1. El lenguaje de la piscina
El 8 de febrero de 2013, en el auditorio principal del Edificio de Extensión de la Universidad de Antioquia, usted dictó una conferencia titulada “Las verdades de la ciudad y las mentiras del cine”. Al final de la misma, U de A Noticias le hizo una entrevista muy corta en la que usted le pidió un deseo a la posteridad: “Yo quisiera que me recordaran por mi ópera prima cinematográfica”. Yo fui testigo de esas palabras porque estaba esperándolo detrás de cámaras para que me firmara el afiche de dicha conferencia. Cuando por fin me dio su autógrafo, usted seguía bajo el influjo nostálgico de esa sentida frase. No por nada, al lado de su firma escribió lo siguiente: “El lenguaje de la piscina”. ¿Qué significa eso? Como si el crescendo de su firma, con el nombre en minúsculas y el apellido en mayúsculas sostenidas, diera cuenta de su hiperactividad e itinerancia, usted se fue antes de que pudiera preguntárselo. Entonces busqué en Google y nada, busqué en toda su obra audiovisual y nada, busqué en sus poemas y nada, hasta que, el 19 de agosto, tras 192 días de búsqueda estéril, desemboqué en su primer libro de crónicas, sí, aquel que tituló con un verso de Pessoa, el verso posterior a “Me senté otra vez a la puerta de mi casa”. Allí, la crónica número diecisiete se titula, precisamente, “El lenguaje de la piscina”. Publicada en 1982 por Hombre Nuevo Editores, su inicio es una predicción: “Dentro de algunos años, quizás no muchos para verlo, mejor, para oírlo, iremos a ver un cine hecho por jóvenes, poetas desde la punta de los pies a la cabeza, y escucharemos, allí en la pantalla, todo lo que ahora oímos sin prestarle atención: ruidos de patio, declaraciones de los novios en los barrios, pronunciaciones cargadas de tics, las calles empinadas de los suburbios recorridas a las seis de la tarde por un murmullo alegre que va azulándose…”. Inicio que predijo un par de hitos y en estricto orden cronológico, porque el primero fue condición sine qua non para la realización del segundo: 1) Un artículo de Luis Alberto Álvarez que publicaría El Colombiano el 28 de abril de 1985, titulado “Un autor”, en el que, luego de ver con dos días de diferencia sus primeros dos mediometrajes filmados en 16 milímetros, lanza la siguiente afirmación que aún hoy es cierta: que usted “es el realizador más importante del cine colombiano y el único verdadero autor que ha surgido entre nosotros”. 2) Cumplido el primer augurio, elevado a la categoría de autor por el crítico cinematográfico más importante del país, lo segundo que predijo “El lenguaje de la piscina” fue, por supuesto, su ópera prima cinematográfica. A la que usted definió en la referida entrevista con U de A Noticias como “un diálogo total con la ciudad”, o sea a través del motivo por el que desea ser recordado con esa película. Diálogo total que constató el mismo Luis Alberto Álvarez después de ser estrenada en la cuadragésima tercera edición del Festival de Cine de Cannes, el 12 de mayo de 1990: “La manera como quedan plasmadas en imágenes las calles, las casas, las personas, es el primer testimonio fílmico importante de nuestra realidad urbana… Ahora podemos decir que ha surgido una imagen cinematográfica nuestra con dimensión artística y con toda la presencia realista y de verosimilitud que el cine confiere”. Unas imágenes cinematográficas tan nuestras que, un día después, el 13 de mayo de 1990, en el periódico La Marseillaise, en un artículo titulado “Las motos de Medellín”, los franceses leyeron: “Esta película no es de nosotros. No es nuestro universo. No es nuestra cultura. Esta película no cuenta nada. Es un signo de interrogación en el curso del festival”. Signo de interrogación que siempre me ha remitido a otro para el que ni siquiera usted tiene una respuesta precisa: ¿Cuándo escribió “El lenguaje de la piscina”, en qué fecha? Como es una crónica basada en su primer cortometraje, un poema visual sobre niños invidentes filmado en 1979, solo se puede asegurar que no es anterior a ese año. Poema visual con el que ganó el primer concurso de super-8 de la desaparecida cinemateca El Subterráneo, cuyo jurado estuvo integrado por Orlando Mora