Pastoral americana
Javier Moreno
Angela Davis visitó Bogotá en septiembre de 2010. Durante su conferencia en el auditorio Leon de Greiff de la Universidad Nacional, un comando de encapuchados ocupó el escenario. Llevaban grandes banderas del M-19 decoradas con símbolos anarquistas y el logotipo de las Panteras Negras. Pidieron cinco minutos. Querían leer un poema. Querían decirle a Davis que ella era su modelo a seguir.
Davis es un referente del activismo de izquierda gringo. Profesora de la universidad de California educada en Alemania Oriental, fue miembro activo del partido comunista americano hasta 1990, candidata a la vicepresidencia en 1980 y desde hace muchos años ha sido una crítica feroz del sistema de prisiones de su país, que equipara a la esclavitud. En otoño de 1970, por dos meses, su nombre apareció en la lista de los diez fugitivos más buscados por el FBI. Su crimen: proveer las armas con las cuales se ejecutó una fuga y toma de rehenes fallida durante un juicio a miembros de las Panteras Negras. En el tiroteo murieron cuatro personas, incluyendo al juez que presidía la audiencia y al hombre que ingresó las armas al juzgado. Aunque finalmente fue declarada inocente de participar en el complot, el proceso penal le dio gran visibilidad pública y la convirtió en ícono de la causa revolucionaria de los años setenta.
Davis aparece brevemente en Pastoral americana, la novela de Philip Roth que ganó el Pulitzer en 1998. El libro narra la vida y caída de Seymour Levov, un empresario y padre de familia de Nueva Jersey con una vida perfecta que colapsa de repente: un día, Levov despierta en un mundo en el que Merry, su única hija, una adolescente tartamuda de 16 años radicalizada por el movimiento estudiantil contra la guerra de Vietnam, plantó una bomba en la oficina de correos del pueblo que mató a un amigo de la familia y luego desapareció en la clandestinidad.
Los años pasan y Levov, angustiado, imagina a Merry involucrada en la serie de ataques terroristas que un grupo de estudiantes ejecuta por todo el país. El seis de marzo de 1970, un laboratorio improvisado de montaje de bombas explota en Greenwich Village, en Manhattan. Murieron tres muchachos. Se rumora que dos mujeres lograron escapar a salvo. Una de ellas desnuda y quemada. Levov está seguro de que una de las dos es Merry. Para Levov, su hija es una víctima inocente de otros que la controlan y manipulan, una pobre niña rabiosa y asustada que no entiende la gravedad de lo que hace. Pero entonces Davis es capturada por el FBI en Nueva York y empieza a hablar en televisión. Levov mira a Davis, joven, altiva, elocuente y decidida, y ve a Merry. Davis se convierte en una suerte de médium de su hija perdida.
Una noche, sentado junto al mesón de la cocina, Levov habla con una aparición de Davis. El espectro lo acusa de ser un blanco explotador que sirve a la tiranía capitalista. Levov le pide que le devuelva su hija. Davis le dice que su hija es una pionera valiente de la lucha justa contra la represión. Davis lo invita a visitar Cuba.
Imagino a Davis como una lámina a la vez translúcida y reflexiva. De un lado de la lámina está Levov en 1970, tan ficticio y real, que mira a Davis y ve a su hija, a su inocente asesina. Del otro lado está una estudiante colombiana encapuchada en 2010, que mira a Davis y a través de sus ficciones idealistas se ve a sí misma. Tal vez es Lisaida Ruiz, la estudiante de la Universidad Pedagógica de 23 años que murió en la explosión de Suba. No conoce a Levov pero lo odia. Lo odia a cuarenta años de distancia con el mismo resentimiento de su hija. Detesta el mundo de donde proviene y lo que representa. Imagino una conversación entre Levov y la estudiante a través de Davis. Las mismas preguntas. Los mismos reclamos y acusaciones prefabricadas. Las consignas y respuestas reiteradas. La invitación a la utopía cubana. La exigencia del derecho a soñar. El discurso revolucionario inamovible por décadas, cómodo en su inercia, casi satisfecho, alimentándose de su ración regular de niños mártires.
Merry y Levov se ven una vez más, en 1974. Merry vive en un cuartucho miserable en Newark y casi no come. Es Merry pero no es Merry. No tartamudea. Abandonó el terrorismo y ahora practica el jainismo, una religión proveniente de la India que propugna el camino de la no-violencia. Levov quiere razones y explicaciones pero Merry no puede dárselas. Merry no está arrepentida. Sabe lo que hizo y también admite que puso más bombas y mató de nuevo. Fue ella y nadie más que ella. Levov no puede con eso. Merry cita a Frantz Fanon y le habla de la mujer revolucionaria argelina que actúa por instinto, sin imitar, representando el papel que le corresponde con tres granadas entre la mochila. Fue ella. Nadie la forzó. Levov no lo puede aceptar así que prefiere negarla. Ese monstruo que mata y no siente culpa no puede ser su hija. Su hija es pura, tartamuda e inocente, una niña para siempre.
