Negocio de caballeros
Por aquel entonces Jairo Vélez era un joven con hambre de mundo y aventuras que no conocía más allá de la pobreza sin futuro de su comuna. Contemplaba con admiración y envidia el poder y el éxito de los valientes que habían dado el paso al único negocio lucrativo en el que la gente de su barrio tenía un puesto posible. Quería ser como los narcos, vivir como ellos, y estaba dispuesto a todo para conseguirlo.
Vélez siempre fue un chico fiel y avispado, sin miedo a la muerte y ágil con la moto y el gatillo. Gracias a estas dotes rápidamente fue ascendiendo en la escala criminal hasta convertirse en ayudante de uno de los grandes jefes paramilitares colombianos, quien controlaba el negocio del narcotráfico en la ciudad de Medellín.
Una mañana recibió una llamada del patrón:
—Andate para el aeropuerto a las diez en punto. Va a llegar una persona de mi confianza. Cuidalo como se merece, mostrale la ciudad, llevalo a comer a los mejores restaurantes, que esté servido del mejor perico y las mejores putas — le ordenó.
A rajatabla cumplió la orden del jefe, y todo el día anduvo con el invitado de aquí para allá por los diferentes barrios de Medellín. Bebieron, comieron y festejaron juntos. Le caía bien aquel tipo: alegre, formal, educado, agradecido:
—Cuando vengas a mi tierra espero poder devolverte tu increíble hospitalidad —le repetía constantemente el hombre con tono amigable y sincero.
Ya en la noche, cuando ambos estaban tomados, cantando y brindando por las bellezas paisas, recibió una segunda llamada del patrón:
—Jairo. Mátalo.
Jairo conoce bien los códigos. Sabe que las órdenes del patrón se cumplen sin preguntas o acaba uno mismo, y su familia, con tierra sobre el pecho.
Salieron a la calle casi abrazados, se dirigieron al carro y manejó despacio hasta lo alto de una loma, desde donde se divisaba una increíble vista nocturna de Medellín.
Era una noche hermosa. Las luces de los edificios y las casitas populares se entremezclaban en la neblina, formando una gigantesca colmena de infinitos fueguitos parpadeantes.
Ambos permanecieron unos minutos en silencio, mirando al horizonte, absortos por la belleza del paisaje.
—Esta ciudad es un gigantesco cementerio —pensó Jairo.
Después dio un paso para atrás.
Se santiguó.
Y cumplió la orden.