e Isadora de Norden, y presidido por Luis Alberto Álvarez. El fallo fue emitido el 5 de agosto de 1979. “Para mí, para mis amigos y para Medellín, esa fue la fecha en la que se pasó de la cinefilia a la realización cinematográfica”. Así lo dijo usted en el documental in memoriam a Francisco Espinal (1945-2007), cofundador de la cinemateca El Subterráneo, quien, curiosamente, murió tras doce años de ceguera. Al día siguiente, o sea el lunes 6 de agosto de 1979, usted decidió abandonar sus estudios profesionales, desertar de psicología en la Universidad de Antioquia1. “Estudié psicología porque quería palpar el alma de las palabras, estudiaba psicología, pero me despertaba como poeta”. Luego, a lo mejor ese lunes de ese mes ventoso, el día que se lanzó a la piscina de la realización cinematográfica, seis años antes del artículo de Luis Alberto Álvarez, siete antes de filmar su ópera prima cinematográfica, once antes de estrenarla en Cannes, y 34 antes de firmarme el afiche de aquella conferencia, se empezó a gestar “El lenguaje de la piscina”.
Posdata: Dos meses después un grupo de encapuchados del ELN se tomó el bloque administrativo de la Universidad de Antioquia. Por eso y porque nueve de ellos fueron identificados como estudiantes de esa institución, a quienes expulsaron, el Consejo Superior Universitario canceló el semestre y clausuró la Alma Máter siete meses, hasta mayo de 1980. Ya no había, por lo tanto, marcha atrás.
2. Johnny D. No futuro
“Así que esta es mi vida sin censura. Debería llevar el subtítulo: algunos lo han intentado. No conocemos el futuro, así que tirémonos a la piscina a ver qué pasa”. ¿No le parece que, como si fuera una sinestesia del lenguaje de la piscina, de aquello que oímos sin prestarle atención, en ese par de líneas lo que más resalta son las dos palabras que componen la segunda parte del título de su ópera prima cinematográfica? Sí, segunda parte que surgió de uno de sus actores naturales, de Leonardo Fabio Sánchez, apodado el Burrito, por torpe y porque salivaba tanto que no podía vocalizar bien. “Algún día dije, ostentoso, desesperado: estoy dando treinta mil pesos a quien se le ocurra un título para la película”. Y el Burrito le propuso esa máxima del punk. Y no se equivocó, lo asesinaron ocho meses después de ganarse los treinta mil pesos, a los diecinueve años. Ese par de líneas pertenecen al inicio de La ira es energía, la autobiografía de John Lydon, mejor conocido como Johnny Rotten, el vocalista de los Sex Pistols. Para Johnny, que nació un año después que usted, bajo el signo zodiacal inmediatamente posterior al suyo, “en la vida todo está interconectado”. De ahí que el lenguaje de la piscina también sea para él un proceso de filtrado bastante personal: sumergirse en una piscina con mucho cloro o aspirar solución salina o lejía es lo único que alivia su sinusitis crónica. Apeló a esos remedios caseros porque los síntomas de sus constantes resfriados, gripas y alergias se volvieron inmunes a las anfetaminas, especialmente al speed. “El speed no me hace tener ganas de levantarme y ponerme a correr sin parar sino de sentarme, pensar y disfrutar de lo que estoy haciendo… evita que me sienta todo el rato cansado, otra de las secuelas de la meningitis”. Sí, Johnny, al igual que ocurrió con su hermano mayor, también padeció la meningitis. Esa desgracia familiar usted la cuenta en la crónica número dieciséis de su primer libro de crónicas, o sea en la inmediatamente anterior a “El lenguaje de la piscina”, titulada “La inteligencia del corazón”. Su hermano mayor, que había desplazado a su padre como modelo a seguir, principalmente por su inteligencia, “la inteligencia era el padre, el verdadero padre de mi casa”, contrajo la meningitis a los diecisiete años, se desconoce cómo. Johnny, por su parte, a los siete, a través de las ratas que se multiplicaban en el sótano de su hogar. Los primeros síntomas de ambos fueron los mismos: migrañas, vértigo, desmayos, insomnio, alucinaciones y ataques de pánico. Su hermano, sin embargo, se recuperó para terminar la secundaria, estudiar inglés en la Universidad de Ohio y ganarse una beca en Harvard. Beca que, lamentablemente, no