Habitante de carro
Pascual Gaviria. Fotografías: Juan Fernando Ospina
Un hombre de 60 años empuja con todas sus fuerzas un Mazda 626 LX modelo 1994. La escena resulta extraña incluso para un barrio de talleres donde no todos los carros pueden moverse por sus propios medios. El hombre logra correr el carro unos veinte metros hacia adelante. Solo busca darles espacio a los trabajadores que pavimentan la calle en la que el carro está varado hace cerca de cuatro años. Más tarde deberá devolverlo a su puesto original, justo bajo de la hilera de árboles de mango que dan sombra al andén. Un hombre mueve su casa hacia adelante y hacia atrás varias veces en el curso del día. Su casa no tiene motor, es solo un trasto, una chatarra que rueda cuando un hombre la empuja. Se ve distinto un carro abandonado cuando es el camarote de un hombre que busca refugio.
Al menos tres años ha vivido Papeto de ventanillas para a dentro. Primero en el Mazda KNV 000, luego en una camioneta vieja a donde el dueño de su tiesto lo mandó a vivir para que tuviera pieza y garita, y celara la cuadra. Pero la camioneta se salvó del horno, pasó la revisión técnico-mecánica y Papeto volvió a su refugio original. Le quitó las sillas delanteras y comenzó a guardar los despojos que dejan los días en la calle. “Al principio tenía hasta televisión. La ponía en un armario que tenía en la acera y la pegaba de contrabando a la luz. Por aquí dicen que yo vivo muy bueno, que no pago arriendo, no le corro a nadie y duermo hasta las nueve como los oligarcas”.
El hombre no es en realidad un oligarca pero sí uno de esos ermitaños que desprecian el mundo y se concentran en sus dolores. Darle tres caladas a la pipa de bazuco, dedicarle dos días al altar que construye en una caja de galletas y tirar la puerta con seguro para no atender ni temer a nadie. El carro es una fortaleza para ejercer su desdén de solitario cascarrabias, para cuidarse de la lluvia, de los ladrones, de la envidia, de los ataques a mansalva que incuba la vida callejera. Pero todavía quedan los ratones: “Se meten por los huecos que hay por debajo de carrocería, tengo que taponarlos. Por la noche los oigo ruñendo… Y vaya encuéntrelos pues, me toca desocupar el carro completo”.
Barrio Colombia es su pueblito. Se bandea lavando carros y haciendo mandados. Al lado del Mazda está su bodega alterna. Un ordenado arrume de puertas viejas, marcos rotos, varillas varias, lonas, tapetes de carro, baldes y demás basura apreciable. La bicicleta está recostada al carro y luce un pequeño cencerro pegado del manubrio: “Esa es la alarma, la cadena no es suficiente. Ya me han goleado varias. Esta la conseguí por quince mil pesos en la Minorista. La bicicleta son mis pies”.
Los pies le recuerdan sus años y sus debilidades. No se mueve mucho más allá de cuatro o cinco manzanas a la redonda. Sus grandes desplazamientos son a la carrera 30 con la 65 a almorzar por cuatro mil en el restaurante Pan y Agua, y al Barrio Antioquia a comprar su postre de humo. Papeto carga todavía dos plomos de los siete que recibió en dos episodios hace casi veinte años. Un atraco en el que le robaron una moto y una gresca que terminó en balacera. Él mismo se sacó cuatro de los plomos esculcándose la piel bajo el ombligo. “Me cautericé con tíner”. No se puede decir que no tiene carrocería y kilometraje. Los médicos le han dicho que lo operan para sacarle ese par de balas pero le aseguran que necesitará usar una sonda luego de ese ajuste de cuentas. Prefiere seguir intentándolo en su taller particular, con sus manos de mecánico sin herramientas. El Tramadol le ayuda a llevar el dolor crónico que dejaron los balazos. Por ese sueño profundo que le dejan las cincuenta gotas diarias el cencerro tampoco es garantía contra los gatos y las bicicletas van y vienen.
