El ojo de la piñata
En Puerto Bogotá conocen a Vicente por el apodo de “Tuna”, y así lo saludan cuando llego con él al barrio Patio Bonito, donde creció. “De pelao me decían pilatuna y con el tiempo me fui quedando Tuna”, me explica con una sonrisa. Su “vieja”, doña Emelina, se emocionó al verlo. Se le colgó del cuello, le puso su cabeza en el pecho y luego alzó la vista: “está flaco mijo”, le dijo. “Siempre he sido así mamá. ¿Ya no se acuerda?”. Por lo menos, yo puedo asegurar que desde hace tres años que lo conozco, lo he visto igual: ligero y ágil como una canoa de ceiba amarilla.
“Mucho gusto don Urbano”, saludo al hermano mayor de Vicente, otro veterano pescador que al enterarse de mi interés por la subienda se transforma en un surtidor de historias. No le oculto mi ansiedad por llegar al río, pero es difícil resistirse a tan experta inducción. “Aquí toda la ribera del río tiene sus dueños. No tienen títulos de propiedad pero se ha respetado la tradición. Cada punto de pesca es una cama, o sea que son sitios en la orilla que los pescadores arreglan con piedras y cemento cuando el río está bajito. El pescao se entra a descansar ahí pa superar la corriente y así es más fácil cogerlo con la atarraya”, me explica Urbano.
La propiedad o derecho de pesca en esos puntos se va heredando, y el número de propietarios no pasa de doce que se rotan en turnos de una hora. El propietario es libre de ceder o alquilar su turno, y en este caso el pescador es un turnero; pero para vender su derecho vitalicio debe consultar a los demás, que evaluarán al comprador: “si vemos que es una buena persona y que es de aquí, de pronto lo aceptamos”, complementa Urbano. Hace poco se vendió un derecho por seis millones de pesos, pero se han transado hasta por quince millones. “Es que pescar en un punto ya arreglao es muy diferente y le garantiza mejor pesca”, sentencia. La cotización del turno depende de la época y del precio del pescado, que fluctúa entre diez mil y cien mil pesos.
Domino mi excitación mientras me acerco. Desciendo torpemente por una callejuela y desemboco en La Magdalena. Una franja estridente de casas y cantinas flanquea el hervidero humano que se agita al lado del río. “Miré usted: aquí el río es más caudaloso y angosto, entonces los peces se orillan y es más fácil cogerlos”, me dice Vicente extendiendo la mano. En la ribera de enfrente, la de Honda, el hormigueo no es menor, pero son más evidentes los estragos del invierno, que la transformó en una montonera de rocas bajo una cornisa anómala de paredes sobre barrancos socavados. “Honda se quedó con la fama, pero la subienda tradicional se vive más en Puerto Bogotá”, me asegura otro pescador que se acercó a saludar.
En algunos sitios las camas están delimitadas por espigones de roca y concreto; incluso, en el extremo las coronan toscas plataformas acompañadas de una especie de poceta para echar el pescado. Este es el caso de El Fondazo, donde tiene el derecho doña Emelina, que lo heredó de su esposo don Jesús, y en el que pesca don Urbano. Pero también están las camas de La Oreja, El Manso, El Chisguete, La Moya, El Moyete, La Mina, Piedra Rucia, La Plancheta, El Rebozo, El Ancianato, y unas sesenta más hasta el emblemático puente Luis Eduardo Andrade que une las dos poblaciones.
Todo comienza en El Remolino donde el caudal se estrella contra la peña y forma la moya de Santa Marta. Allí pescan con las atarrayas desde las canoas que circulan incesantes en todas las direcciones. El movimiento de la orilla corre por cuenta de los compradores, turistas y curiosos; también de las casetas en las que se vende licor al son de los vallenatos.
Cada arte y aparejo exige su destreza y hay quienes prefieren la cóngola, una especie de nasa, o red en forma de bolsa, sostenida en los extremos arqueados de dos largueros. Con ella escarban el fondo para atrapar los peces. En esta actividad, a la que llaman guambiar, Estiven, de once años quiere volverse experto para responder al desafío burlón de sus amigos del barrio La Caimana. “Me dijeron que yo no era capaz de pescar y por eso me vine a esta subienda. Ya he sacado varios peces y me ha parecido muy divertido. Ahora me respetan más”, declara Estiven parado en una roca e izando la cóngola como un estandarte.
Es domingo de puente festivo en pleno Carnaval del Río y el Pescador, la fiesta tradicional de Puerto Bogotá. El panorama confirma la definición de Vicente sobre la subienda. Todos se afanan por agarrar lo que más puedan, aunque la mayoría son pescadores ocasionales. “La subienda es una redención económica para mucha gente, también es diversión y encuentro. Para los niños es como un dulce”, cuenta Erzaín Castellanos, que llegó de siete años desde Villavicencio, aprendió el oficio y también es comerciante de pescado, que aquí llaman moinos.