truncó la reaparición de dicha enfermedad. La meningitis retornó para posesionarse de su hermano y guiarlo al aislamiento absoluto, a vivir sus últimos años en el vacío existencial de la nada: “Mi hermano volvió a casa para pasar diez años sin amigos, en una casi noche de ánimo indiferente hacia los demás, y de estrictas cuentas para con él mismo”. A Johnny, por su parte, la meningitis lo sumió en estado de coma profundo durante más de siete meses, tras los cuales perdió la memoria, al punto de no recordar ni siquiera a sus padres: “Es extraño lo que se borra y lo que no. No me había olvidado de leer, pero no podía hablar, el lenguaje hablado había desaparecido. Yo pensaba que articulaba palabras, pero luego me dijeron que solo emitía ruidos”. Su hermano solo rompía su mutismo de niño lobuno, aquel condicionado por el absurdo lógico, por el lema sin lenguaje no hay recuerdos, para aullar de dolor, para emitir el denominado grito meníngeo: “Mis parientes disfrutaban los ásperos gruñidos que se oían desde el jardín”. A Johnny le silenciaban ese aullido, causado por la cefalea, drenándole la espina dorsal tres veces al día, en busca de líquido cefalorraquídeo: “Aquello, sin duda, afectó mi postura corporal de por vida. Aquella práctica curvó mi espalda, algo que puede suceder si se drena demasiado líquido… También me afectó la vista. Tuve que llevar gafas durante mucho tiempo, pero al final no las aguanté. Veo bien de lejos, con bastante claridad, pero de cerca hasta cortarme las uñas es una tortura”. En un poema titulado “Los círculos de mi hermano mayor”, publicado el mismo año en que filmó su ópera prima cinematográfica, 1986, usted escribe: “En la reunión familiar del cumpleaños de mi padre / mi hermano mayor permanece sentado / con los ojos disminuidos por los lentes / como si tuviese otra cara más pequeña detrás de la suya”. Con la mente en blanco, jorobado, John Lydon empieza a refundarse, a dibujar una cara más pequeña delante de la suya, la de Johnny Rotten, que sería una simbiosis entre Ricardo III y Quasimodo: “Personajes que, a pesar de sus deformidades, lograron algo. Ambos me ayudaron cuando me uní a los Sex Pistols”. Sí, lo apodaron Johnny Rotten porque tenía los dientes podridos: “El concepto del cepillado no iba conmigo. Tuve muchísimos problemas de salud debido a esta falta de higiene, yo era tan ingenuo que no me daba cuenta de que ese era el motivo de todos mis males. Tardé siglos en descubrir que los dientes eran una de las causas de mis enfermedades crónicas”. Más adelante en ese mismo poema, “Los círculos de mi hermano mayor”, usted describe la sonrisa permanente de su hermano: “Ha encontrado no sabemos dónde / una dulce amabilidad que nunca baja la guardia / del que viaja en el tren entre naturales de la región / y sonríe hacia el círculo de las miradas”. Esa contractura de los músculos de la cara es uno de los últimos síntomas de la meningitis, conocido como risa sardónica, muy cercano al rictus de la muerte: “Él está a punto de marcharse con su ramillete / de venas azules / hacia otros padres y otras voces sin culpa / hacia su reino de dichosos niños con gafas”. Así termina ese poema. “La inteligencia del corazón”, por su parte, finaliza con usted ocupando el puesto de su modelo a seguir, su hermano mayor, con usted explicándole en vano a su hermano menor que existe otra inteligencia, la del “corazón que se ensancha y se enamora del vacío”, la poesía. Antes de descubrir la poesía, de convertirse en poeta o amante del vacío, su primer intento perdido por recuperar a su hermano mayor fue estudiar matemáticas, intento desesperado que devino en su primera deserción universitaria. Después de la meningitis Johnny encuentra muy confusa la concepción matemática del mundo: “Al parecer las matemáticas se me daban bastante bien antes de la meningitis, pero después fue como si esa capacidad hubiera desaparecido de mi cerebro”. Por esa capacidad perdida, por esa pérdida irrecuperable, en el colegio trataban a Johnny como “el tonto del bote”: “Desde el primer día me pusieron con los peores, los de la «D». De de deficientes, claro. Simplemente supusieron que tenía problemas cerebrales y punto”.
