Número 91, octubre 2017

Diario sin Fidel
Juan Alejandro Echeverri.
Ilustración: Mónica Betancourt
 
 

Lunes 16

Aquí nació, y murió, Fidel Castro Ruz. Aquí el comunismo y el capitalismo duermen en la misma cama. Aquí circulan dos monedas: 1 CUC equivale a 25 CUP. Aquí aterrizaron cuatro millones de turistas el año pasado, 614.000 tenían pasaporte estadounidense. Aquí hay franquicias de Adidas, Puma y de Angelina Jolie. Aquí un salario mínimo no supera los veinte dólares: 20 CUC. Aquí, hasta hace unos años, los nativos tenían prohibido entablar relaciones de tipo no comercial con los extranjeros. Aquí el edificio más alto es un museo alegórico a José Martí. Aquí tener internet en casa es un lujo, un privilegio. Aquí, según la organización WFP, importan el setenta por ciento de los alimentos. Aquí una noche en el Hotel Meliá Cohiba puede costar trescientos dólares. Aquí ningún metro cuadrado de tierra escupe petróleo. Aquí hay un busto de Mustafa Kemal Ataturk. Aquí Dios es socialista.

Aquí una mulata joven me pidió el vaso cuando terminé de tomarme un mojito. Intentó dejarme sin alternativa diciendo que en su casa solo tenía vasos de plástico. También aquí, a la entrada del Hotel Inglaterra ubicado en el Parque Central, Juana, una señora enclenque de piel tostada, jaló la manga de mi camiseta y me preguntó si tenía alguna de sobra que pudiera regalarle. Y aquí, al lado de un televisor plasma y rodeada de porcelanas, Nery, propietaria de la casa donde me hospedo en inmediaciones del Parque Trillo, me asegura que la educación es gratis, que el empleo es fijo, y que las universidades gradúan profesionales según las necesidades del país.

—¿Cuándo van a ir a Medellín?
—Esa es otra historia, nosotros somos cubanos.

Ilustración: Mónica Betancourt

Martes 17

Quise comprar uno de esos conos delgados, hechos de papel, rellenos de maíz tostado que venden en las atestadas calles de La Habana Vieja. La vendedora ambulante, joven ella, recibió el billete de 20 CUP y lo tiró al piso. “Eso no vale nada”, me reprochó entre el enfado y la indignación.

Más tarde, con Cuba ya vacía de sol, atravesé junto a Elvis una de las tantas plazas que tiene la laberíntica Habana Vieja. Él, aún con huellas de acné, llevaba una estrecha camisa negra que realzaba sus bíceps. Elvis ha intentado huir de la isla en tres ocasiones, y en las tres oportunidades fue interceptado en alta mar. Cuatro días antes de conocerlo, el gobierno estadounidense derogó la ley “Pies secos, pies mojados” que concedía la residencia a cualquier cubano que lograra pisar suelo norteamericano. La noticia causó júbilo al interior del gobierno cubano. Miami, para Elvis y muchos de sus compatriotas, pasó de estar a noventa millas, a estar en otro planeta… en otra vida.

—Este era mi año para irme —sentenció amargado.
—¿Qué opinás de la Revolución?
—A mí la Revolución me da un coño. A mí lo único que me importa soy yo y mi familia, el resto me importa un pito —respondió mientras un Audi 2.0 negro se escurría por la esquina de la plaza como un conejo salvaje.
—¿Te gusta el Che?
—A mí me gusta es Shakira.

Miércoles 18

Maritza parece un retrato vivo de Fernando Botero: matrona regordeta de cabello pajizo y voz de trueno sería el título del cuadro. Pasa las mañanas encerrada en su cuarto, “durmiendo”. De noche responde los correos de turistas potenciales que preguntan por hospedaje en la isla. Como lo de Maritza no es un hotel sino una casa de clase media, ella distribuye a los visitantes en las casas de sus “amigas” que viven en las manzanas aledañas.

