La Flaca se peinó las tres greñas que
tenía, se puso las chanclas y salió. El
vestido corto le dejaba ver sus piernas
huesudas con forma de alicate. Caminó
por la Oriental y llegó al caspete de
un tío que vendía yerbas para curar de
todo, junto al Parque de San Antonio.
Le pidió algo para quitarse las náuseas
y el tío no tuvo que preguntarle nada.
Sacó agua caliente de un termo y puso a
remojar unas flores de manzanilla.
—¿Y sabe de quién es? —le preguntó.
Ella lo miró por encima de la taza
sin decir nada y asintió con la cabeza.
Sabía que su tío era medio brujo y era
mejor no mentirle. Él acercó una butaca,
la puso a su lado y le ordenó que se
sentara. La Flaca obedeció y él regresó
con una arepa de chócolo y una aguapanela.
Ella comió despacio sintiendo
que iba a vomitar en cualquier momento,
pero logró terminar sin devolver
nada. El tío le preguntó cuánto tenía y
ella le dijo que tres meses.
—Oiga, tío. Y usted no tiene nada para…
—¿Para qué? —él sabía exactamente a qué se refería, pero no quería ponérsela fácil.
—Pa sacarme este bebé. Una yerba o algo.
Él la miró con severidad, aunque en el fondo sentía una profunda compasión.
Sabía que su herida era honda y que para eso no había remedio, ni de los suyos ni de los de nadie. Solo un milagro la sacaría de la calle, del vicio, y tal vez el milagro era ese bebé.
—Dios la está bendiciendo.
La Flaca sintió que iba a empezar con el sermón y se levantó, pero él tío la agarró del brazo y la sentó a la fuerza.
—Fue una metida de pata, no exagere.
—Ese bebé es un milagro y el único que tiene derecho para interceder es el Señor.
—¿Cómo así? Si la que lo va a tener soy yo y no él.
—Es que su cuerpo tampoco es suyo.
La Flaca soltó una carcajada estridente. Lo hizo a propósito para provocarlo.
—¿Y entonces de quién? Oigan a este.
El tío miró con disimulo el vientre de la Flaca.
—Ese bebé ya tiene un cuerpo formado. Cabeza, manitos, cerebro. ¿La médica no la puso a escuchar el corazón?
—Sí, ¡qué viaje! —dijo ella, intentando quitarle dramatismo al asunto.
—La vida es sagrada flaquita. Usted no es dueña de ese bebé. Usted solo es el medio que escogió la vida para encarnarse.
—Pues escogió muy mal.
—Flaquita, póngase juiciosa, deje ese vicio, y le prometo que hablo con su mamá y entre todos le ayudamos con el bebé.
—A mí no me hablé de esa vieja hijue…
El tío le lanzó otra de sus miradas y ella supo que era mejor no terminar la frase, pero se ofuscó y se fue sin despedirse. Su tío la vio desaparecer entre la multitud con su caminado de pato. A ella le gustaba más su tío cuando era brujo. Le daba buenos consejos y le enseñaba a defenderse, pero se había vuelto rezandero y ahora todo era pecado. ¿Cómo que su cuerpo no era suyo? ¿De quién más iba a ser?
A eso de las cinco, Cantinflas volvió al cuarto. Rezó para que la Flaca no estuviera y sus plegarias fueron atendidas. Encontró un vómito a la entrada y lo limpió con papel periódico. Sacó mil pesos de un zapato y se fue a la ducha. El agua fría le sentó bien y despejó la nube de sus pensamientos. Se vistió lo mejor que pudo con una camisa a cuadros y un pantalón que le quedaba ancho en la cintura. Se colgó el estetoscopio al cuello y los collares de colores. En la copa del sombrero clavó un astronauta de plástico. Se miró en un espejito. Tenía la nariz chata, los ojos pequeños, una ceja levantada y el bigote incipiente en el extremo de los labios. Su rostro era una contradicción: la boca torcida para un lado tenía un gesto triste, de derrota, mientras que sus ojos eran alegres, llenos de vitalidad. Ahora, con el sombrero, parecía un lord. O el fantasma de uno. Con una mano agarró una volqueta de plástico, el peluche Silvestre y el león; en la otra, el cuadro de un paisaje con una vaca pastando. Estaba listo. Era el escaparate perfecto.
En la calle, el cielo estaba de un azul que parecía irreal. Se veían los contornos de los árboles, los pájaros volaban enloquecidos y una luz naranja se difuminaba en el horizonte. Caminó por Maracaibo hasta llegar a Girardot. Como cada viernes, una nube de humo flotaba encima del Parque del Periodista, envolviendo esta pequeña plaza del Centro de la ciudad que se iba llenando de oficinistas, vendedores ambulantes, poetas, jíbaros, borrachos, punkeros, transexuales, vagos, policías y hasta periodistas. El sombrero se abrió paso entre la multitud y llegó cargado como un pulpo hasta la entrada del bar.
Los habituales del parque le compraron algunos cachivaches. Ya había completado para la pieza y para pagar lo que le habían fiado esa mañana. Si lograba vender bien el sombrero le alcanzaría para llevarle algo de comer a la Flaca. Se debatía entre ese sentimiento protector y las ganas de mandarlo todo a la mierda, cuando la mesera del bar se instaló a su lado para fumarse un cigarrillo. Hablaron de la gastritis, la redada y el clima. Quería soltarlo, decirlo, escupirlo, pero sabía que lo regañaría. Ella le había insistido en que se cerrara la canilla, pero él siempre tuvo miedo de los médicos y las inyecciones.
