El entierro fue el jueves a las cuatro de la tarde. Ya en el cementerio parroquial, cuando fui a empujar el ataúd para guardarlo, miré hacia arriba y vi la Virgen de la Piedad, que está con el Señor en los brazos, y dije: “¡Ay, virgencita!, gracias por haberme permitido tenerlo, educarlo, formarlo, verlo crecer... En nombre de Jorgito, pido perdón a todas las personas que él en su corta vida haya ofendido. Y te ofrezco de todo corazón el perdón para los que lo han callado y que creen que segando vidas parará este conflicto que vengo padeciendo desde que tengo uso de razón. Algún día les remorderá la conciencia. Que Dios los bendiga”. Me eché la bendición y me fui.
El sábado salí de misa de siete de la mañana, bajé las escalas del atrio, crucé el parque por el lado del quiosco, y cuando caminé hasta la otra esquina e iba a girar para seguir para mi casa, había un hombre gritando y diciendo vulgaridades; renegaba sentado en la acera y había unas señoras ahí paradas, al pie de él, escuchándolo. Le pregunté a una de ellas qué le pasaba a ese muchacho. “¡No, un paraco que está herido ahí!”, dijo una de ellas un poco despreocupada. “Es un ser humano”, le contesté. Luego me le acerqué más y le hablé: “Si cambia de vocabulario, yo le puedo ayudar”.
Como yo vivo a unos veinte metros, entonces, cuando ya estaba más calmado le di la mano, lo paré y nos fuimos. Llegué a la casa, abrí la puerta, lo senté en el comedor, fui a la cocina, preparé un café con galletas y queso y lo dejé comiendo. Mientras tanto tomé el teléfono y llamé a María, una enfermera amiga de aquí del hospital de San Carlos, y le dije: “Por qué no me hacés un favor, venite que hay un muchacho con una herida en un pie, lo tiene inflamado y está ardido de la fiebre. Entre a la farmacia y compre una droga, que yo ahora le doy la plata”. “Listo, ya voy”, me dijo.
Cuando el muchacho terminó de desayunar, como lo vi tan sucio, fui a la pieza y le traje una camisa y una pantaloneta de las que quedaron de Jorgito, y le dije que entrara al baño y se cambiara. Luego llegó María con gasa, esparadrapo, y le limpiamos la herida. “Doña Pastora, ¿que se acueste ahí?”, me dijo María cuando terminamos de curarlo, señalando el corredor. “No, camine para la pieza”, dije yo, y lo entramos y se acostó. María le aplicó dos inyecciones en las nalgas y él se quedó dormido.
Nosotras seguimos sentadas en un mueble frente a la cama, cuando de pronto nos interrumpió la conversación y preguntó: “¿Ya me puedo parar?”. “Si no te sientes mareado, pues párate”, le dijo María. Entonces él, muy despacio, se fue enderezando.