Número 91, octubre 2017

Un beso a Tyson
David E. Guzmán. Ilustraciones: Alejandra Congote

Ilustración: Alejandra CongoteHay deseos que se cumplen el día menos pensado, otros los podemos satisfacer a voluntad o tenemos la ilusión de cumplirlos en algún momento de la vida. Pero soñar con un hermano mayor que te aconseje, te enseñe y te cuide es tiempo perdido. El que dice añorar un hermano mayor ya no lo tiene ni lo va a tener. Es irracional, un deseo que nace muerto. A no ser que el destino te sorprenda como lo hizo conmigo cuando estaba próximo a cumplir catorce años.

Era una época difícil. No porque mi papá ya no viviera con nosotros ni porque yo estuviera pasando por una edad complicada, sino porque a mi mamá le tocaba rebuscársela para mantenernos a mi hermanita y a mí. El último negocio había sido Ufo, una empresa fugaz que montó con un novio electricista durante el auge de las antenas parabólicas. El servicio, ofrecido en unidades residenciales de muchos bloques como la nuestra, consistía en llevar la señal hasta las habitaciones. Los técnicos de la parabólica dejaban una conexión, casi siempre en la sala del apartamento, y no se les ocurría instalar señal en las alcobas. Ufo ofrecía el novedoso servicio a buen precio. Al principio hubo ganancias pero como la operación no requería mantenimiento ni se agotaba la demanda fue bajando.

La incertidumbre cada mes era latente pero nunca nos faltó nada; si la cosa se estaba poniendo maluca, Nico le prestaba a mi mamá, o de pronto ella, con el instinto de una leona que caza una cebra para sus cachorros, hacía una gran venta y ganaba lo suficiente para vivir varios meses. Nico había nacido dos años después de ella, en la misma casa de Aranjuez. Mi mamá era la rezagada de ocho hijos y se suponía que era el último bebé de la casa, pero nadie contaba con que Argelia, la empleada de toda la vida de mi abuela, traería su vástago al mundo casi a los cuarenta. Así que entre las dos levantaron a nueve muchachitos, ocho hermanos y Nicolás. Al criarse juntos, mi mamá y Nico crearon lazos mucho más fuertes y fraternos que los de ella con sus hermanos de sangre.

Por eso cuando mi mamá me preguntó qué opinaba de recibir a Nico unos meses en la casa, no dudé en decirle que claro, que viviera con nosotros mientras salía a flote. Incluso propuse que durmiera en mi pieza, pues a mi cama se le sacaba otra por debajo, era mejor eso que tirarle una colchoneta en la sala. Nico se había quedado sin trabajo y varias deudas lo agobiaban, llegar a nuestra casa le iba a servir para organizar un poco su vida. El día que llegó, con dos maleticas cuadradas que habían sido de Argelia, ya llevaba una semana manejando taxi, un trabajo conocido que ahora retomaba obligado por las circunstancias. Era un taxi ajeno pero permanecía siempre con Nico; lo parqueaba en las celdas para visitantes de la unidad, al aire libre.

De esos días recuerdo el olor a trago de mi habitación en la madrugada. Muchas veces Nico llegaba tan tarde y bebido que no destendía su cama. A pesar de ser un lecho de niño, Nico cabía perfectamente, pues era chaparrito y ancho, como un mariachi, incluso su voz ronca y su espeso bigote negro alimentaban su aire de charro. Durante la noche su exhalación llenaba la pieza de un etanol mezclado con el vapor de sus órganos que provocaba un olor a estómago de borracho que no daban ganas de dormir los cinco minuticos más. Me paraba de la cama con cuidado, pero a veces, soñoliento y en la penumbra, o con mis capacidades mermadas por respirar sus efluvios, le pisaba un brazo o una costilla y él se quejaba con un grito seco y cremoso, y aprovechaba para pedirme una Coca Cola con hielo. Y yo, en lugar de abrir cortinas y celosías para ventilar su guayabo, dejaba todo encerrado y a oscuras para que se siguiera cocinando en sus propios jugos, y le traía su gaseosa bien fría, a veces con una salchicha también fría para que le metiera algo de grasa al estómago. Una vez le llevé mazamorra helada y se bogó el claro y quedó tan agradecido que casi se levanta a llevarme al colegio. Era el hermano mayor que nunca tuve.

