimo de Víctor Manuel Gómez fue el profeta que lo sedujo. Su discurso era una mezcla de esoterismo, evangelios apócrifos, astrología y doctrinas orientales. Se decía en los bajos fondos que este personaje era un hermano bastardo de Laureano Gómez. Tenía más de treinta títulos en circulación, entre los que se encontraban: Tratado de alquimia sexual, Rosa Ígnea, Curso esotérico de Kábala, Magia crística azteca, Las respuestas que dio un lama, La piedra filosofal, Matrimonio, divorcio y tantrismo. Sus enseñanzas hacían parte de la doctrina de una secta neognóstica que tenía sedes en Bogotá y Ciudad de México.

A mediados de los setenta, los libros de Samael se vendían como pan. Don Gilberto sabía conseguirlos y despacharlos a todo el país y a los países vecinos. El aura de este gurú era la que más brillaba en el mercado del libro popular, mucho antes de que se ungiera a Paulo Coelho. Ningún tiraje parecía suficiente, los adeptos se multiplicaban, así que alguno de ellos le dio al Mocho la idea de sacar sus propias ediciones. Correcto como había sido, averiguó quién podría detentar los derechos de autor de su admirado maestro. Una voz al otro lado de la línea se identificó como el albacea literario y único heredero de los derechos, un teniente del ejército de apellido Gómez, hijo de Aun Weor, quien se conformó con un cheque por setenta millones de la época. A partir de entonces, el Mocho Giraldo contrató los servicios de un taller litográfico. Fue un negocio redondo, uno de los que impulsó en su carrera de magnate de los libros.

Celina recuerda el día en que don Gilberto la llevó a conocer su oficina en el Edificio Cuartas. Eran cuatro pisos atiborrados de libros hasta los baños, como a él le gustaba, sin orden ni concierto. Desde ese sancta sanctórum, el hombre manejaba solo y con una mano aquel reino de papel. Venía de Cali, donde acababa de abrir otra sucursal de la Librería Antaño, pero también había fundado ya, en la misma ciudad, con Orlando Vázquez, el Tuerto, la mítica librería Atenas. Frente a esos arrumes polvorientos, lo primero que le dijo a ella, con el rictus serio fue: “¿Por qué no me ayudás a hacer un inventario?”. Ella no supo si reír o llorar.

Desde luego que don Gilberto hablaba en serio. Siempre trató de que las mujeres le ayudaran a ordenar su vida, pero a excepción de Celina, todas terminaban por robarle mercancía, chantajearlo o hacer contabilidades dobles de sus admirables dividendos. Con la última pareja de Cali, una nativa del Pacífico, sufrió una decepción que acentuó su melancolía. Tuvo con ella una hija y, muchos años después de la ruptura, el hombre trató de encontrar a su heredera, acaso para acogerla y llevarla a vivir con él. Atando cabos logró llegar hasta un inquilinato donde le contaron que la pelada andaba más en la calle que allí, que se había extraviado entre las drogas, hasta que en alguna mala noche un fulano la contagió del sida que la mató poco después.

La tragedia de la hija fue tan dolorosa como el accidente en el trapiche. Regresó a Medellín, pero antes le ofreció trabajo a Celina. Ella iba a darle una mano con las facturas, a atender las llamadas de las sucursales, a despachar textos de temporada, o a pasar el trapo por algunos volúmenes que él se empecinaba en guardar para las próximas ferias. De esa época recuerda que escribía las cuentas, con un mocho de lápiz, en las paredes: Zutano me debe tanto, escribía.

El Mocho parecía adoptar aquella frase: Témele al hombre de un solo libro. Quería tenerlos todos con él. Compraba por una bicoca los restos que quedaban del regreso al colegio, o los discos en acetato de Los 14 cañonazos que ya nadie bailaría; siempre encontraba un sitio dónde ubicarlos. Tuvo hasta ocho bodegas solo en Medellín. Tal vez se sentía seguro con las bases ocupadas. Otros lanzarán teorías sobre su pasión por acumular; baste decir que los bibliófilos que asomaban la nariz por sus recovecos no hallaban por dónde caminar.

