CAÍDO DEL ZARZO
BITÁCORA
Elkin Obregón S.
El hotel Balcones de Bocagrande queda a dos cuadras del mar. Es una casa de dos pisos, ni muy chica ni muy grande, ni muy vieja ni muy nueva, vestida de blanco; la cercan dos edificios amenazantes, no sé si también hoteles. Tiene una bonita fuente, un patio diminuto, y un Cóndor de Obregón en el comedor. (La librería Ábaco —esquina de las calles de La Iglesia y Mantilla— es un noble lugar con algo de burbuja. Gracias por el consejo, Maya).
Otro día: Una playa larga, un mar doméstico, muchos bañistas, muchas gordas; más numerosos que los bañistas son los nativos, que te abordan en cuanto te ven. Negras locuaces que te invitan a masajes en las piernas y los pies, vendedores que ofrecen cangrejos, o pescados con patacón, o baratijas, o collares. Una negra de voz insistente te promete, si eres mujer, hacerte un peinado de trencitas; no es mi caso, pero sí el de mi acompañante, quien pasa por alto las trenzas. Si tienes paciencia para resistir esos embates, los atacantes (no sabe uno por qué) van espaciando sus asaltos, hasta que casi desaparecen, te dejan ver el mar. Misión cumplida.
La auténtica belleza corporal está arriba, en esas aves que prodigan euritmias. Pelícanos, albatros, flamingos, alcatraces, conviven, se complementan; sobrevuelan el agua, se alejan y vuelven, una y otra vez, libres de tiempo. Vecinas de los humanos, los ignoran olímpicamente. Como me explica mi amiga (poeta surrealista), en la playa no se bajan.
Más tarde, bordeando “el mar aletargado por el tedio de las cuatro”, un taxista nos lleva de nuevo a la ciudad vieja. Callejas, balcones, portales, cal y piedra, plazoletas, bares amigos. Se nos queda inédito el Museo de Arte Moderno, a causa del horario. Un folleto turístico lo promociona informando que posee una amplia colección de obras de Enrique Grau. La crítica cachaca subestima a Grau. No sabe, o no quiere saber, que Grau es Cartagena.
Gracias a Avianca, el regreso a Medellín fue por tierra. Al menos ocho horas de ese trayecto interminable ruedan por la costa. Paisajes que uno intuye feraces, planicies que nunca se acaban, chozas y vacas y burras regadas por el camino. Todo se ve a través de vidrios asépticos, y una temperatura acondicionada niega lo que los ojos ven. Unas cosas por otras, le digo a mi compañera de viaje, que duerme el sueño de los justos. Pero añora este cronista los viajes de antes, con paradas, cansancio, gente, hambre, sudor y lágrimas. Sabíamos que estábamos pisando tierra, y que al final, como dice Dorothy, nada es mejor que llegar a casa.
Epílogo. Todo resultó estupendo en esta excursión en busca de la guayaba. Casi lo mejor, su perfecta gratuidad. Lo mejor, la compañía. Dejemos ahí, curioso lector.