La gente dice que al fin el mundo se acabará de un solo totazo este 2012. Nadie me toma en serio cuando declaro mi deseo de que así sea. Pero no señores, el mundo no se va acabar así no más después de tres días de oscuridad. El fin del mundo, para que lo sepan, comienza con una noticia que anuncia que más de dos mil bultos de semilla de papa sin certificado, traídos desde el altiplano cundiboyacense, fueron incautados por el ICA en el municipio de La Unión. En la noticia salen dos o tres paperos, que se ve que son de toda la vida, diciendo que van a perder toda la inversión y la cosecha de este año. El narrador de la nota explica que La Unión abastece gran parte de la demanda nacional de papa, y que los productores están preocupados porque además de que la semilla certificada no está disponible, a veces, como en la cosecha de 2010, tiene graves problemas de calidad.
Una trompeta apocalíptica suena en mi cabeza y deja un eco de tres palabras: semilla, certificada, calidad. Recuerdo la vez que hice un proyecto con una entidad certificada por el Icontec; al final tuve que llenar un "formato de evaluación" en el que en la mitad de las preguntas me tocó poner: N.A. –No Aplica–. Desde ese momento supe que las certificaciones son el universo de aquello que no aplica. Las semillas, por otro lado, son el insumo primordial de la agricultura, esa que fue nuestra primera ciencia aplicada. Es decir, semillas y certificación no parecen ir de la mano. Se nos vino el pandemónium encima, pensé yo, así que me puse a buscar y me di cuenta de que las trompetas están sonando hace rato.
Primera trompeta
Hace como nueve mil años el hombre se cansó de andar de árbol en árbol, de bosque en bosque viendo a ver qué le daba la naturaleza, así que decidió cultivar la tierra y conquistar la posibilidad de que su comida dependiera de él y de nadie más: lo que hoy llamamos "soberanía alimentaria". Al igual que otros inventos importantes, como el fuego, la ciencia de la agricultura pasó a ser un bien común. La guerra vendría a aportar lo suyo: vinieron grandes hambrunas y con ellas la necesidad de hacer algo para producir comida rápido y en abundancia. Se trataba del "sálvese quien pueda", y unos cuantos adelantados se dieron cuenta de que había una oportunidad tras la combinación de los insumos de la guerra y las imaginaciones que produce el hambre: unos químicos que sobraron después de las matazones podrían servir para producir comida rápido. Entonces se inventó la agroindustria, que a través del uso de pesticidas hizo posibles grandes monocultivos. Ya no se trataba de cultivar varias especies en el mismo pedazo de tierra para evitar naturalmente que las plagas les ganaran a las plantas. Grandes poblaciones acostumbradas al hambre agradecieron el invento, pero el precio resultó muy alto. La puesta en marcha de esta genial idea mereció un nombre lindo: la revolución verde. En esos días fue que el mundo se empezó a acabar.
Segunda trompeta
Las grandes empresas que se inventaron la agroindustria dedicaron los siguientes años a ocuparse del negocio de la alimentación para los animales que luego servirían de alimento a los hombres. Se hicieron populares las grandes extensiones de tierra ocupadas por monocultivos de maíz y soya, con la idea de que si nos íbamos a comer esos animalitos, mejor que estuvieran bien alimentados. Y fueron por el paquete completo, el mismo que se ocupan de vender en una cadena que se está volviendo obligatoria: semillas "mejoradas" en laboratorio –no se las comen los bichos– que hay que comprar al dueño que las inventó, el mismo que vende los potecitos de veneno que necesitan para que de verdad no se las coman los bichos, más el abono que las hace fuertes para que ahora sí de verdad no se las coman los bichos.
Tercera trompeta
Cincuenta años en ese trabajo tan duro, y fueron a ver y se encontraron con que el negocio de la alimentación de las personas ocupa el tercer lugar en movimiento de dinero en el mundo, después de las armas y los medicamentos. Y a que no adivinan: el 70% de este negocio está en manos de los pequeños productores, de la gente que cultiva menos de dos hectáreas; sí señor, de los campesinos del mundo que de a pedacitos sostienen el tercer sector más grande de la economía del planeta. Y qué desperdicio, ya teniendo la infraestructura, los laboratorios, entrados en gastos –y viendo la posibilidad de que esos gastos se conviertan en ganancias multimillonarias–, pues qué pendejada, le metieron la mano a eso.
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Siendo dueños del desarrollo de doce o trece semillas de alimentos básicos (maíz, soya, cebada, trigo, lentejas, tomate, papa, y algunos más, casi todos transgénicos), lo que había que hacer era buscar la manera de obligar a la gente a comer de eso y de nada más. Entonces se encontraron con que había unos países donde abunda la biodiversidad, que no es otra cosa que la combinación de una buena tierra, un buen clima y pueblos ancestrales que con paciencia han ido creando naturalmente, a punta de sembrar y compartir, de observar y volver a sembrar, múltiples variedades de, por decir algo, maíz, fríjol o habichuela. En estos países la negociación de tratados de libre comercio tiene un capítulo carnudo sobre el tema de licencias agroindustriales.
