Daniel recibió un balazo en la cabeza a las doce de la noche del 31 de diciembre de 2010. Tenía cinco años de edad. Quienes celebran disparando al aire no conocen ninguna ley, ni la de la gravedad. Daniel, en cambio, aprendió con sangre y fuego lo que significa el peso de la gravedad y la ausencia de la Ley. Después de pasar dos semanas en coma, desafió a la muerte y empezó a vivir con la bala incrustada en el cerebro.
Al mes del impacto, se preparaba para ir al preescolar “Manitas Traviesas”, a diez cuadras loma abajo de su casa en el barrio Manrique La Salle. De tanto en tanto pedía que lo ayudaran a bajar de la cama y salía del cuarto ladeándose, con Deisy, su madre, haciéndole corralito con sus manos, como a un bebé de meses. Se oían aplausos y él sonreía, pero solo se le movía el lado derecho de la cara, el otro lo tenía paralizado.
El día de la primera clase salió de la casa más temprano de lo habitual. Antes solo tardaba diez minutos en llegar al preescolar, pero esta vez Deisy calculaba que les tomaría por lo menos treinta minutos.
Llovía. Le puso una chaqueta y miraron el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que hay en la sala. Se dieron la bendición. Al lado del cuadro hay una foto de la familia: Daniel, Deisy, Alexander, el padre, y Karen, la hija.
Deisy abrió la sombrilla, cogió a Daniel de la mano y empezó a bajar. El niño intentaba seguirla, exigiéndole a su pierna izquierda que se moviera. Con cada paso el pie se le iba hacia afuera.
La calle se convertía en un sendero mojado de escaleras. Cada vez era más difícil para Daniel. Deisy lo cargaba y venían a su memoria los días cuando apostaban carreras y su hijo buscaba los peldaños altos para brincar. Qué eran los problemas de antes comparados con lo que tenía ahora al frente.
Llegaron al preescolar a la hora en punto. Daniel saludó con la cabeza a la profesora y cruzó la puerta. Se había vuelto más tímido. “Cuando ve que hay cosas que no puede hacer se retrae y empieza a darle vueltas a los recuerdos”, decía Deisy. Ella y Álex intentaban hacerlo reír “para disipar el mundito en el que se metió”. En el que lo metió quien disparó la bala.
Cuando lo invitaban a dar una vuelta por el barrio, no salía “porque por la noche tiran pólvora y dan disparos”, decía Daniel. “Le estamos enseñando que afuera no toda la gente es mala”.
En el preescolar, tendría que superar otra terapia igual de dura. La curiosidad de los compañeritos y las preguntas imprudentes de sus padres… ¿Y qué le pasó? ¿Y tiene la bala ahí metida? ¿Y no se la sacaron? ¿Y va a volver a caminar? La profesora confiaba en que no sentirían lástima, sino que Daniel sería tan autónomo como cuando no dependía de una bala.
Quince meses después
Álex y Daniel bajan sin tropiezos por la calle 89A hasta la carrera 42A, que atraviesa el barrio con curvas estrechas en las que se apretujan buses, taxis y motos. Álex piensa en su trabajo, en seguir creciendo como técnico de Ascensores Andino.
A las 12:35 p.m. llegan a la entrada del colegio María Reina del Carmelo, donde Daniel empieza su jornada de primero de primaria. Álex besa a su hijo y cuando lo ve alejarse recuerda el día en que se desplomó en sus brazos y vio la sangre salir de su cabeza.
En la tarde, después de terminar su jornada de atención al cliente en Comcel, Deisy lo recoge. Se abre paso entre los padres que hay en la entrada y le alza la mano a Daniel.
El niño viste pantalón azul oscuro, camisa blanca de manga larga, corbata roja y zapatos negros. Es la primera vez en el año que se puso el uniforme de corbata, pues era el día de San José. Tiene el pelo negro y liso, muy corto, con un remolino que le despeja la frente. Camina lento, pues tiene unos kilos de sobrepeso. Sus ojos son oscuros, grandes, y la mirada incisiva, indescifrable. La madre se emociona: “Cómo se ve de lindo”, murmura para sí.
Suben por la carrera de curvas estrechas. Deisy piensa en su futuro, quiere cambiar de barrio. Cada vez que alguien le pregunta por su hijo recuerda la noche en que lo llevó mal herido al hospital. La sangre en su regazo. “Despierta, papi, despierta”, le decía. Los buses se deslizan por la pendiente rozando el andén, las motocicletas suben culebreando entre los carros, el andén desaparece y deben caminar sobre la calle.
Al llegar a la casa, Daniel pide permiso para salir a jugar. La madre le dice que primero se debe cambiar de ropa. Deisy enciende el computador que hay en la habitación de Daniel y Karen. Pone un capítulo del programa Infrarrojo de Teleantioquia, emitido el 5 de marzo de este año, que habla de cuatro casos de niños afectados por balas perdidas. Balas perdidas… encontradas por inocentes.
