Ojos que parecen vagar por siempre, que reparan en todo pero no llevan pensamientos a la cabeza, ojos desprovistos de la visión, fulgurantes solamente cuando los sentidos se complacen…
Anaïs Nin (citada por Wendy Guerra)
¿Qué es lo que espera Ada, sentada al fondo de la librería? ¿Qué es lo que mira sin brillar, como atravesándolo, como asustándolo, sin que su mirada se detenga? Sin ir a ningún lugar, sin ver aparentemente más allá de esa puerta con cristales que siempre están sucios —y en ocasiones rotos—, con su marco de gris metal, adornada solamente por un letrero de cartón, recortado sin pulir, donde alguien escribió con una pluma azul, por un lado: ABIERTO y por el otro: CERRADO. ¿Qué miran esos ojos negros, inmensos como uvas? Su mentón apoyado en la mano derecha, sobre la pierna izquierda, siempre cruzada sobre su compañera, con la saya aún más corta, que mis ojos abiertos como soles no pueden dejar de mirar. ¿Sabe que la miro? ¿Me ve mirarla? Si encuentro algún libro o revista me acerco a ella, interrumpo su mirar, y una de sus manos toma el talonario de facturas, la otra una pluma, se fija qué precio tiene escrito a lápiz en la primera página, y anota el título y el valor. Arranca la factura y la mete, dejándola vibrar, en el libro que acabo de escoger para que me acerque adonde su otra compañera, sentada detrás de la caja registradora. Sobre ella transcurre el tiempo mejor: siempre está más linda. Es como si la adornara y no pasara sobre ella. El tiempo es el marzo donde ella mira. Sé su nombre porque se lo pregunté una vez en un arrebato de valentía. ¿Adónde mira? ¿Qué ve en el Parque de la India que yo no reconozco? Sus ojos se iluminan esta vez. Encontré en el estante de libro de uso El amante de Lady Chatterley, de D.H. Lawrence, epilogado por Alberto Garrandés. Lo dejó en su manos mientras ojeo unas revistas (no vaya a ser que alguien más se lo vaya a llevar). Regreso y está mirándolo. Me lo extiende. No deja de observarlo. Voy a la caja y lo pago. Cinco pesos. Pido una pluma prestada. No hay. Entonces un lápiz. Borro el precio y escribo: "Para Ada, este libro que no dejó de mirar". Me devuelvo y se lo extiendo con mi mano izquierda. No entiende qué pasa: "No, no es otro, mira la primera página". Lo abre. Lee mis palabras. Se sonríe. Por primera vez en mi vida la veo sonreír. "Gracias", dice. "De nada. Disfrútalo". Me voy. Sé que me ve irme. Sé por primera vez hacia dónde miran sus ojos negros, grandes como uvas: a alguien que se marcha después de dejar en sus manos un libro que —no tiene por qué saberlo— despertó la imaginación del joven lector, que fue antes de que todo fuera y de que el cuerpo y el placer existieran.
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