La costumbre es inevitable. El remordimiento y la esperanza nos obligan a todos a revisar las cosas que pasaron en busca de un significado o de una enseñanza siempre incierta. Y cada año por estos días los medios también intentan realizar un balance de lo que nos ha pasado, poniendo énfasis, claro está, en los descalabros, que son más vendedores que los éxitos.
Algunos no se salvan de la originalidad de escoger un personaje del año. A veces un criminal de guerra, a veces un bailarín, casi nunca un santo. Y ya vendrá lo otro: los pronósticos de enero cuando hacen sus apariciones estelares los analistas políticos y económicos que casi siempre se equivocan, y los brujos y las brujas con sus turbantes, y sus barajas que por irrazonable que parezca a veces aciertan con el anuncio de un sismo en el Japón o en Costa Rica, con el deceso de un presidente, el ingreso por sobredosis de un payaso en el hospital o el parto felizde alguna estrella del séptimo arte. O su espinoso divorcio. Porque las estrellas también paren. Y también se divorcian dejando un reguero de espinas.
Es fácil profetizar. Basta un poco de perspicacia para husmear en las cosas que son, para anunciar con mucha probabilidad las que vendrán por inercia. Eso hacían los profetas de la Biblia: cuando la sociedad aflojaba los marcos legales y se enflaquecía el respeto del otro y la gente se entregaba a la idolatría de lo superfluo, a los vicios ramplones de la gula y la lujuria y la codicia, el desorden social era previsible, advertible, con sus violencias, y hasta con los huracanes y las lluvias de fuego de turno. Porque como es adentro es afuera. Y muchas veces coinciden los terremotos con el ascenso de los tiranos. No me pidan que lo pruebe. Busque el lector por su cuenta en su colección de periódicos viejos, esos mismos que se ha pasado todo el año tratando de decidir cuándo va a sacar de su casa. Y allí verá los huracanes que barrieron a Cuba para saludar la llegada de Castro con sus paredones. Y los sacudimientos telúricos que siguieron a la orgía sangrienta de Pinochet en nombre de los valores de la civilización cristiana.
Los sadomasoquistas del desastre que siempre están llorando sobre las leches derramadas el año que viene seguirán advirtiendo sobre los cataclismos generados por el cambio climático, gimiendo por la destrucción de los corales de Australia, clamando contra la extinción de los pericos ligeros. Y por supuesto encontrarán razones para sacar pecho. Muchas cosas malas sucederán y desaparecerán alacranes azules y habrá tifones en Texas arrumando los automóviles en los campos de golf. Porque así son las cosas de este mundo. Desde las guerras del Ramayana.
Sin embargo, a mí me parece que los años pasados se parecen mucho al año que estamos acabando de cruzar con el corazón en la boca. Hubo alborotos de dioses en los templos en los idus de César. Y se desgarraron los velos de las sinagogas mientras Cristo agonizaba y se rompieron las piedras espantadas. Goethe dijo que la batalla de Valmy representaba el ascenso de un mundo nuevo. Y eso debieron pensar los aqueos cuando se fueron a casa dejando un campo de cenizas después de diez años de desmanes y tumultos y combates singulares.
El año entrante no promete ser peor que aquel cuando cayó el primer transeúnte fulminado en una calle de Milán por la peste negra, transmitida por las ratas cuando la gente comenzó a matar sus gatos porque los asimilaron al demonio. Ni más malo que el otro cuando alguien anunció en Viena que se estaban acercando los hunos de Atila.
Entre los acontecimientos del año cuyos cabos estamos agotando ahora mismo es difícil escoger el preponderante, el esencial, el que mejor nos pinta. El premio Nobel a un cantante de fumadero de marihuana podría destacarse entre los otros. O el hecho de que los norteamericanos hayan elegido a un hombre de empresa, manoseador de secretarias y evasor de impuestos para que dirija la nación más poderosa del mundo por cuatro años. O el que los ingleses amenazaran las costuras de la Unión Europea que después de todo representaban una esperanza de cohesión en un mundo desbaratado, y que según se aguardaba haría imposible para siempre el espectáculo grotesco del siglo cuando las naciones que engendraron a Rubens y a Bach y a Mozart y a Beethoven y a Kant y a Descartes se enmarañaron en dos guerras monumentales. Dos guerras que hicieron dudar a muchos de los poderes de la razón y de la inteligencia y de la posibilidad de un orden y que justificaron los desafueros del dadaísmo y las desconstrucciones de Pablo Picasso en un intento de probar si lo irracional y lo desvertebrado redimían a la humanidad de unas estructuras que se habían vuelto sospechosas.
Todos los años desde el principio están hechos de los mismos calambres. Aunque a veces revisten una gravedad nueva, una variación que los singulariza. La muerte de Abel fue más que la muerte de un hombre. Según el mito, su asesinato a manos de Caín valido de la quijada de un noble burro representó ni más ni menos que la extinción de una cuarta parte de la humanidad. Cuando Abel murió solo eran cuatro los seres de este mundo: los padres, Adán y Eva, y los dos muchachitos que protagonizaron el primer fratricidio, que se reedita hasta ahora ritualmente, todos los días, como si se nos hubiera pegado el vicio de la mortífera envidia. El cataclismo de Alepo es relativo. Y los millones de muchachos que sacrificó Europa en las guerras que siguieron al derrumbe de los imperios no fueron de tan mal augurio como la primera muerte del pastor.
A veces en la monotonía de los temas que somos capaces de cantar hay matices. No todos los años se le concede a un colombiano un Premio Nobel. De hecho desde que inventaron esos premios llenos de prestigio, solo lo obtuvieron entre nosotros, que se sepa, un cataqueño aficionado a contar mentiras con los recursos hispanizantes de los piedracielistas, el de literatura, y el “alterno” de la paz a una adorable comunidad de afrodescendientes de Cimitarra inspirada en los sueños anarquistas de un colombiano injustamente olvidado, de nombre Miguel Ángel Barajas.
Este año de Dios le correspondió a un Santos, de los Santos de Antonia, la descendiente de la emprendedora familia de tabacaleros en los reinos de Santander (si me equivoco no es la primera vez), que además sostuvo una guerrilla en Coromoro en apoyo al levantamiento continental de un millonario venezolano con delirios de grandeza llamado Simón Bolívar, que acabó por desgajarnos del imperio español. Lo cual para algunos fue una hazaña en beneficio de la humanidad, de un nuevo equilibrio del universo según decían él mismo y Canning el político de Inglaterra, y para otros un error enorme que nos tiene como nos tiene.