Número 92, noviembre 2017

EDITORIAL
Seis Hoyos

Fotografía tomada de silaba.com.co

“El jurado reconoce con este premio al periodista y escritor antioqueño Juan José Hoyos Naranjo, quien ha dedicado más de cuarenta años de su vida al oficio periodístico y literario —que en su obra están indisolublemente unidos— y a la enseñanza del periodismo”. Mientras una voz de locutor leía el acta del jurado del premio de periodismo Simón Bolívar, a la vida y obra de un periodista, yo seguía con la mirada a Juan José. Él estaba sentado en la primera fila del teatro Julio Mario Santodomingo y yo en el segundo piso.

Juan se paró y empezó a caminar despacio. Yo no despegaba los ojos de su pelo blanco, que era lo único que me daba certeza de que se trataba de él, porque no había llevado mis gafas.

“A este maestro que dignifica el oficio, el jurado le rinde homenaje y confía en que a partir de ahora gane más lectores, sobre todo entre las nuevas generaciones, que tanto necesitan de ‘unos buenos zapatos y un cuaderno de notas’ para hacer un buen reportaje, como decía su admirado Antón Chéjov”. (Carolina Gutiérrez)

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Me adjudicaron un padre adoptivo cuando yo dejaba de ser adolescente, en un charla que Juan José Hoyos conducía con el también escritor Héctor Rojas Herazo, en un salón de la Facultad de Ingenierías de la Universidad de Antioquia.

Apenas empezaba a ilusionarme con el estudio del periodismo y en esa charla mi padre me dijo que Juan José era un camino seguro hacia buenas lecturas. Ellos se habían conocido en sus años universitarios y habían participado en la producción de un periódico de izquierda llamado 7.

Al final de la charla nos acercamos hasta donde estaba Juan José y para sorpresa del escritor, que hacía décadas no sabía de mi padre, me presentó y luego le dijo: “Lo dejo en tus manos”. Juan aceptó con decencia, como quien recibe una encomienda intempestiva de alguien remotamente cercano. Yo sentí vergüenza y algo de desconcierto: ¿Con qué derecho encarta uno a cualquier persona con la sugerencia de encargarse de sus hijos? (Alfonso Buitrago)

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Era mi primer curso con el hombre. Yo no había leído nada de su obra. Ni siquiera sus columnas semanales. Pero quienes habían pasado por sus clases hablaban de un maestro, de un gurú del periodismo narrativo, de un inspirador de cronistas. Y había que estar ahí. No había visto siquiera un foto suya. Y por eso lo imaginaba como un tipo extrovertido, canchero, incluso sobrador. Pero lo que al fin me encontré fue muy distinto. Un hombre sereno, de paso tranquilo, que hablaba en voz baja y paternal sobre la larga tradición de narradores/testigos de su tiempo que desde Heródoto y más atrás llegaba hasta nuestros días. Una tradición de la que él, un periodista lleno de historias y anécdotas que contaba sin afanes, evidentemente hacía parte, y en la que se empeñaba en matricularnos a nosotros.

Éramos, calculo, unos quince o veinte alumnos. Y para los que nos matriculamos por necesidad existencial fue como entrar en un bosque de regalos. Para los que traíamos preguntas, ahí estaban las respuestas. (Juan Miguel Villegas)

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Salvo las dos primeras semanas de un curso de Periodismo y Literatura en 2002, no tengo la imagen de Juan José Hoyos como profesor. No me gustaban sus clases. Durante casi dos horas, Juan José nos hablaba de la técnica de Faulkner y las crónicas de Luis Tejada con la emoción de un sacristán octogenario. Sus clases eran una invitación a la somnolencia.

Ese mismo año me enteré del recién creado Club de Lectura John Reed. Decidí ir, motivado exclusivamente porque al final, decían, tomaban cerveza.

Esas tardes cambiaron mi vida universitaria. Fue en el John Reed donde me convencí de mi vocación por las historias de los demás. Juan José lo presidía y, a diferencia de lo que yo había visto en su curso, en el Club hasta cambiaba su tono de voz. Nos leía textos propios y ajenos; echaba chistes y chismes; invitaba a amigos escritores, poetas y cineastas; escuchábamos tangos, salsa y boleros, bebíamos, conocíamos librerías. Caminábamos. Nos revelaba secretos.

Recuerdo la noche en la que vencí mi timidez a leer mis escritos. Estábamos reunidos en el antiguo estadero El Jordán, en Robledo. Éramos seis o siete ese viernes. No sé qué dije ni qué tan largo fue pero, al final, Juan José me besó la mano. Ese gesto —sorpresivo para mí en ese momento— se convirtió en el símbolo de nuestra relación. Juan José es mi papá, mi cómplice y mi amigo, y los muchachos del John Reed, mis hermanos. (Mauricio Builes)

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Debió ser en 2003 o 2004, no lo sé. Nunca he tenido buena memoria. Juan José pasaba por un periodo de insomnio particularmente duro. Uno de tantos. Desde afuera, el insomnio parece una enfermedad literaria: se puede leer en las noches, hacer rendir la vida el doble. Pero la verdad es que nunca se está del todo despierto ni del todo dormido.

Por esos días, luego de las sesiones del Club de Lectura, algunos —dos o tres— nos quedábamos acompañándolo. Luchábamos contra el sueño hasta que íbamos cayendo, por momentos, dormidos sobre las sillas, casi siempre en su casa. Entretanto, Juan José hablaba con ese ritmo pausado que siempre ha tenido para hablar. Borracho de no dormir, comenzaba a contar historias de José Manuel Arango o de Mejía Vallejo.

Historias sobre el oficio de escribir, sobre la vida en el campo. Distintas a las que había leído sobre ellos, anécdotas más íntimas. Solo que no las recuerdo. Mi recuerdo es que me decía: No puedes olvidar estas historias, no las puedes olvidar. Pero era casi la madrugada y el duermevela borraba al rato cualquier imagen. Salíamos de su casa con los primeros rayos del sol, mientras él se quedaba ahí, despierto-dormido, hablando con sus muertos. (Camilo Jaramillo)

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Él es el asombro mismo, es la palabra que no se separa de lo nombrado, la voz que narra sin moralismo. Es un par de orejas peludas como las de un viejo sabio lobo, abiertas a los sonidos que absorbe para crear una música serena e inagotable, traducida en voces por sus dedos blancos, suaves, redondos. Hombre silencioso y tímido, contrario a lo que algunos piensan solo porque él siempre responde saludos y sonrisas. Esos deben saber que Juan es la bondad encarnada, incluso cuando putea por las palabras usadas como minucias en mesa de noche. Un día dijo que se escribe como un buen chef cocina: apreciando cada ingrediente, usando lo necesario, disfrutando del proceso sin ocuparse demasiado por el final.

Él desarma con su presencia pacífica, enseña a andar sin hacer ruido, a no interrumpir, y a identificar el olor de la madera que añeja los buenos whiskys. No pertenece a ningún círculo, se mueve por ellos en espiral. Sus amigos son el tendero, el vendedor de periódicos del pueblo, las profesoras de las escuelas rurales, los campesinos, los mineros, los estudiantes, los camioneros, Johann Sebastian Bach y todos los perros del mundo. Juan, además de ser el cronista que conocemos, es el esposo de Martha, el papá de Sebastián y de Susana. Es el guardián de un bosque de árboles frutales que ha plantado al pie del cañón, en Cisneros, entre las altas montañas, ríos y cascadas que cada mañana, al despertarse, saluda. agradecido. (Anamaría Bedoya) UC

 
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