Cuando le tiemblan las piernas y se le va el mundo por hambre o por dolores, Papeto repite su oración: “Diosito acordate de mí, llevame, yo ya estoy listo. Pero yo no soy bueno ni para morirme”. Esa oración no lo convierte en un hombre triste, tan solo revela la fatiga de quien acumuló encierros en cuatro cárceles y escarmientos que llevan a la resignación. La terquedad del cuerpo y algo de soberbia le dicen que tiene que seguir vivo. Supo de fierros y de embarques, de alardes de duros y de plata que se esfuma, y guarda un orgullo que no han logrado pulir las miserias ni los achaques: “A mí que me maten pero peleando, que me la quite Dios”. Peleando salió del Centro hace más de cinco años. “Pagaba cinco mil pesos por mi pieza en Niquitao hasta que apareció un hijueputa dizque a cobrarme dos mil más por dejarme entrar, oiga a este…”. El tropel terminó con el improvisado portero en policlínica, “me tiró el viajao y se chuzó solo”, y con Papeto buscando techo en el Barrio Colombia, “desde eso no paso de San Diego”.
El mismo hombre que dice que se voló de su casa a los ocho años por miedo de una pela, que cocinó coca en el Amazonas cuando no había cumplido trece y que estuvo en Tranquilandia con la contraseña de la cédula ahora vive confinado en cuatro manzanas. “Mi ruina fue un embarque en el fuselaje de un avión. Eran quinientos kilos y mi socio me sapió. Un pelao, no cantó La Marsellesa porque no se la sabía el hijueputa. Quedé en la cana y quebrao”. El hombre de gatillo ahora construye barquitos de madera, pela cables de cobre y engalana las estampas religiosas que se encuentra en las basuras devotas. Las manos pueden ser la salvación de la cabeza. Gastar el tiempo es más difícil que gastar la plata. “Yo soy todero, de todo menos marica, sapo y faltón. Algo hay que hacer cuando no hay trabajo”.
Las desgracias cotidianas de Papeto demuestran que la pobreza solo puede sobrellevarse con algo de servilismo. Un pobre que hace silencio e intenta resolverlo todo con sus habilidades, que tiene mejores palabras que quienes buscan mandarlo, que no estira la mano ni agacha la cabeza siempre será un estorbo. Para los que intentan imponer su ley con el simple pavoneo es un alzao. Para quienes trabajan celando con uniforme y corbata, un vago. Para los que reciclan, un picao. Unos pocos aprecian su trabajo silencioso y sus historias. Pero lo de verdad extraño es que una vida tan limitada, un hombre que ocupa tan poco espacio y hace tan poco ruido, alguien que solo tiene una linterna y un radio intermitentes para la noche, resulte siendo tan importante y gravoso para el Estado. Muchas veces un montacargas movió su carrocasa de la calle al separador y del separador a la calle para evitar los arrebatos de los funcionarios de Espacio Público. En un barrio donde sobran los retazos de carros y maquinaria, donde el tráfico fluye siempre, donde los oficinistas parquean donde se puede, un carro con la palabra Underground escrita en las dos puertas delanteras como una enseña, resultó ser un escollo insalvable.