El ambiente en la casa mejoró mucho. Aunque vivía un poco tensionada y controladora, sobre todo con el posible mal ejemplo que Nico podía darnos, mi madre no solía regañar. Cuando estábamos juntos pasábamos bueno y a veces salíamos en el taxi a comer perro en La 80. También alquilábamos películas, jugábamos parqués y en la convivencia fuimos creando un humor interno, inspirados en los alias de mafiosos que inundaban las noticias y las pantallas. Mi hermanita, que empezó a hablar desde muy chiquita y hacía gala de su imprudencia, era Lengua Caliente. Mi mamá, que se fumaba tres cajetillas de cigarrillos al día, Enfisema, y Nico, por supuesto, Cirrosis, mientras que mi apodo, elegido de manera ligera y deliberada, que porque era un polligallo morboso y onanista, era Gonococo. Pero yo era virgen, no conocía pieles tersas ni carnes insondables ni había empezado a “jalarle el cuello al ganso”, como decía jocosamente Nico, “eso es un músculo y hay que ejercitarlo”, insistía y me mortificaba, porque sabía que yo ya estaba en edad de curiosidades.

Un par de semanas en ese ritmo hicieron que mi mamá hablara con Nico: le exigió que no llegara con tragos encima, que me estaba “alcoholizando a lo pajarito”. Pero así quisiera evitar ese microclima insano en la alcoba de un niño, Cirrosis generaba tufos y gases con un solo sorbo de cerveza. Por esos días tuve un problema de disciplina en el colegio, llamaron a mi mamá y ella relacionó mi comportamiento con la estadía de Nico. Yo sabía que nada tenía que ver nuestro inquilino. La situación se puso tensa y mi mamá nos dio un ultimátum del que ambos éramos responsables.

Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para enderezar el camino en el colegio. Desde antes de la llegada de Nico venía mal en álgebra y con problemas de indisciplina. Ese año se integraron al grupo varios tatabrones que venían expulsados de colegios ricos de El Poblado, líderes negativos que nos incitaban a ponernos el salón de ruana. Entonces, con más de medio año lectivo por delante, me tuve que esforzar de manera prematura para corregir y subir el rendimiento. No quería que culparan a Nico, me gustaba que estuviera viviendo con nosotros.

Gracias a mi rápida reacción en el colegio, por la que nadie daba un peso, vinieron unas semanas felices. Nico también recapacitó y se ajuició con el taxi. Empezamos a compartir más, mi nuevo hermano mayor se adaptó y cayó bien entre mis amigos de la unidad, jugábamos fútbol, se paraba de central, quieto, rechazando todo balón que se le cruzaba. Porque el lenguaje es viviente y adquiere formas sorprendentes en manos de individuos empalagosos, empezamos a decirle Carnaicol Nicaela y él, sin pedir explicaciones, aceptó el remoquete, como uno más de la manada. Mis amigos lo querían, era como tener un amiguito de treinta años, con taxi y plata para tomar gaseosa. A veces me recogía a la salida del colegio y llegábamos juntos a almorzar, luego él salía a trabajar y llegaba en la madrugada, muchas veces con unos tragos encima. Para ese momento ya habíamos decidido retar los vientos que bajaban del Boquerón y dormir con las ventanas abiertas.

Mientras subía mi nivel académico y descubría que con solo atender a clase podía tocar el cielo, soñaba con salirme del colegio. Quería dedicarme a trabajar con Carnaicol, sabía que los taxis no tenían copiloto pero imaginaba que podíamos innovar: un taxista con una especie de bufón que ameniza el viaje, ayuda a cargar paquetes, a encontrar direcciones, cosas así. Él se burló y dijo que nadie le iba a poner la mano si iba con un güevón al lado. Por Nico quise ser taxista durante varios años de mi vida y aunque iba a enseñarme a manejar, la idea no me entusiasmaba tanto como conocer las historias de sus novias, sus levantes y sus líos de falda.

