Número 91, octubre 2017

Las Suecas caen del cielo
Diego Agudelo Gómez. Ilustración: CORROSKO

 

Ilustración: CORROSKOTengo doce o catorce años, o quizás once o trece, uno no piensa mucho en señalar los hitos en el calendario cuando las prioridades son los videojuegos y las tetas. Estoy viendo televisión o leyendo, probablemente viendo televisión, pero es mejor decir que estoy con un libro en las manos a reconocer que me entretengo con las hazañas de los concursantes de El precio es correcto. Si lo pienso con calma, ahora que acabo de regresar a los años noventa y los barros vuelven a brotar en mis cachetes preadolescentes, estoy sin duda devorando la programación de aquella maravilla de las telecomunicaciones a la que llamamos “perubólica”, cuando de pronto el ruido de una avioneta irrumpe en la tarde para convertirla en la mejor de nuestras vidas.

El ruido de una avioneta no tiene nada de especial. Es un ruido más como los ruidos a los que uno se acostumbra en Medellín. Por ejemplo, el de la pólvora, tan distinto al ruido de los disparos o al que hacen las busetas viejas. No discutan con un paisa cuando escuchen un estallido. Si él dice que es bala, es bala; si dice que es pólvora, es pólvora; y si dice que es una buseta vieja, es una buseta vieja. Por eso lo que me llama la atención esta tarde no es el ruido de la avioneta sino los llamados que escucho desde la calle. Reconozco las voces. Son los muchachos; por eso acabo de usar el plural para decir que la tarde se convirtió en la mejor de nuestras vidas. No puedo enumerarlos a todos. Somos tantos pelaos los que vivimos entre los bloques 75 y 77 del Tricentenario, que no me preocupo en memorizar los nombres, apellidos y apodos de todos, así casi todo el tiempo estemos juntos. Reconozco por ejemplo a Santi y a Juan Fernando, que son inseparables, gritando a coro: “Salí, Caretorta, salí, mirá lo que nos tiró la avioneta”. Por más que quiera no puedo ignorarlos, yo soy Caretorta y, aunque no me gusta el apodo que a todos les hace dar risa porque comparan mi cara con un pastel de cumpleaños (una torta negra con cobertura blanca de azúcar), ya estoy acostumbrado a responder cuando lo oigo. Además, están diciendo que la avioneta que acaba de pasar dejó algo y pienso en otra avioneta que hace años se estrelló junto al río, junto a las vías del metro que apenas están terminando de construir. Esa avioneta llevaba pollos congelados que se dispersaron en el río y la maleza como un reguero de canicas. La gente del otro lado, de Santa Cruz y los ranchos del río, ignoró el humo del incendio y el peligro de atravesar hasta la otra orilla a pie limpio, para recoger o, mejor dicho, robarse los pollos que se salvaron del accidente. El piloto y el copiloto se estaban achicharrando pero nosotros los colombianos tenemos un mandamiento sagrado que es no dejar pasar papaya y tantos pollos congelados gratis le hacen olvidar a cualquiera esa cosa de amar al prójimo como a uno mismo. Además, qué podían hacer esas pobres gentes del otro lado, ¿apagar el incendio con el agua del río? Con lo cochinas que se mantienen seguro hubieran alimentado las llamas. Los bomberos, cuando llegaron, se demoraron un montón de tiempo tratando de apagar esa avioneta tan pequeña que según me contó después mi papá, viajaba hacia Segovia, un pueblo en el que supuestamente solo hay mineros, mafiosos y brujas.

