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     Número 38 - Septiembre de 2012


ARTÍCULOS
Carta desde mi biblioteca
Juan Carlos Orrego. Ilustración: Verónica Velásquez

Hace tres o cuatro años, andando a la casualidad por entre las calles del Nororiente de Medellín, acerté a descubrir un lozano jardincillo al otro lado de una reja, justo entre los dos cuerpos del antiguo hospital Concejo de Medellín. La belleza –y si no, el enigma– de ese retazo me llevó a pensar, de inmediato, en las Cartas desde mi celda de Gustavo Adolfo Bécquer, y tanto me arrobé con la evocación que habría olvidado el propósito que me había lanzado por ese rincón de Campo Valdés si lo hubiera tenido. Lo cierto fue que me distraje por un rato largo.

El pequeño vergel tendría poco menos de veinte metros cuadrados, casi en su totalidad cubiertos de yerba menuda y de una plantita rastrera y delicada con flores amarillas, sabe Dios si dicotiledónea, y que con tanta gracia cobija buena parte de los antejardines sembrados entre Manrique y Aranjuez. El tendido vegetal era interrumpido por un caminito estrecho que culebreaba entre la masa móvil de las herbáceas; por un árbol añoso y tranquilo de hojas oscuras cuyo nombre desconozco, y por modestas matas de maleza que embellecían el conjunto con sus hojitas dentadas y sus flores minúsculas como puntos de calor en un lienzo impresionista. Contra el muro de cemento sin pintar y la reja baja que cerraban el jardincillo por los costados occidental y norte, respectivamente, un seto de besitos y orejas de burro prometía ser el feliz escondite de grillos y lagartijas, así como de las ranas que alcanzaran a colonizarlo durante la época de lluvias. Frente al muro en revoque se alzaba una pared blanca, con puerta del mismo color, que comunicaba con el bloque oriental del hospital; una combinación que –por la impresión de pulcritud excesiva que daba– era, junto con unas huellas de llanta que creí descubrir en esa misma parte del gramado, la única nota chocante en aquel cuadro.

Estuve un rato agarrado a los barrotes de la reja, siguiendo, alelado, los lentos movimientos que un viento tranquilo imprimía en tallos, hojas y florecillas. Para sentirme más a gusto –o mejor, para consagrar debidamente la epifanía botánica– quise recordar algún pasaje de la "Carta tercera", en que Bécquer describe la mullida decadencia de un pequeño cementerio olvidado entre mil plantas delicadas.

Sin embargo, mi memoria apenas pudo recobrar las líneas más célebres de su colección de rimas –"¿Qué es poesía?, dices mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul…", "Hoy la tierra y los cielos me sonríen…"–; así como el ritornelo de la rima LXXIII que surgía en mi cabeza únicamente por su cercanía con el tema de la dichosa carta: "¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!".

Tuve que estar de regreso en casa para poder recuperar la imagen que quería. Leí con alguna solemnidad, a media voz, parado en todo el centro de mi biblioteca: "Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la poderosa vegetación de este país, abandonada a sí misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y una hermosura imponderables". Esa era la descripción que se ajustaba a mi experiencia: un cuadrado de vegetación, modesto y gracioso, entregado a su libre albedrío. Sin embargo, algo inapelable arruinaba la magnificencia de esos versículos: apenas podía invocarlos entre paredes forradas de libros, a muchas cuadras del lugar que había suscitado su recuerdo; como si, ante una pregunta capciosa, solo pudiera formular una respuesta inteligente a destiempo, ante mí mismo y sin quién se impresionara al escucharla. Me prometí volver en los días siguientes y leer el párrafo junto a las plantas, a riesgo de parecer un predicador lunático ante una asamblea de fantasmas o, en el mejor de los casos, de himenópteros.

Contra mi propósito, pasé muchas semanas sin acercarme siquiera a la calle en que se alarga el hospital, sumido en un frenético ir y venir de lecturas y tareas de escritura, absorbente hasta los albores de la demencia ("quien lo probó lo sabe", como diría Lope de Vega); quizá ocurría que, concentrado en desentrañar historias de indios latinoamericanos o en preparar un opúsculo sobre una novela de fútbol, intuía que no me convenía distraer mi sensibilidad con nostalgias de romanticismo español; con frescos de espigas y margaritas que, era obvio, no habrían logrado algo distinto de importunar con su tentación el ambiente austero de mis tareas inaplazables.

Un día, mientras me descolgaba con mis hijos hacia la Iglesia del Calvario – ellos, apenas prendidos de mis dedos, asumían todos los riesgos con tal de alcanzar la procesión del Domingo de Ramos–, pasé otra vez ante el jardincillo. Embebido en la urgencia de mi pastoreo paternal, me sorprendió verlo frente a mí, inopinadamente, como salido de la nada. Me recorrió un leve escalofrío de sorpresa y júbilo, pero casi inmediatamente mi sensación se trocó en disgusto y, no mucho después, en pena opresiva. Poco importó que se tratara de una radiosa mañana de abril: sobre las yerbas y el maní del costado de la pared blanca había sido parqueado un furgón del mismo color; un vehículo bronco, deslucido tanto por su acabado sin ornamentos como por el tufillo a civilización que emana de él y todos los de su especie cada vez que les da por colarse en la entraña de lo bucólico. Ese disgusto ya era demasiado, pero lo peor vino enseguida. Cuando mis hijos y yo nos aprestábamos a reanudar la marcha, vi que la puerta se abría, y algunos segundos después vi aparecer la espalda con bata blanca de un hombre gordo que caminaba hacia atrás, con todos los aspavientos de estar sosteniendo, en vilo, una camilla. Casi inmediatamente supe –si lo adiviné o me quedé para verlo, poco importa– lo que había: al jardín iba a dar la salida de la morgue, particularmente atestada de muerte al término de otra semana en este valle turbulento.

Días después, cuando sentí apagadas las emociones equívocas que me había dejado el siniestro descubrimiento, volví sobre la antología de Bécquer. Pero ya no busqué las Cartas desde mi celda, pues creí obligatorio –como si se tratara de proferir un conjuro contra el mal– recitar las líneas de la mustia rima LXXIII: "Despertaba el día / y a su albor primero, / con sus mil ruidos / despertaba el pueblo. / Ante aquel contraste / de vida y misterios / de luz y tinieblas / medité un momento: / ¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!".UC

Ilustración Verónica Velázquez