Las torres de papel siempre lo atrajeron. Pablo Quintero, ejecutivo de ventas, recuerda la época de oro de don Gilberto. Alguna vez le facturó un pedido por dos mil millones de pesos para la Editorial Pearson. “Eran libros de ciencias básicas, como el famoso Cálculo de Leithold, o el de Swokowski, y libros técnicos de ingeniería. Nunca tuvo una visión comercial de los negocios, todo lo tercerizaba con porcentajes. No era un estudioso, pero tenía una intuición absoluta”.

Durante varios años el libro más vendido en Colombia fue la cartilla Nacho lee. Había una edición pirata que estaba quebrando a la Editorial Susaeta. Viendo esto, Quintero le propuso a su empresa sacar una edición más barata que la fraudulenta, y distribuirla de manera masiva por todo el país. Solo faltaba una pieza clave en el mecanismo: el Mocho. Cuando el hombre les puso una cita en su billar favorito ya tenía su propio plan. Aceptaría distribuir los treinta mil ejemplares de Nacho lee bajo una condición: todas las cartillas debían llevar impresa en su contraportada la publicidad de la Librería Antaño, junto con las direcciones de las principales sucursales en todo el país. El auténtico Nacho venció a los piratas. Además, su aventura editorial permitió ampliar la colección. Ahora Nacho escribía, sumaba y multiplicaba.

A mediados de los noventa, Giraldo Barrientos viajó al Cono Sur, hizo contactos con la Editorial Kier, de Argentina, que publicaba a escritores esotéricos como Max Heindel, autor de El secreto rosacruz del cosmos, o a Rudolf Steiner, inventor de Antroposofía. El sello gaucho era uno de los más buscados por las almas extraviadas de la Nueva Era. Ante la demanda de los lectores, otros libreros también importaron los títulos. Varios de ellos, que no eran tan serios como el Mocho, les incumplieron con el pago a los impresores. Y cuando Giraldo intentó renovar los pedidos, le contestaron que habían suspendido cualquier negocio con colombianos. La sequía de las almas se dejó sentir en las vitrinas. Los gurúes dejaron de hablar en sus páginas hasta el día que a Giraldo se le dañó el corazón e inició su carrera de pirata.

“Gracias a él pude leer Por el camino del zen, de Alan Watts, o El libro tibetano de los muertos —dice Gustavo Zuluaga, quien en esos años andaba arañado por el esoterismo—. Las ediciones del Mocho se volvieron imprescindibles para iniciados y no iniciados. Don Gilberto era muy osado. Mientras un pirata timorato imprimía doscientos ejemplares, él sacaba cinco mil. Así pasó, por ejemplo, con Ibis, de Vargas Vila, o con Lobsang Rampa, ambos de Ediciones Beta, de México”. Los hippies bajaban de Santa Elena a buscar en sus anaqueles un Tao te king o un Popol Vuh de bolsillo, para leer en sus ratos de incienso. Y solo una vez, don Gilberto recibió una llamada intimidante de Bogotá. Alguien con una voz socarrona le dijo que ostentaba los derechos de una obra, y le anunció su demanda: el libro era el I ching, escrito hacia el año 1200 antes de Cristo.

Para no ignorar a los profetas en su tierra, el Mocho también hizo sus tirajes de Fernando González, mientras la familia del filósofo andaba agarrada con la Editorial Bedout por los derechos.

Entre otros autores que pudieron entablar pleitos contra Giraldo se cuenta al poeta Juan Manuel Roca. Solo que él vivía agradecido porque cada vez que visitaba algún país vecino lo recibían con honores. No entendía cómo lo habían leído. Luego supo que hacía rato circulaba por Latinoamérica la primera edición casi original de su Antología poética, obra del Mocho. Ningún editor se había arriesgado a publicar un libro de poesía con un tiraje de cinco mil ejemplares. Y, cuando se encontraban, Giraldo le decía en broma al vate: “Juan Manuel, casi no se ha vendido tu libro…”.