Posdata: ¿Sabe cómo recuperó Johnny la memoria? De su método se derivó el título de su autobiografía, La ira es energía, de ese mamotreto de más de quinientas páginas publicado en 2014: “Conseguí recuperar la memoria gracias a la ira. A la ira que volqué contra los médicos y las enfermeras que me habían hablado con tanta dureza en el hospital, también contra las personas de mi entorno que, siguiendo los consejos de los médicos, me hablaban con la misma dureza para que reaccionara, me rebelara y mi cerebro se reactivara, en lugar de acomodarme para el resto de mi vida en una plácida inexistencia. Así que la ira se convirtió en una importante fuente de energía para mí”.
3. So it goes
“Deja salir tu ira”. Esas fueron las primeras palabras que exclamó Johnny Rotten a un público masivo, el 28 de agosto de 1976, justo antes de cantar Anarchy in the UK. Era el debut televisivo de los Sex Pistols, en el último capítulo, el noveno, de la primera temporada de So it goes, musical emitido por Granada, un canal del noroeste de Inglaterra, con sede en Manchester, sin señal en Londres. El presentador del programa era Tony Wilson, un factótum del rock independiente que escribía los contratos con su propia sangre y que solo cometió un error en la vida, no firmar a The Smiths para su sello Factory Records, casa de Joy Division, Happy Mondays y New Order, entre otros. Ahí estaba Tony Wilson, introduciendo a “los primeros heraldos de la fatalidad”2, sentado delante de una matriz 3x4 de televisores de catorce pulgadas, doce pantallas que, simultáneamente, reproducían la advertencia más larga de la historia del rock: “Warning! This record contains language of an explicit nature that may be offensive & should not be played in the presence of minors”, veintitrés palabras rojas que estarían pegadas en la carátula del Never mind the bollocks, ópera prima de los Sex Pistols, a grabarse el 10 de octubre de ese mismo año, 1976. Sí, veintitrés, el número maldito de los grandes anarquistas. Ocho años después, en octubre del distópico 1984, Luis Fernando Calderón le llevó un recorte del periódico El Mundo que sería el germen de su ópera prima cinematográfica, una crónica escrita por Ángela María Pérez acerca de un muchacho llamado Rodrigo Alonso Arango Restrepo, quien estuvo a punto de lanzarse al vacío desde el piso veinte del Banco de Londres, también conocido como edificio Anglo Colombiano, sito en pleno Parque Berrío, corazón de Medellín. Tras una larga conversación una secretaria de la Seccional de Salud de Antioquia, llamada Constanza, logró convencer a Rodrigo Alonso de que ese no era su día D3: “Con él tuvimos la oportunidad de hablar en varias ocasiones y descubrimos su obsesión por el suicidio y los otros intentos fallidos que había tenido”. Obsesión e intentos fallidos que encajaban muy bien con el título de la crónica: “La muerte me tiene miedo”. Crónica que iba acompañada por una foto cenital con un pie de foto bastante redundante: “Este es el vacío que vio Rodrigo Alonso”. Naturalmente, usted, como amante del vacío, se enamoró a primera vista de esa foto, tanto, que inspiraría la parte diurna del final ambivalente, dialéctico, de su ópera prima cinematográfica. Tanto, que ninguno de los cuatro guiones que escribió a partir de “La muerte me tiene miedo” tenía diálogos4. Los diálogos llegaron con los actores naturales, y con uno, particularmente, un nuevo hilo narrativo, el de los pistolocos. Se llamaba John Galvis, le decían Johncito, sí, otro Johnny no futuro, otro que, como el Burrito, murió a