Con frecuencia mencionaba una amiga a la que denominaba Tyson, inspirado en Mike, el boxeador estrella del momento. Nico decía que era muy brava pero que pichaba muy bueno y a mí me gustaba escuchar eso porque surgían en mi mente postales divertidas. La bautizó así porque mucho antes de que se viniera a vivir con nosotros ella le pegó un puño en un ojo y se lo dejó morado quince días. Hasta ese momento yo solo la conocía en una foto 4x4 que él cargaba en la billetera, y sí se veía muy brava, con los labios rojos apretados y un copete embombado y amenazante. Quería conocerla y hasta a mi mamá le causaba curiosidad porque era la única que permanecía en el mundo de Nico; en sus historias los nombres iban y veían, pero Tyson tenía lugar en su ring. Carnaicol no se atrevía a invitarla a su hogar pasajero, tal vez temía que ella descubriera la camita donde dormía, y cabía. Eso era perder un poco la dignidad.

El nuevo estilo de vida de Nico, dedicado al taxi y rodeado de un hogar, conspiró para que la relación con Tyson adquiriera tintes de noviazgo. Cada vez la mencionaba más, a veces ella lo llamaba a la casa, era a la única persona a quien le había dado el teléfono. Una vez le contesté, habló entre dulce y afónica para saludar y pedir en una sola frase que le pasara a Nicolás Pavas. Por esos días Nico parecía un papá: como me había comprometido a participar en la feria de la ciencia, me ayudó a hacer una maqueta viva de un volcán que hacía erupción, con gelatina y chispitas mariposas; sincronizaba su salida para llevar a mi hermanita a la guardería o me recogía en el colegio. Una tarde fue a verme jugar el intercolegiado y me hice expulsar por descrestarlo con una actitud pendenciera.

Ilustración: Alejandra Congote

El idilio entre Tyson y Nico tuvo su pico mientras él vivía con nosotros. Y coincidió con un periodo de vacas flacas, así que nos convenía permanecer unidos, compartir gastos y ayudarnos. Un mes había bastado para alcanzar cierto ritmo equilibrado de vida familiar y eso tenía tranquila a Enfisema, como estaban las cosas era poco probable que recibiéramos algún mal ejemplo de Nico. La efervescencia de esa buena convivencia dio sus frutos con una nueva idea de negocio. Todo empezó un domingo que me mandaron por parva a la tienda y estaba cerrada. Nos tocó salir en el taxi a buscar algo y en el trayecto, con Cirrosis, Lengua Caliente, Enfisema y Gonococo metidos en sus roles, bromeamos con la idea de enfrentarnos al cartel de las tiendas, que hacía lo que le daba la gana. Cirrosis propuso en serio que ofreciéramos servicio a domicilio dentro la unidad en horas de la noche, él conseguía licores a muy buen precio si se compraban al por mayor. Enfisema, que era feliz embarcándose en pequeñas empresas, dijo que también podíamos vender cigarrillos, normal y mentolado, y Cirrosis más se entusiasmó. Lengua Caliente se encargaría del voz a voz y Gonococo haría el trabajo sucio de mensajería, con ayuda de Cirrosis.

Al día siguiente Nico trajo ron, aguardiente, cerveza y cigarrillos, y diseñamos un volante del tamaño de una tarjeta personal, sacamos doscientas fotocopias y mi hermanita y yo las metimos por debajo de todas las puertas de la unidad. Por recomendación de Nico no se permitía la venta presencial, solo domicilios. Así fue que Los Magníficos, nombre comercial del negocio, empezó a operar con muy buena acogida por parte de los vecinos, pues en ese tiempo la gente en Medellín prefería enrrumbarse en casa antes que salir a la calle a esquivar las ondas de un carro bomba.