En la mañana, cuando los carretilleros caminan por las calles de La Habana ofreciendo verduras, la sala de Maritza se convierte en una Torre de Babel: turistas mexicanos, españoles, uruguayos, argentinos llegan a su casa, entre Neptuno y Concordia, para que Gisella, su hija, les señale los puntos de interés en el mapa, para organizar un tour a otra provincia, para esperar el taxi que los llevará de regreso al aeropuerto, para desayunar.

Mientras desayunábamos una porteña morocha transpiraba asombro. Le costaba creer que pudiera sentarse en un parque a chatear, que pudiera caminar a cualquier hora por cualquier calle con dinero en los bolsillos y que no fuera un sueño. “Yo vivo en Buenos Aires y esto en mi país es una locura. Toda la gente en un parque con su celular en la mano… es insólito”, dijo.

Aunque la Revolución imaginó algo distinto, la brecha adquisitiva se nota hasta en las miradas pero no se corrige con violencia.

Jueves 19

A tres cuadras del Paseo del Prado, la avenida peatonal que separa La Habana Vieja de Centro Habana, Bárbara barre la antesala de la casa de su hermana Yamila. Ha vivido más de medio siglo en Cuba, “aquí nací y aquí me muero”, dice. Tiene tendinitis, el pelo entrecano y complexión esquelética. Bárbara suspende labores para hablar de la muerte de Fidel: “Cuando escuché la noticia me dio como un subido de presión. No soy comunista ni anticomunista pero veo imágenes en televisión y se me agüan los ojos”. Apoyada en la escoba, Bárbara dice que tiene un hermano en Canadá y una tía en Estados Unidos, que nunca fue a la universidad, que trabajó de voluntaria en un hospital, que su hijastro es homosexual, que a un amigo con sida el gobierno le dio casa, trabajo, y le subsidian un mercado cada tres meses, y que su nuera, radicada en el exterior, le escribe diciéndole: “Estoy loca por estar a tu lado comiendo arroz y frijoles con croquetas”. “Viste, te lo dije”, le responde Bárbara.

El socialismo cubano es un discurso, un evangelio que entra por los ojos. Las vallas que el neoliberalismo utiliza para fomentar el consumo, el Partido Central Comunista Cubano las utiliza para comercializar su revolución.

De camino a Trinidad, un pequeño pueblo colonial a cuatro horas de La Habana, pueden leerse varios sermones publicitarios: “Nuestro mejor amigo”, reza una valla descolorida en la que están Fidel Castro y Hugo Chávez con la bandera cubana de fondo. “Solo el socialismo hará posible lo imposible”, se lee en otra, protagonizada por Chávez, a la entrada de una refinería. “Firmes desde nuestra raíz”, “Hasta la victoria siempre”, “El hombre crece con el trabajo que sale de sus manos”, dicen las demás.

De todas, hay una valla singular, una caricatura que reivindica anhelos inalcanzables: un puño, nombrado Cuba, le pega a un viejo norteamericano y las palabras bloqueo se derrumban de su barba. Puede que la isla haya superado el bloqueo moral, pero no es fortuito que los cubanos viajen en camiones donde transportan las reses en Colombia y los turistas, muchos de ellos estadounidenses, recorran Cuba en ómnibus con aire acondicionado.

Sábado 21

José, papá de Nereli y tío del muchacho que me recibió en la terminal, reposa en la reclinadora del pasillo que une las dos alas de su casa y me invita a ver el partido del Real Madrid contra el Málaga. Lleva chanclas, una pantaloneta gris, una camisa celeste, el pelo a ras, y suelta un alarido cada vez que los merengues erran un pase.

Este ingeniero civil jubilado, que ya superó los sesenta, planea hacerle remodelaciones a su casa para recibir más huéspedes. El alto costo de las lámparas led tiene suspendidas las obras. En Cuba, me explica, hay productos inaccesibles porque el Estado no tiene total control sobre la oferta y la demanda, ciertos productos son acaparados por una sola persona que termina convirtiéndose en la reguladora de los precios.

Terminada la euforia del balón, José bebe agua para paliar el catarro y me cuenta que hace veinte años una libra de pescado valía un peso, “hoy vale 25”; la libra de cerdo valía un peso, “hoy vale 18”.