El moino compra el pescado en la orilla, lo hace ayuntar y rayar para venderlo a los mayoristas. A las encargadas de ayuntar o ensartar el pescado en cogollos de palma de nolí o de iraca se les llama corincheras, y cobran cuatrocientos pesos por yunta o sarta, que se compone de unos treinta nicuros y se vende a cuatro mil pesos. Las guayungas son las sartas con nicuros de mejor tamaño y se venden hasta en quince mil pesos. “Tengo mucho que agradecerle a la subienda, con ella pago las deudas y le doy estudio a mis hijos”, dice Umbertina Olaya, que en un día puede armar ochenta yuntas.
A esta altura del recorrido Vicente se ha disuelto en la boruca, pero el ambiente cordial y la actitud abierta de la gente ya no exige anfitrión. Puedo moverme a mis anchas, entre rocas, atarrayas y cóngolas, pescando entrevistas y observando.
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Los baldes se llenan con nicuro, bocachico y capaz. Familias enteras disfrutan la faena, los peces se cogen hasta con las manos y las atarrayas apenas exigen esfuerzo para desplegarlas. Así encuentro a Andrés de doce años y a Elibeth de diez, seleccionando el pescado que su papá, Luis Sandoval, les acerca enredado en la atarraya. “Soy de Abejorral, Antioquia y hace 34 años trabajo en la subienda, pero el resto del tiempo sobrevivo de la venta de agua y gaseosa en los buses y de las cosechas de café en pueblos como Villeta, Guaduas, Sasaima y La Vega. También voy a Antioquia y a Caldas”.
Elibeth no se muestra menos cordial: “Me gusta venir acá, es más divertido. Juego con los nicuros y le ayudo a mi papá”. “Yo juego en la arena mientras ayudo a desengravillar el pescado”, dice Andrés antes de saltar a mirar un pez que cayó en la red. Él encontró un blanquillo y yo lo perdí a él. Pero hallé a don Gonzalo Rojas, el pescador más antiguo de Puerto Bogotá. “Póngale cuidado pues mijo porque no le voy a repetir”, levanta el índice sin hacer caso de la grabadora. “Llevo 55 años dedicado a la pesca y cuando comencé aquí había una sola canoa. Nos tocaba llevar el pescado hasta la estación del ferrocarril, desagallao y estripao. Póngale bien cuidao. Allá me lo comparaba Plutarco Díaz, y si a uno lo dejaba el tren perdíamos el pescado”. Don Gonzalo desgrana nombres de viejos pescadores: todos muertos. “Yo también me voy a morir en el río porque no sé hacer otra cosa. La subienda es el pulmón de Puerto Bogotá, le da trabajo hasta a los viejos que ya no contrata nadie. No se le olvide lo que le digo. Escríbalo bien”.
El pan que hornea el río
Me despierto en la hamaca con la voz de don Gonzalo en la cabeza: “ponga cuidao. Escríbalo bien”. Los rayadores siguen pasando y Vicente ya ha regresado: parece satisfecho. El calor sube. Mientras Ómar prepara el viudo de pescado, Vicente habla. “Los peces salen gorditos de las ciénagas y aprovechan las crecientes de la temporada lluviosa de noviembre para salir al río a reproducirse desde el mes de diciembre. Van subiendo y quemando grasa. Ya después, en abril, bajan poniendo los huevos, principalmente en las bocas de los caños que comunican las ciénagas con el río. Yo he visto el agua agitada y el ruido de los peces cuando los fecundan. Los alevinos entran a las ciénagas y allí se crían. Ese es el ciclo de la subienda”.
Con la deforestación y la desecación de ciénagas para la ganadería, la contaminación minera, los pulsos irregulares de las crecidas producidos por la liberación de grandes masas de agua de los embalses, entre otros, la subienda, y en general la pesca artesanal, viene sufriendo graves impactos. Y aunque conserva ese aire festivo, la piñata es cada vez más incierta.
Vicente no es optimista, pero se esfuerza por mantener el oficio con el mismo espíritu vivaz que refleja en su rostro. Habla también con la serenidad y la paciencia que otorgan lo ríos. “Ningún aparejo de pesca es de por sí dañino, sino que es el pescador el que debe manejarlo bien; por ejemplo: no coger si no está garantizada la venta, tratar de respetar las tallas. Y hay que cuidar las moyas, que son las barreras o meandros naturales que remansan el río y reducen la erosión de las orillas…”.
Se interrumpe para ayudar a servir el viudo de pescado. Para eso extiende maderos sobre los que apoya tablas. Luego las cubren con hojas de plátano y cuidadosamente van sirviendo arroz, yuca y papa. Los nicuros hacen cadena con los bocachicos, rodeando el plato. Ómar y Vicente invitan a comer. Cruzan las piernas. Observo sus torsos desnudos, la expresión reposada, el alimento dispuesto: el sentido íntimo de la subienda concentrado en un instante.
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