Cuarta trompeta
Prepárense, porque a partir de este momento, como en fin del mundo que se respete, todo se vuelve una locura donde nada es lo que parece y las contradicciones llegan hasta los límites del absurdo. Llegamos a Colombia, donde existía algo que el gobierno y los científicos de la agronomía habían diseñado para protegernos de la entrada de seres vivos extranjeros que pudieran poner en peligro las especies endémicas y la salud de las personas. La ley decía, básicamente, que para traer semillas y productos agrícolas nuevos debían hacerse pruebas de laboratorio para determinar que dichos productos no harían ningún daño a las personas o al ambiente que las acogiera; se trataba de una normatividad dirigida a los transgénicos. Para los que no sepan, los transgénicos son plantas creadas en laboratorio, mediante un proceso que pretende mejorarlas a través de la inserción de un gen de otra especie en la cadena de su ADN; así, existen tomates con genes de salmón que los protegen del frío, y maíz con genes de bacterias que matan a un gusano depredador.
Pues claro que han hecho pruebas para saber si el consumo de dichas plantas es dañino, por supuesto que las pruebas que hacen las multinacionales encargadas de los "diseños" muestran que comer maíz con genes pesticidas no es dañino para la salud del hombre, nada más para las "malezas" que intenten crecer a su lado. Llegaron a esa conclusión dándole de comer transgénicos a las ratas del laboratorio, parece que algunas enfermaron de cáncer de estómago, pero está comprobadísimo que no tuvo que ver con los transgénicos sino con que las ratas tienen una predisposición que nosotros no tenemos.
En nuestro país la trompeta sonó en 2005 con la aprobación del Decreto 4525 que reglamentó el Protocolo de Cartagena, donde se simplifican los trámites y requisitos que se solicitaban para la entrada al país de productos modificados genéticamente. Ya no se tienen que hacer tantas pruebas, y se creó un comité dividido en tres partes: ambiental, de salud y agrícola, que evalúa las pruebas entregadas por los mismos solicitantes. Para denegar la entrada de una semilla al país las tres partes del comité deberán estar de acuerdo: eso sí, no podrán conversar entre ellas.
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Quinta trompeta
Todo esto, es bien sabido, preparaba el terreno para la negociación del TLC con Estados Unidos, que exige que se abran las puertas a sus productos (como las semillas transgénicas) y se garantice, a su vez, la sanidad de los productos locales que se comprarán en sus tiendas y supermercados. Con la intención de hacer realidad estas garantías, el gobierno colombiano aprobó, en 2006, la Ley 1032, con la que se modificó el código penal para proteger los derechos de propiedad intelectual sobre semillas mejoradas; es decir, se abrió el festival de las patentes de semillas. Esta ley dice que solo son legales las semillas certificadas (que no portan ninguna enfermedad) y patentadas (propiedad de un dueño confiable, que las inventó, y a quien sea posible reclamarle); y en busca del beneficio de la salud (que no les importa mucho en el tema de los transgénicos o de los agrotóxicos con los que hay que mantener vivas las plantas certificadas) todo lo "similarmente confundible" a estas semillas es ilegal. Quien no se acoja a dicha ley podrá ser multado hasta con 26.000 salarios mínimos diarios legales, o tendrá que purgar hasta ocho años de cárcel.
Sexta trompeta
En este momento, con base en la Resolución 970/2010, todo aquel que cultive la tierra y quiera comercializar sus productos deberá registrar sus tierras en el ICA, junto con todo el proceso que desarrollará durante el cultivo: las semillas, los pesticidas, los tiempos de siembra y recolección, el transporte y almacenamiento, con el fin de garantizar la sanidad de sus productos y la posibilidad de que se le haga seguimiento a los cultivos. Además, la Ley 1518 de 2012, que protege a dueños de patentes de las semillas, puede estar contradiciendo principios constitucionales; por ejemplo, el concepto de soberanía alimentaria que está en la Constitución. Será la Corte quien decida.
Séptima trompeta
Mi mente perversa se atreve a pensar algo que quizá sea demasiado obvio: en este momento, las empresas multinacionales de la agroindustria pueden tomar una semilla endémica de Colombia, mejorarla en sus laboratorios, cambiarle un gen por uno de pato para que flote, patentarla, y de esta manera convertir todo aquello "similarmente confundible" –incluyendo, por supuesto, la semilla original– en ilegal. Y los campesinos que la trabajaron, la domesticaron y la mejoraron naturalmente durante siglos serán criminales si no usan la que les venden en un paquetico.
El fin del mundo
Se llaman Dupont, Monsanto y Syngenta, son tres de las multinacionales de las que estamos hablando, y solo ellas manejan el 57% del comercio de semillas patentadas del mundo, además de la oferta de pesticidas e insumos industriales para la agricultura. Como si fuera poco, y como son tan queridos, son donantes de la fundación que tiene el más grande banco mundial de semillas, donde se guardan las que los gobiernos tengan a bien regalar para preservarlas del fin del mundo.
Como yo lo veo, estos tres son, en esta historia, los jinetes del apocalipsis. Y creo que no hay mucho por hacer, por la misma razón que creo que escribir esto no sirve para nada: usted seguirá comprando la comida en el festival de verduras del supermercado más cercano, cumpliendo con su bolsillo y sin saber que ese tomate lleno de venenos no se lo comen ni los campesinos que lo siembran; ellos saben que así de mal está la cosa. Pero eso es porque soy pesimista, de esos que cuando grandes queremos ser tan optimistas como las personas que trabajan junto a los campesinos de este país porque creen que es posible otro final para esta historia; o como los cultivadores agroecológicos que siembran y cosechan sin pesticidas de síntesis química, rotando los cultivos, proponiendo que la producción de semillas sanas sea una ciencia de los campesinos.
No todo está perdido, si quiere hacer algo puede vincularse a la campaña Semillas de identidad o ampliar información en la
Asociación Red Colombiana de Agricultura Biológica o simplemente visitar la tienda agroecológica ColyFlor donde venden
tomates de verdad.
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