Tyson no necesitaba apodo para unirse al combo y era cuestión de tiempo conocerla, aun así Nico me confiaba sus travesuras con pasajeras que se le insinuaban, y me mantenía informado de sus avances con dos o tres colegialas con las que, según él, todavía no había hecho el amor. Les regalaba peluches, credenciales, las invitaba a comer helado. A Nico le aprendí muchas tácticas que pude aplicar con las peladitas que me gustaban. El primer beso que di con lengua se lo debo a Nico, que me habló de actitudes seguras y me indicó qué postura de cuerpos debía provocar para reducir un probable estrellón y cómo sugerir el beso sin hacer la fatídica boca de pato. Si no fuera por él, me hubiera demorado años en dar un beso salvaje. Nico tenía la virtud de transmitir con mística instrucciones como morder suavemente el labio de la fémina, o cómo ir escarbando con la lengua si la polla era inexperta. En cambio, los consejos de los hermanos mayores de mis amigos, que solo veían tetas en Sueca, causaban risa y eran hasta contraproducentes, según la queja de algunos kamikazes del amor juvenil.

Por fin se llegó el día de conocer a Tyson. Nico la llevó a la casa para ver el debut de Colombia contra Emiratos Árabes en el Mundial de Italia 90. Desde que la vi quedé encantado con su forma de ser, amable y un poco tosca. Entró rápido en confianza sin zalamerías y hubo una conexión única entre ella y yo, se reía de todo lo que yo decía y a mí me causaba gracia su actitud genuina, con la voz ronca como Nico porque también era amiga del trago y el trasnocho. Tengo caprichosos recuerdos en cámara lenta de sus senos brincando violentamente en momentos del partido. En ese momento fue como si hubiera conocido a la mujer que quisiera que me iniciara en el mundo del sexo, no me sentía mal con Nico porque en parte era su culpa. Lo que más me gustaba era que sus ojeras me hacían verla ganosa y trajinada, pero estaba bien completica y bien alimentada. Cuando iba a la casa, me detallaba sus tacones, su cartera, sus uñas rojas sacando un cigarrillo Royal, su risa rasgada mientras me ponía la mano en el muslo. Yo, que era antipático con las señoras, con Tyson me pasaba de querido, buscaba saludarla de besito, tocarle el hombro, abrazarla. A esa edad vivía peleando con mi pelo lacio porque no me podía hacer copete, pero fui feliz esos días en que ella me lo admiraba y me lo acariciaba y yo sentía calambres y palpitaciones.

Un domingo subimos al Club La Isabela, en el cerro El Volador, a pasar un día de sol. A Carnaicol una de las cosas que más le gustaba era nadar, jugar de manos en la piscina, tirarse clavados y disfrutar al máximo de todas las atracciones: jacuzzi, sauna, turco, tobogán, billares, ping-pong, sapo. A mi hermanita y a mí nos emocionaba esa idea de sacarle jugo a todo, pero la vez que fuimos con Tyson mi desempeño en el Club se vio alterado por su estimulante presencia en bikini. Torturado me veía en la obligación de imaginar situaciones trágicas para que se me bajara la calentura.

En algún momento nos quedamos solos haciendo el típico circuito de pasar del jacuzzi al baño turco una y otra vez, pero vencido por mis fantasías salaces lo mejor fue anclar en el jacuzzi.
—Vamos ya para el turco a darnos el duchazo con agua fría.
—...
—¡Vamos pues que me muero de frío aquí parada!
—No, aquí te espero.
—¡Vamos!, ¿por qué no vamos?, ¿ah? —me atormentaba con picardía. Ella sabía que algo estaba tratando de emerger de mi pantaloneta de baño, y no solo eso, sino que era ella, con su sola presencia en esa maldita y sensual zona húmeda, la que motivaba a ese algo a brotar. Tiritando, Tyson me dio la espalda y a saltitos se fue para el turco. Toda la escena fue como una epifanía que me llevó a conjeturar que, si ella tenía claro que yo la deseaba y de alguna manera había tenido presente mi órgano reproductor, era posible perder mi virginidad con ella.