Pero no creo que sea pollo congelado la razón por la que los muchachos están como locos gritando desde la calle. Por eso salgo rápido e inquieto, pero a medida que bajo las escaleras y veo y escucho lo que hacen y dicen los muchachos, me voy contagiando de algo como la euforia, un vértigo, un huequito sabroso entre pecho y espalda que no sé definir aunque tantas veces lo haya sentido. Si uno no se preocupa a esta edad por marcar los hitos del calendario menos lo va a hacer por definir con precisión las emociones. El asunto es que llego hasta la manga, un espacio entre los bloques que no tiene nada de hierba, donde jugamos fútbol y pistoleros, y me uno a los muchachos que recogen algo del suelo. Son revistas, más pequeñas que un cuaderno, parecidas a los álbumes que a veces pasan repartiendo en el colegio, no en avioneta sino en motos piloteadas por mariguaneros —eso dice mamá—; pero estas revistas son mejores, mil veces mejores que esos álbumes porque traen fotos de mujeres desnudas, es decir, en sus páginas hay muchas tetas y creo que ya dejé claras mis prioridades.

Los muchachos no terminan de explicarme que las revistas las había tirado la avioneta cuando me desboco a recoger cuantas puedo abarcar con en mis manos. Imagínense que a alguien con mucha hambre le cae del cielo un cargamento de pollos congelados. Así estoy yo, apurado por calmar un hambre de la que todo el tiempo soy consciente. Apenas si me doy tiempo para mirar las fotos de las portadas. La mayoría son mujeres rubias con las piernas abiertas, el pecho desnudo y el pelambre insinuado debajo de una ropa deportiva muy parecida a la que usa Sharon Stone en El vengador del futuro. La revista se llama Sueca. La había olvidado pero apenas leo el título de la portada recuerdo que mamá esconde tres revistas de esas en la maleta roja que guarda con candado debajo de la cama.

Ella no lo sabe, pero el candado de esa maleta es muy fácil de abrir con un alambre y un destornillador. Aprendí a hacerlo sin dañarlo porque, más que todo, quería jugar con la pistola de fantasía que mi papá usaba en las serenatas para dispararles aleluyas a las quinceañeras. Un día aproveché que estaba solo en la casa para abrir la maleta y lo que encontré, además del vestido de novia de mamá, el disfraz de campesino de mi primer año y las cartas que papá le escribía cuando eran novios, fueron esas tres revistas que miré a la carrera, con espanto de ser sorprendido en el acto (no pregunten cuál acto), y que tenían el mismo título que las que ahora atesoro. En medio de la euforia, alcanzo a recoger por lo menos una docena de revistas. Cada uno de los muchachos hace igual y cuando ya estamos seguros de que no queda ninguna tirada por ahí, nos vamos a sentar en el parque de la iglesia para disfrutar del botín.

Ya conté que las portadas son casi todas iguales. Algunas pocas muestran a un hombre y una mujer, o un hombre y dos mujeres, o tres mujeres sin ningún hombre en posiciones maravillosamente arácnidas. Las páginas internas son una colección de más o menos las mismas mujeres y los mismos hombres haciendo las mismas cosas que hasta el momento jamás se me habían ocurrido —aunque tomo atenta nota de cada una porque seguramente serán de bastante utilidad en el futuro—. A medida que pasamos las páginas, nuestras exclamaciones y bromas suben de tono. Me gustaría dejar un registro que nutriera de algún modo el léxico de nuestra hermosa lengua castellana, pero la cantidad de groserías que salen de nuestras bocas nos hacen parecer una piara de trogloditas. Pobres madres las de nosotros que en este momento están siendo mencionadas junto a palabras que harían morir de vergüenza al mismo diablo. Y pobres nosotros que seguimos mirando a estas suecas que cayeron del cielo, altas, de piernas largas, con caras de ángel, ojos celestes, tobillos gruesos, culos de mármol y bocas chorreantes sin poder calmar esa especie de hambre o de ansia desquiciada que no deja de revolverse entre pecho y espalda, junto a las emociones sin nombre que nos bombardean en estos días de memorizar ruidos y estallidos para asegurar la supervivencia, porque así como el rugido de una avioneta nos trae la mejor tarde de nuestras vidas, el ruido de eso que no es pólvora ni una buseta vieja podría dejarnos tan tiesos como los pollos congelados. UC

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