Número 93, diciembre 2017

Tarjetas de visita
Pablo García-Inés. Fotografías: Juan Fernando Ospina

El descanso de las bestias

Me sorprendieron en mi primera visita a la ciudad. Como si del último vestigio de otra época se tratase, los recicladores de Bogotá, pobres entre los pobres, recorrían las calles con su caballo y su carro, recolectando cuanta botella o lata encontraban por los grises suelos de la capital.

Cruel y real metáfora del progreso a dos velocidades: escuálidos Rocinantes y Quijotes sin utopía ni magia cabalgaban entre las torres bogotanas sobreviviendo las horas y los días.

La imagen fue común hasta hace pocos años, cuando, ante las protestas de los ciudadanos, el alcalde decidió que ya era demasiado el sufrimiento. Que se debía acabar con semejante injusticia.

Los legisladores se movieron rápido y redactaron un decreto que prohibió de forma estricta el uso de animales como medio de tracción, promoviendo la sustitución por vehículos motorizados.

Pero la realidad se impuso una vez más, cruda como ella es, y hoy los carretilleros recorren las mismas calles con los mismos carros, supliendo con sus espaldas al caballo prohibido, con los hombros embutidos en los arreos, tirando de los pesados carruajes como buenamente pueden.

La ley, que salvó a las bestias de la explotación forzada, condenó a los hombres a ocupar sus puestos.

Y fueron pocos, muy pocos, los que entonces protestaron.

Fotografías: Juan Fernando Ospina

El descanso de la tierra

Pajarito me lo contó sonriendo, y entre sus ojos curtidos por el sol y la guerra se descubría, aunque disimulada, una explosión de felicidad.

Hacía ya más de veinte años que se había instalado en esta paradisíaca playa del Tayrona, en el Caribe colombiano. Los combates entre la guerrilla y los paras le habían expulsado de sus queridas montañas de la Sierra Nevada, y huyendo y huyendo, bajando y bajando, había llegado hasta el mar.

Y como ya no pudo correr más, en esa playa se plantó. Tratando de recuperar en la rutina de las olas la paz alejada de los hombres con fusiles.

Desde entonces sirve cócteles con frutas frescas para los turistas que llegan a la playa solo accesible por el mar. Trabaja sin descanso por muy poco dinero, pero la vida nunca ha sido fácil, dice, ni nunca lo será.

Habita el lugar junto a otras cuarenta personas que viven de los pequeños restaurantes ubicados al pie de la playa.

—Antes trabajábamos los 365 días del año, pero ahora el Gobierno ha prohibido las visitas los miércoles, para que descanse la playa y tengamos un tiempo para la limpieza y la regeneración ambiental. Desde entonces los miércoles son el día de la comunidad —afirma orgulloso—. Recogemos la basura, jugamos fútbol sobre la arena, las mujeres cocinan sancocho y hasta nos bañamos en el mar.

Pajarito es feliz al contarlo, al hablar de su pueblo, de sus vecinos, de su día común.

Y así, en el día diseñado en los despachos para el descanso de la tierra, descansaron sus gentes.

 
 

Juegos de niños

Los combates con armas de paintball se han convertido en los últimos años en el negocio de moda en los alrededores de Medellín. La publicidad garantiza una tarde perfecta con familia y amigos, al aire libre y con asado incluido. En campos de batalla prefabricados los participantes liberan sus instintos guerreros más primitivos, enfrentándose a bolazos de pintura para conquistar la bandera ajena.

Cuentan los vecinos que muchas tardes, entre semana, llegan al lugar camionetas cargadas con jóvenes de los barrios populares. Que una vez allí, hombres mayores les entrenan en la disciplina militar y en el arte de la guerra de ficticia. Que lo hacen tan bien que parece real.

Demasiado real.

¿Será que los juegos de estos niños no son juegos? ¿Será que la guerra siempre supo de disfraces? ¿Será que aprendió el lobo a vestirse de cordero, como aprendió el expolio a vestirse de progreso, la injusticia de voluntad divina, o el narco de gobernante?.

 

Volver a nacer

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Es todo un ritual. En esta aislada y selvática región del sur del Chocó colombiano casi todas las orejas se pegan al transistor a la misma hora, ansiosas por escuchar las novedades que ocurren en las orillas de sus inmensos ríos.

