Democracia en miniatura
Juangui Romero. Fotografías: Juan Fernando Ospina
Lo recuerdo muy bien, fue en 1986, durante las vacaciones de octavo. Yo estaba desparchado en la sala, viendo un resumen del mundial (en esa época solo se acostumbraba un televisor por casa) cuando mi madre, que regresaba de la revueltería, abrió con desespero la puerta y avanzó vacilante hasta el sofá. Estaba roja y sudorosa, como esos boxeadores que encajan una seguidilla justo antes de sonar la campana y caminan tambaleantes hacia su rincón para pasar el mal trago. Los golpes se los habían propinado tres vecinas que se dedicaron a comentar que el camión de mi padre afeaba el barrio, mientras ella seleccionaba los tomates pintones y las papas menuditas que siempre le gustaron.
El siguiente round también lo perdimos. Un par de días después de lo sucedido en la revueltería, mi madre, que solía encender el radio reloj cada vez que entraba en la cocina, como si fuera una obrera que marcara de ese modo su tarjeta de ama de casa, besó la lona. Yo estaba desayunando y ella había entrado a lavar unas ollas cuando oímos a uno de sus locutores favoritos, Diego Vargas Escobar, el popular Muchachón, decir en Cómo amaneció Medellín que en el barrio Vicuña había un camión que les estaba arruinando la trapeada a todas las vecinas… Que el hollín que soltaba ese carro tenía negras todas las paredes de las casas… Y que su dueño —mi padre— dejaba la calle llena de mapas cuando cambiaba el aceite.
Esa vez, tampoco pude hacer nada distinto a enojarme, mientras la veía tratando de entender el asunto, recostada sobre el mesón de la cocina, recibiendo los golpes que sus vecinas y amigas de tantísimos años volvían a lanzarle, esta vez ayudadas por su ídolo radial de las mañanas. Todavía no le cabía en la cabeza que ellas hubieran sido capaces de escalar las acusaciones de la revueltería a toda la ciudad… Que la voz de su apreciado Muchachón dedicara sus rimas cortas nada más y nada menos que a su esposo; unas rimas que, vale la pena decirlo, en otros casos la habían hecho reír con muchas ganas: “Pilas, pues, muchachón; ajuiciate con el camión; no te hagás el…”. Y ahí, sonó la cortinilla del programa para marcar el cambio a otra noticia.
Mi madre, cada vez más cerca del knock out, se entregó resignada al conteo. Sí, ella que se había aguantado todo muy calladita, decidió por fin contarle todo lo sucedido a mi padre. Este de inmediato se subió al ring, aunque comenzó muy replegado y expectante: “…pero en esta casa que apagamos la luz a las ocho de la noche… aquí, que jamás se ha hecho un baile”. Luego, lanzó unos cuantos golpes largos, todavía calentando: “Esas hijueputas creen que viven en El Poblado, o qué”, y finalmente anunció que si querían guerra, guerra tendrían. Así pues, aunque se podría decir que este tercer round terminó en empate, los bríos habían vuelto, y mi madre se sentía apoyada.
Pero lo que ella nunca imaginó fue que su esposo llegaría la noche siguiente con el camión repleto de terneros; y claro, algunos de ellos comenzaron a mugir en la madrugada. Mi madre, más asustada que enojada, pensando en su próxima visita a la revueltería, se vistió a las carreras para rememorar desde la acera su infancia y juventud de campesina tratando de calmar a esos terneros revoltosos. Cuando me asomé a la ventana, ella movía sus manos ante esos pobres animales enjaulados, cual pastora evangélica, a veces suplicándoles y a veces rogándoles que no complicaran más las cosas. Los terneros no atendían a sus indicaciones. Mi padre, muy solapado, le argumentaba con fingida naturalidad: “Qué hago pues si no alcancé a descargar; además, qué van a decir esas viejas, si esas hijueputas también vienen de la montaña, como nosotros”.
Ahí estaba el quid del asunto. El barrio todavía funcionaba como la réplica de un pueblo. Sus habitantes sabían de memoria las historias los unos de los otros. Ante cualquier problema la fórmula era recurrir al chismorreo, la mirada de soslayo, el retiro del saludo o el alegato en la esquina, para divertimento de todos. La Inspección era solo para asuntos legales como las malas construcciones y las humedades. No había actas ni manuales de convivencia y, mucho menos, asambleas anuales o extraordinarias, con excepción de las que convocaba el cura muy preocupado por los problemas del techo de la parroquia, o cuando se antojaba de una nueva custodia que, según sus palabras, sí le hiciera justicia a la devoción de la comunidad.
El combate entre los de mi casa y el clan de la revueltería se hizo cada vez más soso hasta desvanecerse. Mi madre comenzó a ir más tarde por sus legumbres y cambió su misa de los domingos por la de los sábados en la tarde. Ella que, a pesar de los hechos, o mejor aún, a causa de estos, seguía escuchando con gran disciplina a Diego Vargas Escobar, solo lo perdonó la mañana en la que anunciaron, en su programa, que la voz del Muchachón no se oiría más; lo habían matado por denunciar con nombres propios a algunos fulanos de otras bandas un poquito más nocivas que las de mi casa o la de las vecinas. Supongo que ella le rezó muy arrepentida la novena de las ánimas, pues al Muchachón lo mataron en noviembre de 1989.
Justo por esos días, las vecinas pelionas se marcharon del barrio; dos de ellas, para El Poblado. Mi madre murió hace un par de años y mi padre, a los 86 años, sigue aguardando día a día a que mi hermano lo recoja en su camión, al que nunca más pudimos parquear en frente de la casa a raíz de la puesta en marcha del metroplús y la inauguración del centro comercial Los Molinos. Por mi parte hace poco me fui a vivir a una vieja unidad residencial de casas bifamiliares.
