Los papas italianos solían tener cerca a sus hijos. Los criaban bajo sus faldones y de ser posible más tarde los nombraban cardenales. A esos hijos no reconocidos oficialmente, el papa los criaba como "nipoti", que quiere decir sobrinos o personas de parentesco cercano. De ahí viene el apellido de Juan Nepote, un físico y escritor mexicano que estuvo hace poco en Medellín hablando de Científicos en el ring, su reciente libro sobre disputas académicas.
Juan Nepote es entusiasta y sencillo. Es fácil entablar con él un diálogo fraterno, como sugiere su linaje, aunque ni él ni su familia tengan nada que ver con papas. Un antecesor suyo migró de Italia a Jalisco durante un auge minero, y de su descendencia, en un hogar de padres periodistas, nacería él. Dice que recuerda los arrumes de libros que atesoraba su padre, de donde seguramente le vino la idea de ser escritor.
Sin embargo, a la hora de salir del colegio Juan no pensó en estudiar letras. Tenía claro que quería ser escritor, no profesor de literatura, de modo que optó por darse una espera como empleado en la peletería de su tío. Allí, entre los olores y las texturas de las pieles, tuvo tiempo para soñar, y como los sueños son desatinados se le ocurrió que algo lo esperaba en el mundo de la física.
Juan creía, con la insolencia de la juventud, que haría algún descubrimiento importante en ese campo si se lo proponía. Se presentó a la universidad y pasó sin problemas, no tanto por algún tipo de genialidad revelada sino tal vez porque la mayoría de los jóvenes sueñan con hacer proezas en otros campos. Avanzó pues en la carrera de física, hasta que le llegó el día de preguntarse dónde había quedado esa revelación primordial de la escritura.
La respuesta la encontró cuando, parcialmente insatisfecho por el movimiento simple y otras arideces, hizo abrir una electiva perdida en el pénsum: historia y filosofía de la física. El profesor, un alemán con todos los centímetros, resultó tan bueno que no solo lo siguió en todas sus lecturas recomendadas sino que terminó pronunciando el nombre de Einstein con acento científico. Y todavía lo hace.
Pude escucharlo en la conferencia que dio en el Parque Explora a propósito de su libro, donde presenta seis ejemplos de confrontaciones entre académicos de diversas épocas, enfrentados por la paternidad de una teoría o de un nuevo conocimiento. En el caso del bien pronunciado Einstein, por ejemplo, se trata de la disputa de este con Bohr y Heisenberg sobre el azar en los procesos de la Física Cuántica.
Para hacer más divertido el tema de las controversias científicas, Juan Nepote echa mano de uno de los deportes de combate más peculiares de su país, la lucha libre. Son bien conocidos en el exterior los enmascarados que, en una mezcla de acrobacia y fanfarronería, se enfrentan a golpes ante multitudes. Aunque los científicos no pelean exactamente de la misma manera –tal vez por falta de tono muscular–, son simpáticas las relaciones que Juan ha encontrado entre unas contiendas y otras.
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En la lucha libre mexicana se distinguen dos tipos de peleadores: los más bastos y brutos en lo que se refiere a su manera de actuar, a quienes la gente llama los rudos, y otros, más técnicos y respetuosos de las reglas, conocidos como los científicos. Lo normal pues es que se conserve este contraste en los duelos, de manera que se pueda saber qué puede más, si las artimañas o el cerebro. Igual, plantea Juan Nepote, ocurre a veces en la ciencia; para explicarlo trae, entre otros, el ejemplo de la pelea entre Thomas Alva Edison y Nikola Tesla.
Hace casi un siglo se presentó en los cuarteles del reconocido Edison en Nueva York –donde trabajaba un pequeño ejército de ingenieros en busca de nuevas y prometedoras patentes– un europeo flaco y de modales finos a pedir trabajo. Era un yugoslavo de apellido Tesla que venía recomendado por el jefe de la filial de Edison en París. El remitente decía en el sobre cerrado: "Conozco a dos hombres de gran inteligencia, y usted es uno de ellos. El otro es el portador de esta carta".
Tal vez menos motivado por el halago que por la falta de un ingeniero que supiera de electricidad, Edison contrató al muchacho, aunque no le daba confianza su pelo engominado y partido a la mitad. Edison se dio cuenta de que si bien el recién llegado era solitario, y quizá demasiado refinado para su gusto, sabía lo que hacía. Le dio a entender que podía trabajar por su cuenta y le prometió cincuenta mil dólares si lograba mejorar sus más recientes generadores.
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Tesla se aplicó al trabajo en largas jornadas y presentó los resultados a Edison con la seguridad de que ahí comenzarían a cambiar sus condiciones financieras, pero ante el reclamo por el dinero el inventor le dio una respuesta que a cualquiera sacaría de su ropa: "¡Qué poco está usted acostumbrado al humor americano!". Tesla se fue dando un portazo, convencido de que su invento de transportar la corriente en forma alterna era mucho mejor que la forma continua que proponía Edison.
El joven yugoslavo consiguió apoyo financiero de personajes que conoció en el mundo aristocrático de Nueva York, en el que se supo insertar, y formó su propia empresa para darle la pelea a su antiguo jefe. Pero a este no le gustaban los competidores y, haciendo gala de ser un hombre de acción y no un académico, peleó como el más sobresaliente de los rudos. Sus ataques iban desde panfletos denigrantes de la corriente alterna y su inventor, hasta la ejecución pública de perros y gatos electrocutados, para que la gente viera lo peligroso que podía ser ese nuevo invento.
La corriente alterna de Tesla finalmente se impuso, y su inventor, un verdadero luchador técnico y científico, vio reconocida su audacia e inteligencia. Pronto Estados Unidos tuvo una vasta red eléctrica que llevaba la corriente alterna hasta los rincones más apartados. Naturalmente, la fama de Tesla no fue tanta como la de Edison, reconocido por haber dado a luz numerosos inventos –aunque se diga que estos fueron en buena medida obra de los ingenieros a su servicio–. Tanta fue la influencia del inventor del teléfono y la bombilla, que el mismo Tesla no pudo evitar que se le impusiera, al final de su vida, la Medalla Edison al mérito por sus investigaciones científicas.
Otros cinco combates pueden leerse en Científicos en el ring, no todos tan brutales como el de la "guerra de las corrientes". Por ejemplo, está el caso de Charles Darwin y Alfred R. Wallace, quienes se dieron cuenta de que habían llegado a conclusiones similares, casi al mismo tiempo, acerca de lo que después sería conocido como evolución. En vez de pelear a muerte, los dos científicos decidieron darse la mano y publicar juntos, en igualdad de condiciones, sus observaciones. Wallace, más joven, quedó agradecido con esa oportunidad, y Darwin, contento, porque a raíz del trabajo de Wallace se apuró a publicar su largamente aplazado Origen de las especies.
Como lector y espectador, puedo decir que Juan Nepote es sin duda un árbitro imparcial que no se inclina por los rudos ni por los científicos. Después de leerlo uno queda con la siempre agradable sensación de haber aprendido algo mientras se lee una buena historia. La física y la escritura han llegado pues, como el sueño juvenil de este mexicano de Guadalajara, a un envidiable matrimonio.
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