Entre los casos está el de Daniel. Los otros tres corresponden a dos niños muertos y un sobreviviente, víctimas de balaceras entre bandas o de reacciones de la policía. El mensaje del programa es único: Las cuatro familias se sienten abandonadas a su tragedia, sin justicia, sin reparación, sin protección. No culpables ni investigaciones, nadie les ha preguntado nada. En 2011 hubo 30 casos de heridos por balas perdidas en la ciudad, dos de ellos de niños menores de diez años.
Daniel mira el programa. Conoce los casos. Al ver una de las víctimas se señala la mandíbula: “Ella tenía esa cosa aquí”, dice. Luego, con otro caso, se señala la cabeza.
Karen está sentada en la mesa del comedor con los cuadernos abiertos. Tiene once años. Cuando el plomo impactó a su hermanito sintió “como si se hubiera parado el mundo”. Lo vio tirado en el suelo y se puso a llorar. Nunca había visto a Álex y a Deisy fuera de sí. Cuando Daniel estaba en coma en el hospital, Karen acompañaba a su mamá a misa y la veía llorar. “Ella solo quería estar con él”, recuerda.
La madre sentía cosas fuera de lo común. Dice que vio a Dios curar a su hijo y recuerda que Daniel le decía que veía tres espíritus: el de la casa, el de él mismo y el que iba al hospital cuando ella no estaba. Los veía con los ojitos y el pelito como él, con alas. “Esto es un milagro”, pensaba la madre.
Ahora, quince meses después, cada vez que va a misa sigue llorando, agradecida. Daniel la acompaña y le pide que le tape la cara cuando también a él le aparecen las lágrimas.
Mucho ha cambiado en la familia Gaviria García en el último año. “Daniel es más alegre”, dice Karen. Se junta con otros niños y se volvió cariñoso con su hermanita. Hacen rompecabezas y leen cuentos. “Mi papá le lee Juan y los frijoles mágicos y a él le encanta”, dice ella. Daniel pregunta por qué el ogro persigue a Juan y si se lo va a comer. “Cuando aparece el ogro siente una emoción impresionante”, cuenta Karen, aunque ella prefiere La bella durmiente.
Suena el teléfono. Daniel contesta, es su padre. “¿Me da plata para el paseo?”, le dice. Álex pide hablar con Deisy. Ella le dice que le explica cuando él llegue a la casa. Cuelga. “Daniel no se lo merece, no le está yendo bien en el colegio”, dice.
El niño saca del morral un examen y una carta para los padres. En el examen sacó 3.3 y la carta es una invitación para ir al Parque de los Tamarindos.
—Mire esa nota tan bajita —dice la madre.
—Pero si saqué treinta y tres
— dice Daniel, quien no parece entender la forma de calificar.
—Vea, aquí dice que por qué no le puso los nombres a las personas si estaban anotados en el tablero.
—No estaban en el tablero.
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A causa del impacto, Daniel padece estrabismo y pérdida de visión en el ojo izquierdo. Se sienta en los primeros puestos del salón de clase, a pesar de que es de los más grandes, para poder ver bien, pero le da dificultad mirar el tablero y luego enfocar el papel. Pierde concentración. Se atrasa.
Una vez terminado el programa de televisión, Deisy pone un video. Es del 11 de diciembre de 2010, veinte días antes de que esa bala calibre 9 mm penetrara el cráneo de su hijo. Daniel soñaba con ser uno de los integrantes de los Cantores de Chipuco. En la imagen se ve con un sombrero vueltiado bailando la música de sus ídolos, moviendo los hombros y haciendo monerías.
La bala ingresó por la parte superior de la cabeza y descendió hasta el tálamo, casi en la mitad del cerebro. Además de afectarle el ojo, le provocó parálisis de la mitad izquierda del cuerpo. El neurocirujano pediátrico Eduardo Cortez, del Hospital San Vicente Fundación, recomendó no extraer el plomo, pues las secuelas de una operación podían ser peores.
Daniel tendría que vivir el resto de su vida con el proyectil en su cabeza. Solo el tiempo diría si recuperaría su movilidad y una vida más normal. Había que esperar por lo menos un año para determinar las consecuencias definitivas.
Otro video. Es de la celebración del primer cumpleaños del año pasado, el 11 de junio de 2011. Desde el día en que casi se muere, a Daniel le celebran dos cumpleaños: el de nacimiento y el 31 de diciembre, porque ese día “volvió a nacer”. Pero este último es un duelo. En la casa de Daniel ya no se celebra el año nuevo.
En el video se ve la casa con bombas y serpentinas, llena de familiares. Daniel entra a la casa y cuando ve la algarabía se hace el desmayado: se deja caer en los brazos de su padre, que entra con él. Así se desplomó el día del impacto. Álex quiso desearle un feliz año a su hijo y de repente el niño cayó al piso, a sus pies. “Ay, pa...”, dijo.
