Conocí a Alberto Aguirre por su columna Cuadro en el diario El Mundo. Era una columna cimarrona, rebelde, llena de ironía y de ácida crítica a todo lo que fuera poder y dominio.
Personalmente lo conocí cuando fue mi profesor de periodismo de opinión en la Universidad de Antioquia. La clase era a las seis de la mañana y yo siempre llegaba cumplido. Y él más. La clase era muy agradable, llena de su inteligencia y honradez crítica, pero el que hablaba era Aguirre porque los alumnos casi no participaban.
Cuando Aguirre preguntaba: "Y ustedes, ¿qué opinan?", un silencio incómodo se apoderaba del aula. Entonces, para evitar que él pensara que éramos una manada de miedosos, yo opinaba lo que me llegara a la, todavía un poco dormida, cabeza.
Cierta vez que Aguirre disertaba sobre lo terrible que fue el Holocausto, como se conoce el infame exterminio de seres humanos por parte de Hitler y sus "buenos muchachos", preguntó que opinábamos del nazismo. Yo, apenado por el sonoro silencio del salón, opiné que ya estaba bueno de recordar ese episodio, que suficientes películas se habían hecho sobre lo mismo. Y eso que faltaba La lista de Schindler.
Aguirre se puso pálido, trastabilló, y con la voz atropellada por la indignación me dijo que yo era un cínico –acertó- y que o me salía del salón o él se iba.
Yo me fui de la clase, y cometí el nunca bien lamentado error de no volver nunca. Cuando el curso se iba a terminar y perdía la materia por inasistencia, le escribí una carta pidiéndole el favor de que me pusiera un tres (las notas eran de 1 a 5 y se ganaba se ganaba con tres "raspado"). Para humillarme me puso 4.5, pero después me enteré de que a todos nos calificó lo mismo.
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Ese "cacharro" nos hizo amigos y después almorcé con él tres o cuatro veces, siempre con su musa Aurita López, su parcera.
De Aguirre me encantaba su conversación llena de sapiencia y anarquía, cuando rajaba de la "raza" antioqueña y decía que los señores paisas éramos unas señoras de alma, corazón y tripa. Y llegaba muy campante a la conclusión de que nada le había hecho tanto daño a Antioquia como sus dirigentes godos… y liberales.
Por eso podemos decir tranquilamente que Alberto Aguirre pertenece al grupo de los rebeldes antioqueños: María Cano, Fernando González, Porfirio Barba Jacob, Débora Arango, Gonzalo Arango, Fernando Vallejo...
Con Aguirre pasó una cosa muy graciosa: un grupo de amigos, entre quienes sobresalía el caricaturista Elkin Obregón, teníamos una tertulia de la que salió un librillo de cuentos titulado Jueves por la noche. Sacamos cincuenta ejemplares para los amigos y nos dio por incluir dos textos inventados: prólogo de Borges y Epílogo de Aguirre.
Aguirre (y su "Aura") fueron de invitados a la presentación del libraco. A los pocos días le dedicó su columna Cuadro a nuestro folleto y escribió casi exactamente lo que aparecía en el epílogo apócrifo. Obregón dijo, sin temor a equivocarse, que era una demostración del cariño que nos tenía.
Aguirre seguramente se fue para el cielo, pero cuando llegó y vio por allá a monseñor Builes y al cardenal López Trujillo, de inmediato pidió traslado para el infierno. ¿Cómo sería la ira de Dios?
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Para conocer su sentido del humor (por sus chistes los conoceréis), recordemos su respuesta cuando un sobrino le preguntó dónde quería que tiraran sus cenizas: "Haceme un favor, echalas por el inodoro".
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