Como la gente espera a que cierren las tiendas para antojarse, Los Magníficos seguía funcionando bien, dejaba ganancias porque Nico conseguía buenos precios aunque mi mamá, por conversaciones que escuché, sospechaba que era mercancía robada o de contrabando. El hecho era que el negocio se movía, sobre todo los fines de semana. Para eso contratamos a Rodriguito, un vecinito sin ley que se encargó de hacer mis labores. Por petición de la clientela se incluyeron en la carta mecatos y golosinas, y por idea de Tyson, aspirinas y alkaseltzer. De vez en cuando ella amanecía en la casa, entonces mi hermanita dormía con mi mamá y yo donde mi hermanita. Saber a Nico y a Tyson solos en mi pieza me daba una angustia y unos celos tan dolorosos que después añoraba que Nico hablara de aventuras con otras mujeres, pero ya hasta las colegialas habían salido del radar.

A veces, cuando Tyson dormía en la casa, se tomaban unos tragos con mi mamá y los últimos pedidos ya los hacían entre los tres, prendos. Yo me quedaba en la casa obsesionado con declararle mi amor a Tyson; sabía, por las enseñanzas de Nico, que tenía que hacer algo para que no me matara el remordimiento. No sabía qué era eso pero sonaba a morder mierda con el diablo. Así que estaba decidido a actuar, como pudiera, y la oportunidad llegó un fin de semana que mi hermanita se iba para donde su papá. El domingo en la mañana Nico salió enguayabado a lavar el taxi. Mi mamá roncaba todavía, encerrada en la pieza, mientras en la de mi hermanita, entre barbies chiviadas y peluches, estaba Tyson. Se me ocurrió entrar con algún pretexto pero las manos me sudaban y el corazón se me anidó en el estómago. De pronto oí ruidos y asustado me encerré en mi pieza. Escuché que salió, se metió al baño social y al momentico abrió la ducha. Trepado en el lavadero, con la mirada oculta tras las prendas que se secaban, contemplé sus bellezas húmedas y silvestres. Desde ese momento me empezó a acompañar una agonía puntiaguda que se manifestaba en el esternón, en los testículos o en algún punto entre estas dos partes del cuerpo.

Cuando todavía teníamos cajas de ron y aguardiente, Rodriguito tuvo un problema con un cliente por una devuelta. El mal manejo que le dimos al caso hizo que la junta directiva de la unidad nos amenazara con denunciar a la policía si no parábamos el negocio. Cirrosis se puso pálido y eso fue suficiente para saber que Los Magníficos habían acabado. Poco a poco Nico se empezó a tomar ese trago que sobró y el ambiente se desequilibró hasta que una mañana mi mamá encontró el bómper del taxi en la sala, no aguantó más y con lágrimas en los ojos le pidió que buscara para dónde irse. Lo abrazó y le dijo que igual iban a hacer la fiesta de sus 33 años en la casa, que el trago ya estaba. Nico sonrió, estaba que lloraba también, se paró, me sacudió el pelo, agarró dos botellas de aguardiente y regresó al otro día.

Para los 33 de Nico, él ya se había ido de la casa. Llegó en el taxi y minutos después lo hizo Tyson. Ya no eran novios y no hablaban como antes, pero mi mamá la invitó porque hicieron buenas migas. Y yo voté porque la invitaran. Mi estrategia estaba pensada para las fiestas de 24 y 31 de diciembre en las que pensaba decirle a Tyson, después de hacerla reír mucho, que quería hacer el amor con ella, que no tenía que ser ya. Pero los planes se alteraron y quizás era la última vez que la vería. Esa noche ya tarde, en un momento que salió a fumar, fui detrás de ella y me acerqué sin saber qué decir, ella se quedó mirándome. Tragué saliva. La instrucción de Nico en esos casos era avanzar, el remordimiento no tiene cura y lo peor era un puñetazo. Así que me acerqué aún más, le rocé la oreja acomodándole el arete, ella volteó a mirarme y nos dimos un beso. Me sentí torpe porque el ritmo no fluía, ella estaba ebria y yo pensaba que era más fácil aplicar lo aprendido. Antes de perder sus labios intenté mordisquearla, pero no pude, Tyson huyó al apartamento con pasitos veloces. Yo me quedé afuera, con un sabor a Chiclets Adams de menta, cigarrillo y ron que me hacía sentir inmenso, ese beso era el presagio de tiempos mejores. UC

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