Vicente Quirarte,
Enseres para sobrevivir en la ciudad,
Bogotá, Luna Libros,
2012.
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Devaneos alrededor de "objetos que a fuerza de costumbre y de uso terminan por convertirse en seres, a veces más vivos que nosotros: el paraguas, la pluma, el portafolios". Así presenta don Vicente Quirarte sus Enseres para sobrevivir en la ciudad, una colección de prosas luminosas sobre esos artículos y otros más: "El camarada cesto de papeles", "La camisa del hombre feliz", "Elogio de la torta", "En defensa de la solapa"… Busca el autor revolver la costumbre. Dedicarles a las pequeñas cosas palabras escogidas con esmero, bien organizadas y dispuestas con primor en la página escrita. Una primera edición de este libro inaplazable apareció en 1994 en México. Una segunda pocos años después en editorial Norma. Esta tercera llegó hace pocos meses a las librerías con el sello de Luna Libros, una editorial que hace bien las cosas. La edición es bella y cuesta poco, pero vale mucho. Miren si no:
Habrá que desconfiar del niño que conserve su lápiz sin mordeduras, con la goma a salvo del sacrificio. Será sin duda muy ordenado, escribirá con la mejor caligrafía, preferirá a Descartes sobre Pascal y será sujeto susceptible de ser engañado por su futura esposa.
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He aprendido que, como las mujeres, las plumas más finas y hermosas suelen ser infieles; que aquellas a las que más cuidamos, terminan por perderse.
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De las cosas que manchan, la tinta tiene el mejor perfume.
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Sólo el escritor continúa haciendo tareas —a veces no pedidas— con los mismos instrumentos que en la niñez; sólo él persiste en explorar papelerías con la febril ilusión de la nueva entrada a clases; privilegio exclusivo del escritor es estrenar cuadernos, la sensación de libertad y miedo ante un territorio ilimitado donde las traiciones e infidelidades aún lo acechan.
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En la escritura, ese campo de batalla de triunfos escasos, el cesto combate como censor postrero, corrector de estilo, juez definitivo, y cumple sus tareas con humildad y eficiencia. No las cuartillas terminadas sino las arrojadas al cesto, las que se acumulan misericordiosamente, creando la ilusión de que avanzamos, son las que merecen nuestra mayor gratitud.
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Vivimos tiempos en que los cestos de papeles agonizan. Se escribe mal y rápido, y no hay tiempo para la exquisitez de borradores o primeras versiones.
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Como el paraguas, las gabardinas que habitan la ciudad de México tienen a lo sumo un periodo de cuatro meses al año. Pero en esa estación nos vuelven a alegrar por superfluas y hermosas, protectoras y amables. Su tacto es generoso, no pican como suéter de lana que al contacto con la lluvia huele al borrego mojado que le dio origen. Son ligeras; se mojan por nosotros y nos guardan; son hermosas: cubren la camisa del soltero quien sólo ha planchado cuello y puños; son heroicas: trinchera o sobretodo, gabardina o impermeable, todos sus nombres revelan su labor de resguardo, su omnipotencia sobre las otras prendas de vestir.
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Con las primeras lluvias es preciso ejercitar la memoria, porque ha llegado el tiempo del paraguas; tiempo de hacerlo compañero inseparable; tiempo de aprender a andar de otra manera, como si el instrumento fuera parte de nosotros; tiempo de recordar que cuando abandonamos un sitio no hemos llegado solos, sino acompañados por un murciélago plegable, una sombra portátil.
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El placer de entrar a una librería pertenece al cuerpo. Walter Benjamin lo dijo: los libros, como las mujeres, pueden acompañarnos a la cama, pero antes es necesaria una seducción mutua, paciente y refinada. El temblor estético provocado por el libro tiene lugar a través de los sentidos: la vista, que disfruta la simetría y las proporciones; el tacto, que prolonga el placer de la mirada en el sello de agua o en la textura del papel; el olfato, reconocedor del sitio de origen del libro; el oído, que goza del peso y el paso de las hojas; el gusto, cuando identificamos la piel de una encuadernación.
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