—En los primeros años de la Revolución la comida era muy barata, y nos alcanzaba para ir a la playa; pero fue un error del gobierno porque mal acostumbró al pueblo...

Antes de triunfar la revolución, el peso cubano —CUP— estaba a la par del dólar. Hoy Cuba compite por el salario mínimo más bajo del mundo. El hijo de José, por ejemplo, montó una pizzería porque le resulta más rentable que ejercer su profesión.

—Si suben el salario se vacían los estantes. Cuando me dicen que la salud y la escuela en Cuba son gratis y mi salario no alcanza, yo estoy pagando mi salud y mi escuela, si tuviera un salario más alto los podría pagar.

Domingo 22

Hoy regresé a La Habana. Fui al Museo de la Revolución. La cúpula, los ventanales ovalados, y los detalles barrocos le dan una majestuosidad propia de palacio europeo.

El museo es un lugar de culto. En las más de veinte salas están ilustradas las estrategias militares con las que Fidel le arrebató Santiago de Cuba, y el país entero, a la “tiranía”, los nombres de los guerrilleros que acompañaron a Fidel en la operación libertadora, recortes de la propaganda difundida por las Fuerzas Rebeldes, el organigrama de la guerrillerada, fotografías de personalidades famosas que visitaron la isla como Winston Churchill y Jorge Negrete, comparaciones de cuántos hospitales había en Cuba antes y después de la Revolución… y está el satírico rincón de los cretinos, por el que pasan miles de turistas gringos al año, donde están caricaturizados Fulgencio Batista y los presidentes estadounidenses Ronald Reagan, George Bush padre y George Bush hijo. Cada uno tiene una dedicatoria especial, la de Bush hijo dice: “Gracias cretino por ayudarnos A HACER IRREVOCABLE EL SOCIALISMO”.

También fui al Tablao, el sótano del Teatro Alicia Alonso, ubicado al frente del Hotel Inglaterra, convertido en salón de eventos. El recinto rectangular estaba colonizado por la penumbra, a excepción de la tarima donde cantaba Ivette Cepeda.

La entrada costaba una cuarta parte del salario mínimo cubano. Los hombres llevaban pantalón y camisa de rayas. Tacón y vestido las mujeres. De cada diez personas, nueve eran de piel clara y una de piel negra. Las meseras eran negras y los cocineros también.

Esos, supongo, son los contrastes del socialismo.

Lunes 23

Los lunes reina la desidia en La Habana. Los lugares de interés, cerrados. Los bares, vacíos como cáscaras de huevo.

Acompañado por Ivana, una argentina que conocí al desayuno, recorrí El Vedado. En esa zona de la ciudad las casas son de dos plantas, las calles son amplias y arborizadas, y hay restaurantes a los que un asalariado no podría entrar, es territorio de privilegios, la antítesis de Centro Habana. Después caminamos por las cercanías del malecón. Yandi llevaba dos niños a bordo de un bicitaxi, uno de los tantos que pululan como cucarachas en La Habana. Al pasar nos miró con intriga, dejó los pasajeros en una casa, y se nos acercó.

Cenamos juntos y contó que tiene 31 años, que se había recibido de salvavidas, que los recorridos en bicitaxi los cobraba según la nacionalidad del pasajero, que si los padres no mandaban a sus hijos a la escuela podían ir presos, que trabajaba en la Escuela Bolivariana de la República de Bolivia, y que a las mujeres cubanas les gusta robarse las miradas cuando salen a la calle y por eso visten prendas de colores vivos y llevan sortijas.

Yandi también me explicó por qué, a pesar de las penurias económicas, al caer la noche se multiplican las botellas de ron.

—La idiosincrasia del cubano es así: si gana diecisiete dólares en el día, por la noche se los gasta.

El Centro Comercial Carlos Tercero es una colmena capitalista sobre el meticuloso caos de una avenida habanera. La expresión más fidedigna del consumismo desenfrenado. La estructura que demuestra las incoherencias y las grietas de una religión política. Cuatro pisos de martirio sonoro. Los niños juegan en las maquinitas mientras sus papás comen pollo, toman cerveza, cargan bolsas, miran vitrinas. Y, afuera, el mundo parece negar ese espectáculo primitivo.