—Canti usted está muy raro hoy. ¿Qué le pasa?
—Nada.
—Si no me quiere contar no me cuente, pero no me diga que nada.
La mesera entró de nuevo al bar y siguió atendiendo. Cantinflas se quedó de pie, sintiéndose descubierto, entonces le hizo señas y ella se acercó de nuevo.
—Voy a ser papá.
Lo soltó así de golpe, como un puñetazo directo a la quijada. Se sintió aliviado y se preparó para la cantaleta.
—¿Con la flaca esa? —Cantinflas asintió, un poco avergonzado.
—Te lo advertí y no me quisiste hacer caso. ¿Ahora qué van a hacer?
—Tenerlo. ¿Qué más?
—Pues abortar. ¿Cuánto tiene?
—Tres meses.
Él también lo había pensado, pero no era capaz de decirle nada a la Flaca. Le daba miedo su reacción, podría acuchillarse o prenderse fuego; pero también, y por encima de cualquier otra cosa, ese bebé le daba forma a la esperanza de que algún día recuperaría su vida. Ella vio cómo se extraviaba en sus pensamientos. Lo conocía bien pues desde hacía varios años la acompañaba hasta su casa después de cerrar. Él se sentía como su guardaespaldas y ella dejaba que lo creyera, pero lo cierto es que era ella quien cuidaba de él.
—No lo piensen mucho. Entre más rápido mejor. Yo le puedo dar algo de plata.
Cantinflas la miró directo a los ojos, como queriéndole dar un abrazo con ellos.
—Voy a hablar con ella a ver qué dice.
La Flaca siguió el olor a pan recién horneado y llegó a una panadería. Se acercó a una mesa y una pareja le regaló un pandebono. En el local había un televisor encendido y se quedó mirando un rato. Mostraban imágenes de indigentes por el puente de la Minorista, caminando con costales y en los tugurios al lado del río.
El miedo le erizó la piel. Hasta ese momento lo que había sentido era malestar, agobio, pereza, pero ahora el miedo se la tragó. ¿Qué le estaría creciendo adentro? Un monstruo podría estar chupando su sangre, respirando su aire y nadando en su agua. Sintió miedo de ver cómo su barriga crecería y se iría tensando. De notar los latidos de una cosa informe. De observar una cabeza o un codo a través de su piel. Sintió pavor por el día en que la criatura estuviera lista para salir al mundo y tuviera que enfrentarse al parto. Escuchó los gritos de su madre, el llanto de su hermano, la bestia escondida debajo de su cama. Vomitó el pandebono y se desmayó.
El bar estaba a punto de cerrar y Cantinflas esperaba paciente la salida de la mesera. Tenía frío y le dieron ganas de irse para la costa. El año anterior se había encaprichado con la idea de conocer el mar y emprendió un viaje que duró más de treinta horas montado en todos los medios de transporte imaginables. El mar lo alucinó y aunque no sabía nadar se había lanzado corriendo y con la ropa puesta. Chapoteó, tragó agua y jugó con las olas hasta que los dedos se le arrugaron y los ojos le ardieron. El mar le quitó la mugre, esa costra de tristeza y soledad. Se sintió bautizado y con derecho a una nueva vida. Se instaló por Bocagrande y, olvidando un altercado que tuvo con unos gamines de la zona y algunos episodios de hambre, recordaba esas vacaciones como el paraíso. Al regreso, había ido donde su madre a llevarle unos areticos de carey que le había comprado de regalo, pero ella, cansada de sus baratijas, no quiso dejarlo pasar.
A un borracho le hizo gracia el sombrero y comenzó a tomarse fotos con el pintoresco personaje. Hábil y curtido por la calle, Cantinflas supo que era la estocada final de la noche y negoció el sombrero por quince mil. Sin él, parecía más pequeño, indefenso, casi desnudo. Dejó el parque y compró medio pollo con arepas y papas fritas.
Caminó con pasos cortos y rápidos y cuando estaba llegando a la pensión vio a la Flaca sentada en un banco con la cabeza agachada. Él no podía saberlo, pero ella observaba una pequeña planta que brotaba en medio de dos baldosas. Cantinflas pudo adivinar los ojos rojos, inertes y fumados. Se le sentó al lado y ella lo miró de reojo.
—Mire —dijo señalando la planta—. ¿Sí la ve?
Cantinflas afiló los ojos y vio el pequeño tallo cubierto de hojas diminutas.
—Mala hierba —dijo él, recordando que así les decía su madre a las que nacían entre los ladrillos del patio.
—¿Cómo pueden nacer en el cemento? ¿De qué se alimentan?
Él levantó los hombros. No le gustaba seguirle la corriente cuando se ponía tan filosófica.
—Es como si se empeñaran en vivir en contra de todo.
—¿Tiene hambre? Le traje pollo —dijo él, para cambiar de tema.
—Perdí al frijolito —murmuró.
Sintió un chuzón de dolor, y al mismo tiempo, un alivio. Le quitó el mechón de pelo que le tapaba el rostro. Tenía, en efecto, los ojos rojos y secos de tanto llorar. Él intentó esbozar una sonrisa, un gesto cariñoso, con esa boca como derretida para un lado. Y entonces abrió la bolsa y le pasó un muslo grasiento, su presa favorita, y él le echó diente a la pechuga. Ambos sabían que era su última noche. No les quedaba nada que decirse.