Un grupo de locales, afros e indígenas en su totalidad, forman un círculo alrededor de la única radio del caserío. El locutor del programa informativo matinal se muestra más alterado que de costumbre, y comenta la novedad:
—¡Muy buenos días a todos los chocoanos! ¡Información de última hora! Nos llega la noticia. Un buzo minero, paisano de Condoto, ha quedado atrapado en el fondo del río mientras trabajaba buscando oro, aunque parece ser que ha logrado sobrevivir, estamos a la espera de la confirmación de la noticia —cuenta eufórico el presentador.

Los oyentes comentan y especulan sobre la identidad del accidentado, pegando aún más sus orejas a la radio, escuchando impacientes por conocer el desenlace del suceso.

A los pocos minutos el locutor consigue contactar en directo y por teléfono al minero. Ante público y locutor impacientes por los detalles, cuenta que él es un buzo minero con mucha experiencia, un buen conocedor de la profesión a la que ha dedicado la gran mayoría de sus 69 años cumplidos. Cuenta que ayer, como cada día, se sumergió desde la draga para trabajar en el fondo del río, con una manguera en la boca y un motorcillo en la superficie mediante el cual los compañeros le envían el aire necesario para respirar bajo el agua y el lodo. Narra emocionado cómo pasó más de seis horas atrapado a tres metros de profundidad, cuando un corrimiento de tierras le atrapó las piernas entre piedras y troncos. Cuenta que ya casi se había resignado a morir, cuando sus compañeros lograron sacarle sano y salvo.

—Don Ubaldino, permítame una última cuestión— interrumpe el locutor—. ¿Qué desayunó hoy? Imagino que se habrá pegado un buen festín para celebrar.
—La verdad es que ni pensé en comer. Mi casa se llenó de familiares y amigos que vinieron a visitarme. Ni hambre tenía —respondió.

Don Ubaldino había vuelto a la vida de milagro. Y supongo que uno cuando vuelve a nacer lo único que tiene es hambre de abrazos.

 

 
 

Negocio de caballeros

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Por aquel entonces Jairo Vélez era un joven con hambre de mundo y aventuras que no conocía más allá de la pobreza sin futuro de su comuna. Contemplaba con admiración y envidia el poder y el éxito de los valientes que habían dado el paso al único negocio lucrativo en el que la gente de su barrio tenía un puesto posible. Quería ser como los narcos, vivir como ellos, y estaba dispuesto a todo para conseguirlo.

Vélez siempre fue un chico fiel y avispado, sin miedo a la muerte y ágil con la moto y el gatillo. Gracias a estas dotes rápidamente fue ascendiendo en la escala criminal hasta convertirse en ayudante de uno de los grandes jefes paramilitares colombianos, quien controlaba el negocio del narcotráfico en la ciudad de Medellín.

Una mañana recibió una llamada del patrón:
—Andate para el aeropuerto a las diez en punto. Va a llegar una persona de mi confianza. Cuidalo como se merece, mostrale la ciudad, llevalo a comer a los mejores restaurantes, que esté servido del mejor perico y las mejores putas — le ordenó.

A rajatabla cumplió la orden del jefe, y todo el día anduvo con el invitado de aquí para allá por los diferentes barrios de Medellín. Bebieron, comieron y festejaron juntos. Le caía bien aquel tipo: alegre, formal, educado, agradecido:
—Cuando vengas a mi tierra espero poder devolverte tu increíble hospitalidad —le repetía constantemente el hombre con tono amigable y sincero.

Ya en la noche, cuando ambos estaban tomados, cantando y brindando por las bellezas paisas, recibió una segunda llamada del patrón:
—Jairo. Mátalo.

Jairo conoce bien los códigos. Sabe que las órdenes del patrón se cumplen sin preguntas o acaba uno mismo, y su familia, con tierra sobre el pecho.
Salieron a la calle casi abrazados, se dirigieron al carro y manejó despacio hasta lo alto de una loma, desde donde se divisaba una increíble vista nocturna de Medellín.
Era una noche hermosa. Las luces de los edificios y las casitas populares se entremezclaban en la neblina, formando una gigantesca colmena de infinitos fueguitos parpadeantes.
Ambos permanecieron unos minutos en silencio, mirando al horizonte, absortos por la belleza del paisaje.

—Esta ciudad es un gigantesco cementerio —pensó Jairo.
Después dio un paso para atrás.
Se santiguó.
Y cumplió la orden. UC

 
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