El juego tuvo su primer revés de fortuna la mañana del 27 de agosto de 1992. De improviso, varios camiones de la Fiscalía y de la Policía Metropolitana llegaron a rodear una zona entre la calle Colombia y la carrera Junín, justo en el área donde don Gilberto tenía tres de sus bodegas. La noticia contaba que habían decomisado 2242 cajas con libros piratas por un valor de 1740 millones de pesos. Entre los textos decomisados figuraban ejemplares de Doce cuentos peregrinos, para el momento el libro más reciente de García Márquez. También se informaba de la detención de Giraldo Barrientos y el inicio de una investigación en su contra por el delito de plagio.

Fue cierto que don Gilberto empezó a vender Doce cuentos un día antes de que este se presentara en sociedad, mediante una tropa de jóvenes que voceaban el título, a grito pelado, por el Paseo Junín. Los lectores afiebrados lo cogían en las manos y dudaban cuando los muchachos les advertían que no eran copias piratas sino originales. Escépticos, pagaban su ejemplar, aunque advertían algo en la calidad de la impresión. Meses después, con el Mocho en la cárcel, empezó a tejerse una trama que parecía otro cuento peregrino.

El allanamiento y la detención llegaron luego de que el editor de García Márquez, el catalán José Vicente Kataraín, denunciara el 29 de junio de ese año la supuesta reproducción ilegal de ejemplares de la editorial Oveja Negra; además de la desaparición de planchas y fotolitos. Había varios nombres implicados en el delito, entre ellos Felix Burgos y Gilberto Giraldo, exempleados de ventas del sello.

En las pesquisas iniciales, de acuerdo con la noticia, no se hallaron evidencias ni pruebas de que los acusados fueran los responsables de la reproducción fraudulenta. Además, las planchas hurtadas todavía figuraban en el inventario de la Oveja, sin que nadie antes hubiera denunciado su pérdida.

En otra diligencia, los investigadores le preguntaron a Kataraín cómo podía explicar el robo teniendo en cuenta que para llevarse unas planchas tan pesadas se necesitaban varios montacargas. El editor cambió su versión y dijo que solo le habían robado los negativos fotográficos. A pesar de lo dicho, luego se hallaron las pruebas en las empresas donde Oveja Negra imprimía a Gabo: los talleres Printer y Retina. A propósito, la Fiscalía aclaraba que no había ediciones piratas entre los materiales confiscados a don Gilberto, luego: ¿cómo habían llegado a sus bodegas estos libros originales?

La mañana en que lo detuvieron lucía atolondrado. Y aunque esta vez él sabía que era una falsa acusación, se doblegó a tal punto que los verdaderos culpables se aprovecharon. El Tiempo de esos días soltó el cuento caliente:
“En este episodio de Medellín, Patricia Salazar, Fiscal de Investigaciones Especiales, hizo una serie de acusaciones contra Kataraín. Los detectives de la Dijín sacaron de su oficina a Giraldo y lo llevaron a una casa donde funciona un negocio de apuestas permanentes. Allí Kataraín redactó un documento en manuscrito donde consta que Giraldo cede todos sus bienes por un valor de dos mil millones de pesos como pago por los libros que supuestamente había pirateado. Y lo obliga a firmar una confesión donde él acepta que es un editor pirata”.

“A pesar de que Kataraín pone a disposición de la Fiscalía dichos comprobantes y títulos valores, esta considera que pudo haber un constreñimiento ilegal contra Giraldo, es decir, que lo presionaron con la Dijín, para actuar contra su voluntad, prefabricar pruebas, y entregar sus bienes”.

Era curioso que los tiquetes aéreos y los gastos de hospedaje, en el Hotel Nutibara, y la alimentación de los sabuesos del caso, los pagara el mismo Kataraín, en una conducta que se insinuó como un caso de cohecho. La Fiscalía solicitó entonces que la Procuraduría Delegada para la Policía Judicial investigara la conducta de los miembros de la Policía.

El editor catalán y su abogado obtuvieron de Giraldo no solo los cheques sino su cédula, con la cual hicieron retiros de dinero de sus cuentas. Como parte de la patraña, después entregaron el dinero a la Fiscalía. Luego, Kataraín intentó demostrar que los libros del Mocho Giraldo no eran originales. Para comparar, les enseñó a los agentes del DAS, un libro de Crónica de una muerte anunciada producido en Oveja Negra.

