Es viernes y es de noche. El oficio me condujo hasta allí. Una edificación de dos plantas al norte de Bogotá, sin lujos excesivos, con un jardincito floreado. De puertas para afuera: un barrio silencioso y tranquilo. De puertas para adentro, imperceptible: un paraíso de libertinaje. Una casa de bellas acompañantes.
Pasamos a una sala amplia. Una luz granulosa envuelve el lugar. Hay dos sofás, una mesa de centro y un bar. Nos sentamos al lado de una vidriera que da un patio amplio. Nos recibe Vanesa: 1,76 sin tacones; 1,83 con los que trae puestos. Pelo negro, labios gruesos. Una falda cortísima. Mi amigo no puede concentrarse en lo que ella dice. Su mirada se desvía, cómo no, hacia sus piernas.
—Entré a esto por plata —le dice a mi compañero.
—¿Fácil manejar una doble vida? —le pregunto.
—En mi caso mi mamá lo sabe, ella es medio alcahueta —sostiene, y se ríe con picardía.
Deslenguadas y coquetas. Sin excepción. Tras su lujuriosa envoltura una insolencia casi pueril.
Llegué aquí como parte de una investigación que adelanto desde hace algunas semanas para una serie de televisión. Mi trabajo consiste en recoger información sobre el hermético mundo de las prepagos y entregársela a los productores de la serie. Funcionamiento del negocio, costos de los servicios, causas de retiro, historias de clientes, todo es materia prima para armar las escaletas.
Son las once y media y la música ahora tiene más volumen. El aire está saturado de una espesa fragancia a maquillaje. Tocan el timbre. Vanesa y tres compañeras enderezan sus hombros y extienden sus alas. Entra un grupito de clientes. Visten elegantes chaquetas de cuero y están algo borrachos. De dóciles capullos a mariposas cazadoras. Vuelan alrededor de ellos y los hacen morder el anzuelo.
Valentina se compadece de nuestra soledad y nos hace compañía. Sus enormes caderas no corresponden con su baja estatura. Labios rojos, párpados azules y una gruesa capa de base. Parece una muñeca de feria.
Nos cuenta que quiere salir del país para trabajar en el Perú.
—¿Y cuándo empezaste a trabajar en esto? —indago.
—Wow, ¿cuándo empecé a trabajar en esto?, hace dos años.
—¿Y tu mamá sabe?
—Wow, ¿mi mamá sabe?, no, no sabe.
Nos relata historias de clientes y nos cuenta que ingresó al oficio por necesidad. Que sostiene a su familia y que gana muy bien. Después de tres horas terminamos. Mi amigo se levanta y paga la cuenta. Nos despedimos. Vanesa le baila de espaldas a un cliente y con su mano me dibuja unos adioses. Escucho un ruido en el patio. Miro. Y entonces ocurre. A través de la vidriera veo una pandilla de enmascarados que corre hacia nosotros. El primero de ellos, torpe como una polilla en un farol, se estrella de frente contra la ventana. Reacciona y empuña su arma. Se cubre con su antifaz; una pañoleta azul al estilo del Viejo Oeste. Me apunta con un revólver calibre 38 y me obliga a mirar al suelo.
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—¡Quietos pues, maricas! —rugen en coro.
Son cinco y están armados con revólveres. Enfurecidos los primeros diez minutos, como parte de su guion nos amarran las muñecas y los tobillos.
Nos acuestan bocabajo. El suelo está frío y huele a detergente.
—Si me volvés a mirar te meto una puñalada en la espalda —le gritan a una de las niñas.
En total somos diecisiete rehenes: ocho putas ahora sin dignidad, seis clientes doblegados, un administrador confundido, el estilista de las niñas y la empleada del lugar, una señora mayor de edad que llora sin interrupción. Revólver en mano garrapatean amenazas en el aire. Insultan y amenazan. Nos esculcan y nos quitan las pertenencias. Revisan las habitaciones. Veinte minutos después suena el teléfono. Una, dos, tres veces. Uno de ellos se lo pone en el oído al administrador. Oprime el altavoz.
—Contestá, y ojo con lo que decís —le ordenan.
—Sí, ¿aló?
—Buenas noches, ¿hay niñas? Es un señor de edad, pregunta con timidez. Parece ebrio. Seguro es un hombre solitario.
—Claro que hay niñas —responde con pasmosa tranquilidad el administrador.
—¿Y hasta qué horas hay servicio?
—Hasta las dos.
—Bueno, gracias.
—Muy bien —dice el desconfiado guardián del telefonista.
Caminan desesperados en busca de un botín mayor. Parecen desilusionados. En susurros, y para evitar que me escuchen, le comento a mi amigo, el libretista.
—Si no metés esta secuencia en la serie te capo.
—¡Pero claro! —afirma.
Después de una hora el frío es insoportable. Solo se escucha el lloriqueo de una niña y el sonido de las suelas de los tenis contra el suelo embaldosado. Me duele la espalda. Voy a cumplir treinta y nueve años y ya no estoy para estar amarrado de pies y manos con tiras de tela. Me resulta imposible levantar la cabeza. Al lado derecho veo las patas de la mesa de centro y a mi amigo. Al lado izquierdo la silueta curvilínea de una de las mujeres. Calzan Adidas, Puma y Nike. Ha pasado más de una hora y el tiempo sigue avanzando. Me imagino cómo nos veremos desde arriba y encuentro la imagen algo cómica: ocho putas de minifalda y seis clientes amarrados bocabajo.
Por teléfono el jefe de la banda le indica a alguien que han terminado. Un cliente, seguramente horrorizado por el temperamento de su mujer, toma fuerzas y se pronuncia.
—Hermano, devuélvame el anillo de compromiso —suplica.
El cabecilla no puede contener la risa. Es una risa fingida. Déspota. Es la risa de un payaso diabólico.
—¿Quién tiene el anillo de este doble hijueputa?
—Yo —dice otro, un poco apenado.
—Entrégueselo, ya tuvo bastante para que su esposa también lo regañe.
Se marcharon no sin antes darnos las gracias. Al cabo de diez minutos logramos desamarrarnos. Dos de las niñas rompieron en llanto. Las calmé, les expliqué que pudo haber sido peor. De mariposas cazadoras a niñas frágiles. Todas tienen los tobillos marcados. Teléfonos celulares, dinero en efectivo, bolsos, las cervezas del refrigerador. Eso se llevaron. La complicidad del cautiverio nos reúne en torno a la barra. Servimos un vaso de vodka puro y lo compartimos. En el suelo hay ropa, documentos de identidad, forros de celulares, tarjetas de crédito. Al final, Milena, que viene de un cuarto en donde ellas guardan sus pertenencias, aparece exhibiendo un enorme vibrador, una serpiente bicéfala color azabache.
—Bueno, al menos nos dejaron esto —exclama con una mueca malvada.
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