Y no me da vergüenza contarlo, tras la primera asamblea anual me hice grandes expectativas una vez salí nombrado como secretario del consejo de administración, empujado porque nadie más se presentaba. No sé, pero por esos días me sentía totalmente enfocado en el futuro inmediato de mi entorno y creía de verdad que un periodista podía jalonar la transformación de esa pequeña comunidad al sugerir unas cuantas acciones, sustentadas de manera estratégica en un seguimiento al acontecer mensual.
Sin embargo, muy pronto comprendí que las revoluciones no eran lo mío, y ni siquiera la participación barrial. Aunque al comienzo llegué armado con mi portátil pensando en ser el secretario más eficiente de la historia de la unidad, bastaron unas pocas reuniones para que me volviera cada vez más impreciso al registrar pequeños detalles como la cantidad de licor que se proyectaba comprar para el bingo de integración o el número de extensiones navideñas aprobadas en forma de cortinas, cascadas y mangueras… Cada vez me distraía más en medio de las acaloradas discusiones que se daban al intentar definir la mejor estrategia para comprobar cuál mierda le pertenecía a cuál perro, u otras más complejas sobre los vetos que se deberían aplicar a quienes no pagaran la administración. Cada vez me abrumaba más la diversidad de mensajes políticos, religiosos y humorísticos que invadían el grupo de WhatsApp.
Los demás integrantes del consejo, expertos en participación comunitaria, me relevaron del cargo sin decírmelo abiertamente. Así las cosas, cuando asisto a las reuniones, y eso que cada vez llegó más tarde, solo contribuyo con mi firma para efectos del quorum y como el señor asentimiento cuando se aprueba algo. Lo curioso es que nunca me han reprochado tal apatía. Se avecina la nueva asamblea y aunque a diferencia del barrio aquí todos sabemos muy poco de la historia de vida de los demás ya nos hemos consolidado como una suerte de grupo político que pretende atornillarse al poder; algo para lo cual hay que esforzarse muy poco, porque si bien muchos vecinos suelen opinar “del mismo modo y en sentido contrario” sobre nuestras decisiones, durante las asambleas, a la hora de los nombramientos, todos se esconden.
Hace poco supe que en la ciudad se dicta un diplomado para quienes quieren dedicarse a la administración de propiedad horizontal; que, incluso, se pretende destinar el último sábado de mayo como el día mundial de la PH y que la tendencia es hablar de PH felices; así de burbujeante como suena. Sí, ante la proliferación de normas y normas, esos amables ancianos y copropietarios que por años y años se han armado de buena voluntad y unos cuadernos tipo natillera para salvaguardar la contabilidad y la historia de tantos edificios de la ciudad, la tendrán cada vez más difícil. Las especificidades de los seguros que ordena la ley, los procesos de contratación con quienes desarrollen alguna tarea en las zonas comunes y el constante recambio de los habitantes son solo algunas de las variables que han empezado a marcar la transición entre administradores empíricos y nuevos profesionales que, al estilo de los árbitros de fútbol, deben interiorizar, entre muchas otras leyes, que en las PH los van a llamar HP con gran frecuencia.
La delgada línea entre lo público y lo privado les exige convertirse en verdaderos funambulistas de la democracia barrial, que como es bien sabido suele tener muchas, muchas aristas: si me robaron la bicicleta es imprescindible subir la malla otros dos metros hoy mismo; si es la de otro, no se puede dar tanta papaya. Lo que para unos es considerado una inversión, para otros es un gasto. Para fortuna de ellos, el nuevo código de policía les ha dado una mano en muchos asuntos, el exceso de ruido, el manejo de las mascotas, las riñas.
Un amigo que ejerce este cargo en varios conjuntos residenciales, y quien me pidió que obviara su nombre si replicaba algunas de las anécdotas, me dijo que cada unidad tiene su personalidad… Su pH. A él, por ejemplo, le ha tocado lidiar, comprender, dejar así… pequeños asuntos como el de una mujer a la que todos en la unidad llaman “la prepago”. Ante sus requerimientos, ella apeló al derecho de tener varios novios y a disfrutar de la sexualidad en su apartamento. Ante la imposibilidad de comprobar si lo suyo es o no es un negocio, lo único que él pudo hacer fue pedirle un poco más de discreción con las muestras de placer en sus encuentros poliamorosos, que a todas luces no son coadministrables, al menos no por el consejo. En otra unidad se encontró con una puerta adicional a la portería principal, bastante camuflada y con salida a una quebrada, y de la que, por demás, no tenía acceso a la llave. Las razones, al parecer, eran que uno de los más discretos habitantes de la unidad pertenece a un combo y se granjeó a su manera, antes de que mi amigo asumiera el cargo, el derecho a coadministrar esa pequeña puerta pensando en alguna urgencia derivada de sus actividades no muy santas.
Lo cierto es que cada vez caen con más frecuencia esas casonas viejas que representaban a todo un barrio, y en su lugar se levantan nuevos edificios o urbanizaciones, decenas por año. Una señal que anuncia que más pronto que tarde terminaremos viviendo en laberintos que se conectarán con los centros comerciales, tal como lo planteara Saramago en La caverna. Nuevas unidades de negocios, que por lo pronto, son un gran espacio para conocer a pequeña escala el zoológico de la participación política: allí se puede ver al líder nato que de verdad entiende lo que es cohabitar; al vocinglero que siempre propone una comisión para…; al que tiene por deporte favorito nunca estar de acuerdo; al vecino que se considera de sangre azul y quisiera vivir en un principado, y al periodista, como yo, que ni siquiera es capaz de registrar las proposiciones y los varios de una reunión ordinaria.