Jueves 26

—¿Cómo te pareció la muerte de Fidel? —le pregunté a una estudiante de historia en el jardín central de la Universidad de La Habana.

—Como si se hubiera muerto alguien normal. Una persona normal. No ha hecho nada. Estamos aguantando hambre. La economía sigue mal, con tanto turismo la economía debería ir un poquito mejor.

La canícula de la tarde menguaba. Un grupo de estudiantes formados en escuadrón quebraban la monotonía del Paseo del Prado. Por el color amarillo crema del pantalón y las faldas supe que cursaban bachillerato. Los de primaria usan prendas rojas y los que están ad portas de finalizar secundaria usan prendas de azul oscuro.

—¡Yo soy Fidel, yo soy Fidel…! La educación es el instrumento por excelencia en la búsqueda de la igualdad, el bienestar, y la justicia social. Sin educación no hay revolución ni socialismo posible —gritaban desafinados y sin mucha convicción los estudiantes.

—¿Por qué? —preguntaba el joven profesor que tenía un pito colgado del cuello.

—¡Porque yo soy Fidel… Yo soy Fidel! Llegó la noche. Divagué por La Habana Vieja pensando que ya lo había visto todo y encontré que no había acceso a la Plaza de La Catedral. Alrededor de quince mesas y una tarima ocupaban una octava parte de la plaza. Los cubanos, agarrados a las vallas, observaban la fiesta privada. La voz principal del coro decía “thank you so much”, mientras los cubanos se reían ingenuamente como si estuvieran viendo una película por televisión.

Al llegar a su casa, Tony, un cincuentón de metro cincuenta y sonrisa silvestre, mencionó la quintaesencia del pacto social cubano.

—Todos no podemos ser iguales. Todos tenemos los mismos derechos, las mismas posibilidades… cada quien las aprovecha como puede, habrá quien se esfuerce más, quien prefiera trabajar, y quien prefiera tomar.

Tony sabe que la Revolución, hoy por hoy, es una casa vieja que necesita una remodelación porque puede derrumbarse en cualquier momento. Sin embargo, dice él, la solidez de la base permitirá mantener la casa en pie.

—En mi época la palabra prostituta no existía en el vocabulario. Si Cuba se abre esto volverá a ser lo que era antes: donde los gringos vienen el fin de semana al casino, a tomar, a drogarse…

Sábado 28

La Revolución de la Revolución recién empieza. Fidel ya no está. Dios era mortal y ha muerto. La Revolución quedó huérfana, quedó el testamento del profeta. No hay quién pronuncie palabras que contagien y seduzcan, quién sea el pararrayos de los sueños incumplidos y el descontento. ¿Los herederos al trono serán capaces de mantener la verosimilitud del mito? ¿Lograrán el capitalismo y el internet meterse en las entrañas del socialismo como una sanguijuela, y cambiar los modos de habitar y relacionarse con el mundo? ¿Está en capacidad de hacerse cargo de su destino una sociedad acostumbrada a que decidan por ella?

Los hijos de la Revolución mamaron del padrinazgo soviético y soportaron los años de austeridad. Renunciaron a los deseos materiales —que algunos privilegiados (extranjeros y nacionales) pueden satisfacer— y aceptaron vivir en un ecosistema elemental que para ellos no tiene precio: tranquilidad, seguridad, solidaridad, educación y salud universal. Igualdad de oportunidades para todos. Pero los hijos de los hijos no se conforman con la fábula, la historia, los principios, lo necesario. Tampoco harán fila durante tres horas, como sus padres, para ver el féretro de Raúl o del sucesor de Fidel. Quieren carros, joyas, y todos esos lujos que el capitalismo les muestra en las vitrinas y en internet. Y, sobre todo, anhelan salir del país.

Cuba despierta curiosidad por lo que fue, pero causa mucho más morbo especular lo que en adelante podría ser de esta esquirla comunista. UC

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