Cuando los agentes examinaron el ejemplar encontraron un error que les llamó la atención. En el libro se leía: “Impreso en 1989, en Santa Fe de Bogotá”, nombre que se retomó para la ciudad solo después de la Constitución de 1991. A juicio de los investigadores se trataba de una seria evidencia de que el libro había sido impreso de manera fraudulenta por Kataraín.

La fiscal Salazar, en su providencia, decidió dejar en libertad a todos los implicados. Y aunque la falsa denuncia quedó sin pista, nunca se volvió a hablar de los ochocientos mil ejemplares distribuidos por toda América, y que, según los cálculos de la agente literaria del nobel, Carmen Balcells, jamás se declararon a su autor.

Confundido e indignado con el embrollado cuento de los piratas, García Márquez envió a los diarios un mensaje: “Ante la legalización de las ediciones piratas por la justicia colombiana, no me queda otro recurso que retirar del mercado de Colombia todos mis libros legales”. Después también le dio la espalda a su editor de confianza.

Con el sambenito de pirata que portaba, era difícil para el Mocho librarse del cargo de plagiar al Nobel. En algún momento, entre agosto y diciembre de 1992, declaró que el lote de cinco mil gabos no era obra suya, se lo había comprado a Pedro Walteros; pero admitió su culpa en el mercadeo de unos libros que, aunque eran originales, también eran ilegales.

Celina recuerda que mientras estuvo en la celda de la Cárcel Modelo las librerías siguieron abiertas, y que a don Gilberto lo visitaban los proveedores para tomarle sus pedidos: a pesar de todo, no le retiraron su estima de hombre correcto. Fue incluso el propio gerente de la McGraw-Hill el que ayudó en la defensa.

En medio del escándalo de los piratas de Macondo, Margarita Vidal, en la revista Cromos, lo bautizó: “El Pablo Escobar de los libros”, un título nobiliario que él repetía con gracia, aunque solo después de que los abogados le arrancaran hasta un último peso, y que la Fiscal 266 dijera que no había encontrado méritos para mantenerlo en prisión.

Volvió a respirar el aire de sus bodegas, aunque “arrinconado por esa mala fama”, según Gustavo Zuluaga, que se precia de ser el único amigo de sus últimos tiempos. “No podía ver una foto de García Márquez porque le daba maluquera”, dice Celina. Se acordaba de esos días sin sosiego, entre celdas y juzgados, o de las bandas que lo extorsionaban porque todavía lo veían como un magnate.

De las ventas al por mayor pasó al comercio de libros y discos viejos. Ahora tenía tratos con recicladores y carretilleros. Ante la fiebre por los discos de vinilo, se dio a la tarea de llenar cuartos enteros con música. Los coleccionistas lo buscaban en el local de Palacé o en el de La Playa con Girardot. Siempre había un melómano dispuesto a perder horas, desafiando la rinitis para encontrar alguna joya envuelta en el celofán original. En cuanto a las vejeces de papel, hay quien recuerda haber comprado una primera edición por una bicoca, y otros que vieron una edición común de Don Quijote por un precio delirante. El Mocho escribía sus precios a lápiz, con números burdos, arbitrarios y enfáticos. Todos sabían que no habría rebaja.

Entre las amantes, las bandas y los abogados, su fortuna se volvió hilachas. Pablo Quintero recuerda haber visto en un local, al lado suyo, a una mujer díscola y furiosa: ¿Es tu novia? Le preguntó, con discreción, a don Gilberto: “¡Qué novia va a ser Margarita! ¡Esa es una loca de la que no me he podido zafar!, pero como ella es tan brava, la mando a torear a los clientes malapagas”. De pronto, entre polas, los amigos del Mocho, que lo querían más que él a ellos, hacen un inventario de sus amores fugitivos.

Cuando vino la Señora Muerte, como ropavejera, a buscarlo en su bodega, don Gilberto no opuso ninguna resistencia. Le dijo a Celina que se quería quedar allí. Como reencarnacionista, siempre creyó en otras ediciones póstumas. Después agregó un comentario de su prosa comercial: “Al final me voy quebrado, pero no le debo un peso a nadie”.UC

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