Tres libros que no tengo
Juan Carlos Orrego. Ilustración: Señor OK
Si algo hay abundante en el mundo son libros que uno no tiene. Sin embargo, los títulos de tres de ellos están clavados en mi corazón obsesivo como espinas de rosal. No se crea que es cursi la comparación, pues no podría ser más exacta: seducido por la promesa —fragante, de tan cercana— de poseer esos libros, estiré la mano para cogerlos y me pinchó tres tristes veces la frustración. Van las historias de los tres desengaños.
En algún momento de mi vida me dio por estudiar literatura y tuve un profesor que, en virtud de sus anteojos enormes, sus gustos arcaicos y su talante quisquilloso, parecía salido de una novela del Bildungsroman. Otros rasgos, sin embargo, lo hacían cotidiano y, en cierto sentido, barrial: tenía dientes de ardilla y, como mi madre, decía graciosamente “sectiembre” y “ocsesión”, y en grado más alto que mi progenitora era capaz de confundir los nombres de los individuos que lo rodeaban. Así, mientras mi madre repasaba todo el inventario de sus hijos para llamar a uno solo de ellos (“¡Martha!... ¡Mono!...¡eh! ¡Juan!”), mi profesor era capaz de dar una clase de 120 minutos y confundir, al menos diez veces, los nombres de Gabriel García Márquez y Manuel Mejía Vallejo. Por supuesto, él sabía que Cien años de soledad lo había escrito el novelista de Aracataca, pero, cuando iba a pronunciar su gracia, las neuronas le jugaban la mala pasada de tirarle a la punta de la lengua el nombre del autor de La casa de las dos palmas. A veces él mismo lo advertía y a veces no, de modo que las clases se convertían, para sus estudiantes, en un fatigante ejercicio de lucha constante contra aquello que ha dado en llamarse “pena ajena”. De todos modos, tan equívoca situación no se prolongaba más allá de la clase: cuando no estábamos en ella, el profesor nos parecía un gran erudito, dueño de una biblioteca de literatura colombiana que no cabía ni en un trasatlántico.
Precisamente fue su opulencia bibliográfica lo que me obligó a pedirle una cita privada. Otro profesor me había asignado un trabajo sobre el escritor santandereano Jesús Zárate Moreno, del que yo tenía su novela más conocida —La cárcel, ganadora póstuma del Premio Planeta en 1972— pero no tenía chance de conseguir un ejemplar de la menos conocida, El cartero, toda una rareza editorial. Aquel sabio me propuso entonces un negocio magnífico: me dijo que, si le hacía el favor de transcribirle el texto de un novelón proletario y antiyanqui del que se proponía hacer una edición crítica, me regalaría un ejemplar de El cartero que a él le sobraba. Cerramos el trato con un tinto y me puse a trabajar, aunque para ser más exacto debo decir que quien se puso a trabajar fue mi novia, a quien recluté en virtud de su pasado como bachiller comercial. Ella voló sobre el teclado con tanto brío y éxito que no solo acabó la tarea en un santiamén sino que fue impermeable a las encendidas tesis de la novela, a tal punto que a los pocos meses consumó, conmigo, la herejía pequeñoburguesa del matrimonio. Sin embargo, esa luna de miel se vio antecedida por un trago amargo: el día que fui a entregarle el disco al profesor, él, muy complacido, me alargó un sobre de manila en cuyo interior encontré un ejemplar de La cárcel. “Habíamos quedado en que me iba a dar El cartero”, le dije; “No. Yo le dije que La cárcel”, ripostó tajantemente y se apertrechó tras sus dientes de roedor. Fue inútil insistir, pues en el fondo de mi corazón lo sabía inocente: como ya dije, eran muy suyas esas confusiones, que venían siendo algo así como enquistamientos de esa dislexia verbal que, desde entonces, ya no me pareció tan simpática. Más de quince años después, todavía no logro dar con la segunda novela de Zárate Moreno.
El segundo lance me ocurrió con Todas las sangres de José María Arguedas, autor de quien me habló, precisamente, una colega de aquel profesor. De hecho, a ella la conocí antes que a él: yo tenía veinte años y estudiaba otra cosa, pero me permití la ociosa licencia de tomar un curso complementario de literatura latinoamericana. La primera lectura obligatoria del curso era Los ríos profundos del mismo escritor andino, y sabrán quienes lo hayan leído que él, apenas conocido, ya se hace entrañable. Por puro movimiento reflejo quise leer Todas las sangres, la novela más extensa de Arguedas, al punto de haber sido publicada en dos tomos por la editorial Losada. Me empeñé en tener mis propios ejemplares pero fue imposible: en la Librería Nueva di solo con el primer tomo, el cual descarté como se descarta un billete partido por la mitad. Pero lo inaudito no fue mi perfeccionismo (o, si se quiere, mi pacata aversión por las cosas impares) sino lo que ocurrió siete años después, cuando la profesora se jubiló de la universidad y quiso subastar su rancia biblioteca entre sus rancios alumnos: entre sus estantes encontré, nuevamente huérfano, el tomo primero de Todas las sangres. Me pareció una broma de mal gusto, y para sortearla llegué a convencerme de que el segundo volumen no había existido jamás.