los diecinueve años5. En uno de los dos detrás de cámaras de su ópera prima cinematográfica, titulado Cuando llega la muerte, lo recuerdan así, telegráficamente: “Asesinado días antes del rodaje. Actor intangible de la película. Muchos de sus pensamientos y expresiones están en ella”. Allí, sin embargo, erraron el año de nacimiento, en lugar de 1967, pusieron 1969. En el otro, titulado Mirar al muerto, por favor, se lee: “John Galvis permitió, a través de su confianza, que sus amigos trabajaran con nosotros en la película”. Sus amigos eran pistolocos, de los cuales cinco fueron asesinados en menos de cuatro años, en el lapso que separó el rodaje de su ópera prima cinematográfica y su estreno en Cannes, esto es, entre octubre de 1986 y mayo de 1990. Pero solo tres de ellos, además de Johncito, fueron mencionados en la dedicatoria que cierra su primera película: “…Para que sus imágenes vivan por lo menos el término normal de una persona”. Pistoloco: “Aquel que busca desesperadamente purificarse a través de la moda y la ropa. La apariencia es su casa”. De ahí que usted, amante del vacío, se enamorara a primera vista de las existencias de Johncito y sus amigos: “Yo quedé muy enamorado de las vidas de estos muchachos, y empezamos un diálogo que en realidad lo era entre las dos ciudades que coexisten en Medellín”. Un diálogo tan abierto que, argumentando que los jóvenes del Medellín de arriba no le temen a la muerte, Johncito lo convenció a usted de que, a diferencia del Rodrigo Alonso de la vida real, el de la película debía suicidarse al final de la misma, debía lanzarse al vacío desde el piso veinte del Banco de Londres, o edificio Anglo Colombiano. Así es la vida, pudo haber exclamado Johncito tras esa argumentación, So it goes, habría traducido Johnny Rotten al otro lado del Atlántico, en su Londres natal. So it goes: expresión presente 99 veces en Matadero cinco, la obra maestra de Kurt Vonnegut, usada irónicamente por su álter ego cada vez que recordaba un hecho fatal, para indicar que la muerte no significa nada. Una fotografía de la que dan cuenta los dos detrás de cámaras de su ópera prima cinematográfica, tomada en un break del rodaje de la secuencia de “El temprano”, sí, la de la piscina, la de la finca abandonada, corrobora la ironía de esa expresión. Es una instantánea en la que aparecen tres de los protagonistas de la película, y justo en el orden en el que serían asesinados a muy corto plazo en la vida real. Se trataba de Jackson Idrian Gallego6, Carlos Mario Restrepo y Wilson Blandón, alias el Alacrán. Curiosamente, en esa secuencia de “El temprano” el segundo y el tercero sostienen una conversación acerca de las fotografías, marcada por la deformación de una locución adverbial de lugar:
Carlos Mario: Sí, loco, las fotos son qué bandera.
El Alacrán: Sí, es que a la final una foto lo banderea a uno, loco. A la final una foto para qué, recuerdos, para qué los recuerdos a la final.
Carlos Mario: A la final yo a todas las que tengo les he mochado la cabeza, las he borrado del mapa. Eso es qué azaris. A la final lo boletean a uno.
El Alacrán: Sí, es que las fotos a la final qué va, loco, lo pueden sapear a uno en cualquier momento, le dan a uno dedo. No pagan, es mejor la bareta.
Carlos Mario: Seguro. Y más que todo en este tiempo que uno está tan sicosiado. Que empieza a llegar el diciembre, loco, el diciembre que le matan a uno tantas amistades.
El Alacrán: Yo por eso en estos días, pensando, a la final me voy a punkerizar del todo, y calmado a la final con esos robos…