Estaban en la calle, celebrando bajo una carpa con familiares y vecinos de la cuadra. En ese momento, Álex no se imaginaba que ésa iba a ser apenas la primera batalla de una guerra a muerte por salvar a su hijo. Lo único que pensó fue: “me lo mataron”.
Daniel recibió su destino estrenando la ropa del aguinaldo. Camisa gris, cortos cafés, sandalias playeras y una chompa naranja. El padre lo recogió, intentó detener la salida de sangre con la capucha de la chompa y le gritó a un primo para que encendiera el carro y los llevara al puesto de salud.
Se miró la chaqueta café que tenía puesta, manchada, y sintió que veía su propia sangre. Buscó a Deisy. “Una bala le dio a Daniel en la cabeza”, escuchó ella que gritaban.
Corrió. Deisy tampoco pensó que le estuviera cambiando la vida. Que las angustias diarias, los problemas familiares, las mañanas con su hijo bailando, su futuro, fueran a alcanzar una nueva dimensión. Tan sólo quería estar cerca de él. Lo cogió en sus brazos y empezó a hablarle. “Te vas a poner bien”, le decía.
Descendieron por la carrera 42A en una especie de rally por las calles estrechas, con curvas y resaltos, de la comuna nororiental. La ciudad se veía en el fondo del valle, todavía celebrando, tirando pólvora, lanzando más balas al aire. La pólvora estallaba e iluminaba el cielo, encubriendo las balas perdidas que buscaban dónde caer.
Costumbres explosivas
Como en muchas partes del mundo, la costumbre de recibir el año nuevo a disparos explota cada 31 de diciembre en las comunas de Medellín. Así como pasa con la quema de pólvora, los estallidos de los disparos son carcajadas burlonas a las prohibiciones oficiales. Y la gente celebra y se ríe.
El 31 de diciembre del año pasado otros dos niños llegaron a las manos del neurocirujano Cortez con sus cabezas perforadas por balas perdidas. El niño llegó muerto; la niña, con un orificio en la frente, todavía respiraba. Cortez pudo extraer la bala y la salvó.
Aunque a la fecha no se conoce resultado alguno de la investigación de Daniel, el responsable podría ser acusado “de tentativa de homicidio simple con dolo eventual”, que tiene penas hasta de 12 años de cárcel.
La acusación es la misma que se le puede hacer a un borracho que atropella a un peatón y lo deja con graves secuelas. La persona que acciona un arma o conduce ebria es consciente del daño que puede causar, pero aun así continúa con la acción. Esa actitud temeraria es el “dolo eventual”.
Después del impacto, en el cerebro de Daniel empezaron a pasar cosas extraordinarias. Los astrocitos, células de gran tamaño, responsables de la cicatrización del sistema nervioso central, empezaron a multiplicarse, intentando destruir el plomo. Al no poder degradarlo, empezaron a envolverlo, encapsulándolo, como la crisálida envuelve una oruga.
Tres meses después, en una consulta de revisión, tomografía en mano, Cortez comprobaba que la bala ya no se encontraba en el tálamo. Había ido a parar varios centímetros más atrás, en la llamada fosa posterior, cerca de la médula espinal. El neurocirujano Carlos Ruiz explica que por efecto de la gravedad es posible que las balas se muevan. “Es como poner una llave sobre una gelatina, termina atravesándola”, dice.
Lo que no pueden explicar los cirujanos es qué camino cogió para llegar allá. No aparecieron nuevas secuelas, Daniel no empeoró. Por el contrario, mejoraba. La determinación de recuperarse crecía dentro de él. “Yo no quiero ser un bebé”, le decía a sus padres.
En una especulación médica es legítimo que imaginemos esos astrocitos luchando con la bala, envolviéndola; que nos adentremos por las circunvoluciones del cerebro de Daniel y veamos ese laberinto de pliegues que guía la mente humana. Por uno de esos caminos el plomo encontró un pasaje inofensivo para salir del tálamo.
Después de que la bala se movió, Daniel empezó a recuperar la movilidad de la pierna. A los siete meses cesó el temblor de la mano y recobró la fuerza necesaria para agarrar cosas. Solo le falta por recuperar el movimiento del ojo, pero pronto le harán una cirugía con la que la medicina completará la tarea sorprendente de su recuperación.
El plomo se detuvo donde nace la nuca. Allí se quedará como si fuera uno de esos chips de las películas futuristas, que le recordará siempre el día en que la inocencia se encontró con la estupidez.
Cada vez que vaya a un aeropuerto o a un supermercado los detectores de metales pitarán y encenderán sus bombillos rojos, la gente lo mirará con sospecha y entonces él tendrá que explicar lo que carga consigo.
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