No se crea que la historia terminó ahí. Hará cosa de tres años, mientras con mi hijo menor acompañaba a mi hija mayor y a mi esposa en una tortuosa inspección de ropa nueva en el almacén Tennis, en el pasaje Junín, tuve la desgracia de hacer un descubrimiento macabro. Los administradores de la franquicia habían aprobado, esa temporada, un diseño estudiadamente rústico, y sus almacenes exhibían las nuevas colecciones entre baúles artísticamente envejecidos, muebles que fingían estar desvencijados, cajas de abuela repletas de esquelas inútiles y libracos desperdigados en pequeñas mesas anticuadas. El lector sospechará que encontré Todas las sangres entre esos arrumes bibliográficos: la edición en un solo tomo del Círculo de Lectores. Pero yo no podía hacer nada para llevármela, pues toda posibilidad de permuta estaba vedada para mí —ni siquiera podía proponer pagar el doble del precio de un chaleco, ya de por sí oneroso, del que se había enamorado mi hija—: algún dependiente, exquisito y atroz, había doblado mazos de páginas, rasgado otros, y en no pocos pasajes había simulado rayones infantiles con una tinta roja e indeleble, quizá para que el libro se antojara a los clientes como un tibio recuerdo de sus pasados y bárbaros tiempos de escuela primaria. Para decirlo rápido: ese Todas las sangres, cuando di con él, ya estaba irremediablemente desangrado.
El último caso tuvo lugar, me parece, por los mismos días en que descubrí aquel cadáver insepulto. Instado por los consejos apremiantes de un amigo bibliómano, leí Los perros del paraíso, la novela de Abel Posse en que, como si se tratara de un santo, se entroniza la imagen tropical de Cristóbal Colón desnudo y tumbado en una hamaca. Como en el caso de Arguedas, tampoco esa vez pude evitar contagiarme de la fiebre de la afición, así que muy pronto me vi rodando por las librerías de la ciudad en busca de otras obras del escritor argentino. No encontré nada, como podrá suponerse en tratándose de nuestra desprovista villa: los ejemplares de Daimón, su libro más célebre, habían sido barridos hacía años por los muchos devotos de Lope de Aguirre —el protagonista—, casi todos ellos cinéfilos y malos lectores. Quizá ese chasco, aunque con mayor probabilidad mi apetito de originalidad, hizo que yo terminara por obsesionarme con otro libro de Posse: El largo atardecer del caminante, basado en el naufragio y la prodigiosa aventura de sobrevivencia de Alvar Núñez Cabeza de Vaca en los desiertos de Estados Unidos y México. No tuve vida hasta que un primer amigo anunció vacaciones en Argentina: entonces le endilgué una lista de encargos encabezada por El largo atardecer del caminante (la lista de libros era más larga, lo admito).
No se crea que voy contar la historia de una maleta perdida o de un amigo malogrado en un siniestro aéreo, destrozado sobre alguna cumbre andina: mi amigo —el muy maldito— volvió sano y salvo. Y no solo eso: paseó efectivamente por Buenos Aires, vagabundeó por librerías de viejo y de novedades, encontró el libro de Posse, vino, vio y venció. Cuando supe la nueva fui hasta su oficina universitaria y me sometí, con impaciencia mal contenida, a los ritos del saludo y de la conversación preliminar sobre las menudencias de su aventura. Al fin, sacó el libro de su mochila y me lo alargó: distinguí una figura de conquistador español que parecía robada de un grabado de Theodor de Bry, un fondo en verde azul oscuro y el logo de la editorial Emecé. Abrí el volumen, lo hojeé y lo olí, como corresponde, y luego, feliz, lo puse sobre la mesa de trabajo. Comentamos cualquier cosa y, cuando ya salíamos a almorzar, quise coger la novela. Entonces mi amigo me pinchó un dedo con su portaminas —ya dije que la metáfora del rosal no era gratuita— mientras me decía: “Esperate yo lo leo primero. Después te lo paso”. Me pareció tan doloroso como justo, de modo que dejé el libro en sus manos, convencido, como estaba, de que lo tendría en las mías a más tardar en un mes. Pues bien, no volví a verlo jamás: largos atardeceres, noches eternas, infinitos amaneceres y otros tantos crepúsculos —los que pueden acumularse en seis años o más— han pasado desde entonces en la vana espera. Todo este tiempo no he hecho otra cosa que vagar —como Alvar Núñez Cabeza de Vaca— por mi biblioteca.