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La buena terrorista
Pascual Gaviria
En 1983, Doris Lessing publicó una novela en forma de relato etnográfico sobre un grupo de jóvenes radicales en los suburbios de Londres. La pequeña tribu vive en una casa abandonada y dedica su tiempo a la supervivencia, las excursiones nocturnas a profanar algunos muros, las salidas en grupo a manifestaciones antisistema y los coqueteos con el IRA. Las opiniones de la tribu están basadas en la frustración, los panfletos a una tinta, el odio a los modales de la reina y algunos estribillos irresistibles contra el orden burgués. Su rabia los convence de que podrán volcar un sistema al que llaman fascista poniendo su hombro contra los escudos de los policías, tirando las basuras, quemando los cajeros electrónicos. El IRA es una sombra prometedora y distante, una milicia más seria y más poderosa que ofrece blancos bien elegidos y explosiones. Pero el grueso de la pandilla resulta ser demasiado teatral para el trabajo delicado de los dinamiteros, muy discursiva y muy primaria para quienes deben batirse en la clandestinidad.
Los jóvenes "actores" de la novela La buena terrorista no pueden escapar de una lógica simple de odio o deslumbramiento. Desconocen tanto al monstruo contra el que dicen luchar como al atractivo animal nocturno que realiza los principales ataques contra el Estado. Los moldes que han formado su discurso y su personalidad son apenas un boceto algo torpe pero ya se han secado irremediablemente. No han tenido muchas opciones para refinar la argumentación: algunos golpes han ayudado a forjar ese caparazón de ideas y postulados. Será difícil escapar de la rebeldía adolescente, del embrujo que trae la palabra revolución.
La militancia dura como imitación, como un antídoto para huir de un mundo mediocre y frívolo. El peligro como garantía de que se están asumiendo roles importantes. Los chicos gritan sin control en medio de sus discusiones, replican a sus opositores con un escupitajo contra la pantalla del televisor. Pero arman sus cocteles con un ceño de reflexión en la frente. Están entrando en un campo serio, sienten pertenecer a uno de los poderes contrapuestos que mueven el mundo. No son los jóvenes que en agosto pasado pusieron en jaque a David Cameron, el primer ministro inglés, en medio de una quema de carros colectiva y una semana de saqueos anárquicos y más o menos espontáneos. Para ellos está el asombro frente al lenguaje de las organizaciones ilegales, la secreta alegría de respetar una nomenclatura.
En el 2005 el laboratorio de química farmacéutica de la Universidad de Antioquia estalló en medio de una protesta contra el TLC con los Yankees y la reelección presidencial de Álvaro Uribe. Dos estudiantes muertas y quince heridos dejó el experimento contra el imperialismo y el ESMAD. Los casos se repiten con la regularidad de nuestras noticias trágicas. Hace un año en la Universidad de Nariño donde fueron 8 los heridos en trance de armar las papas para un bochinche. A finales del año pasado murió un estudiante de la Universidad Santiago de Cali con 6 papas en su mochila. Hace unos días volvieron a anticiparse los estruendos. Murieron 4 estudiantes menores de 24 años. En Suba, al occidente de Bogotá, los 3 jóvenes preparaban sus cargas en la casa de los padres de uno de ellos. En Tunja fue de nuevo el estallido del morral del "artillero" de su grupo de revuelta.
Todos podrían estar en la novela de Doris Lessing que termina con Faye, una joven simpatizante del IRA, muerta bajo su propia bomba. Lo que era un intento por quebrar unos cuantos vidrios para lograr un titular de prensa acaba con un cadáver en la morgue de Londres. Alice, una de las compañeras de Faye en su aventura extrema no entiende qué pasó, se siente transportada a una dimensión extraña, ahora ve todo distinto, está aturdida. Pero el desastre siempre busca una justificación: "Las personas corrientes simplemente no lo entendían y era inútil esperar que lo hicieran… Alice se quedó sentada con lágrimas en los ojos, mientras pensaba, ¡pobres, pobrecitos, simplemente no lo entienden!, como si tuviera entre sus brazos a todas las pobres tontas personas corrientes del mundo".
Hace poco un profesor me decía que los únicos liderazgos estudiantiles fuertes en nuestras universidades son ejercidos por estudiantes muertos. Tal vez ese sea uno de los problemas, el heroísmo que excluye la posibilidad de los argumentos y multiplica el fervor de los radicales.
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