A la ventanilla de la pequeña fortaleza asomaron los funcionarios llamados a proteger el espacio público un miércoles a la una de la mañana. Querían que saliera del carro, que moviera el trasto, que pagara los ocho millones seiscientos mil pesos que debía el Mazda en impuestos, que le diera lustre a la acera, que regara los árboles de mango, que cambiara los bombillos del alumbrado público… que la despegara. “Solo hacemos nuestro trabajo, esta semana van ocho llamadas pidiendo retirar el vehículo”. Cuando se iba armando el tropel llegaron los policías. “Cálmese viejo que usted es bien, si le pega a un man de esos nos toca llevárnoslo. Nada que hacer”, “Pero cómo así que se van a llevar el mío no más, ¿yo soy el único que estorbo o qué?”. Ese día levantaron diez carros y una casa. No logró sacar su “basurita”, lo montaron a la grúa y se llevaron su ropa, sus “artesanías”, una llave de tubo y algunas llaves corrientes, su colección de lapiceros, su arrume de pilas, sus crucigramas, su libreta de apuntes y su techo. No se sabe si los ratones alcanzaron a salir. Quedó el espacio del carro marcado en la calle, la seña de las cuatro llantas a medio inflar. Pérdida total. “Le tocó perder”, fue la sentencia de los policías. Y ni se arrime por los patios, sin pagar impuestos, multas y grúa no lo dejan entrar. El KNV 000 no se salvará del horno.
Papeto lleva tres meses sin carro. Perdió su cuarto útil, su taller de artesanía y lectura, su camilla de enfermo y el seguro de las cuatro puertas. “¿Que si lo extraño? Como un hijueputa. Pero bueno, el cambuche ya está bien templado, ya no le tiene miedo al viento que silba en esta calle”. Su bodega alterna se convirtió en su nuevo camarote. Un escritorio viejo es el soporte y unas cuantas tablas forman la estructura para sostener las lonas que sirven como paredes y techo. Un balde sirve como escalera para el ingreso y una puerta partida por la mitad le da seguridad en la entrada. Algo de la técnica de los barcos de juguete está aplicado a su cambuche. Unas cuerdas bajan de las “vigas” de madera a las patas del escritorio para dar firmeza, también ayudan a templar las lonas y a darle amarre a ese cubículo donde se empieza a acumular nueva “basurita”.
Otro Mazda 626 LX lo espera a la vuelta de la esquina. Es del mismo dueño que le abrió las puertas de su viejo rancho rodante. Podría empujarlo hasta su orilla y comenzar un nuevo kilometraje: “No, ahhh, yo ya me quedé aquí, no tengo la misma seguridad pero para qué pedir más favores. Para que anden diciéndole a todo el mundo que lo tienen a uno arrimado. Cuando usted menos piensa se lo cobran. En la calle hay que cuidarse de los amigos y de los enemigos”.
Pero el Estado es el enemigo más persistente, no descansa en la defensa de calles y aceras. Unos días después de que el carro fuera un recuerdo llegaron a tocar la media puerta del cambuche. Tampoco les gustaba ese arrume inútil en una acera olvidada. Hablaron de levantar el entable y Papeto sacó las fuerzas que le deja su inyección de Buscapina, Tiamina y Complejo B de cada quince días. Se puso pálido defendiendo su barca de lonas templadas: “Me tienen es que matar pa sacarme de acá ¿Pa dónde me van a mandar pues?”. Al final la directora del operativo prefirió saldar el asunto y seguir su recorrido: “Dejen el viejo ahí”. Y ahí sigue, muy cerca de los carros relucientes del Centro Automotriz, los carros que enseñan su precio en el parabrisas como una especie de promesa. Muy cerca del edificio de Bancolombia, el trasatlántico del que apenas le llega una pequeña marea de vigilancia y “basurita”.
Papeto recuerda a un célebre desarrapado de la literatura, el mendigo de la novela Hambre, publicada en 1890 por el noruego Knut Hamsun. Un hombre que habla solo, se pregunta y se responde, un hombre que no se acostumbra a sus apuros, que a pesar de todo todavía está dispuesto a los desafíos, un hombre que se grita a sí mismo: “¡Estúpido! Jamás aprenderás a ser hipócrita… ¿Tu conciencia, dices? Sandeces, eres demasiado pobre para preocuparte por tu conciencia. Tienes hambre, eso es, vienes por un asunto importante, el más importante… Por las noches luchas contra las fuerzas de la oscuridad y contra grandes y silenciosos monstruos, tienes hambre y sed de leche y vino, y no los consigues. Hasta aquí has llegado”.