Llegar con un puntaje desde los potreros del norte.
Traer una beca y una historia desde los Llanos del Cuivá.
La carretera como escenario de las tragedias y los sueños.
Un punto rojo en la carretera. El colegio de pueblo es un cedazo muy fino, “Ser pilo paga” dicen los anuncios de prensa. Un perro guía el camino hasta la escuela veterinaria. La ciudad muestra sus dientes.
Relato de un primíparo.
Lamer las heridas
Gerardo Vásquez. Ilustración: Cachorro
Soy hijo de Lucía y Albeiro, dos campesinos aguerridos oriundos de las montañas de Yarumal. Desde pequeño y siendo el único hijo varón ayudé a mi papá en las decenas de fincas en las cuales hemos estado. El contacto con el campo ha sido mi vida, lo que más he amado, por eso desde muy niño tuve la fortuna de saber qué era lo que verdaderamente me gustaba: satisfacer las necesidades de la gente del campo, engrandecer sus vidas. Cuando cursaba último grado estaba indeciso sobre qué carrera escoger. Mi espíritu se inclina a ayudar a quien lo necesite, a salvar vidas, por lo cual la medicina se cruzó en mi camino para darme una gran lección.
Resulta que un día me encontré de frente con la muerte mientras viajaba en un bus de vuelta a casa. El conductor arrolló a un motociclista que cruzaba con su pequeño hijo. Se podrán imaginar el lago de sangre que se formó cuando una de las latas del bus se incrustó en la pierna del pequeño. Parecía que las cosas no podían empeorar, pero un momento después se soltó un gran derrumbe que trancó el paso del cuerpo de emergencias desde Santa Rosa. A pesar de que la vía a Entrerríos estaba totalmente despejada, este municipio no tenía ambulancias ni equipo de emergencias disponible en el momento. La ayuda tardaría por lo menos una hora y las heridas no daban espera. Puedo recordar que un perro, un dálmata, poco habitual en la zona, lamía las heridas del niño mientras su padre daba un último suspiro con una mirada realmente perturbadora. El desorden fue total, y decenas de personas en vez de ayudar comenzaron a grabar con sus teléfonos. La pierna del chico cada vez sangraba más y también lo hacía su brazo izquierdo que parecía estar partido en varias partes. No sé si fue por instinto, por piedad o por simple terror, pero caminé hacia él y ante los gritos que me decían: “No lo toque”, “déjelo quieto”, “hay que esperar la ambulancia”, le quité el pantalón que tenía puesto y dejé al descubierto los hematomas que comenzaban a aparecer. Recuerdo que uno de los hombres me apartó con furia, pero yo regresé. Me quité la chaqueta del uniforme del colegio, la rasgué y le hice un torniquete en la pierna y otro en el brazo. La hemorragia se detuvo. Al ver el resultado más personas se acercaron a ayudar y juntos estabilizamos el cuello y lo subimos a un auto particular para llevarlo al hospital de Entrerríos. Desde luego el aplauso no se hizo esperar. Me quedé en el sitio mirando al hombre, pero ya estaba muerto, no había nada qué hacer. Me impactó el animal, el dálmata, que seguía en el sitio al lado del hombre, lamiendo su rostro, lamiendo la sangre que cubría uno de sus brazos. Pronto llegó una mujer con botas de caucho y una gorra de una empresa de fertilizantes, se desplomó al ver el horror. Era su esposa. Gritaba pidiendo explicaciones por su hijo, y al verla desesperada un hombre se ofreció a llevarla en su motocicleta al hospital. Partieron, ella como parrillera con el perro en sus piernas. Esa imagen jamás se borrara de mi memoria. Llegué a mi casa un poco aturdido y manchado de sangre. Mi familia se alarmó, pero al no ver ninguna herida, y luego de que un vecino les contara todo, dejaron que descansara.
Un par de meses después recibí una visita inesperada. El niño y su madre tocaban a la puerta de mi casa. Mi alegría fue inmensa, lo último que sabía del niño era que había sido trasladado a Medellín con un pronóstico reservado, pero ahí estaba. Su madre lo sostenía del hombro, pues le habían amputado la pierna y para mi sorpresa el perro estaba con él, siguiéndolo. Su madre me contó que el niño había sufrido un cuadro de anemia muy fuerte, además de otras complicaciones que por poco le cuestan la vida. Ambos lloraron al recordar tan duros momentos. Luego comenzaron a mostrarme fotografías del hospital, la familia con carteles de ánimo, incluso un pastel de cumpleaños, el perro siempre a su lado, en cada situación, mirándolo muy de cerca, y me pudo la curiosidad. Les pregunté por el dálmata. Me dijeron que lo habían rescatado de un maltratador y en prueba de agradecimiento se quedó con ellos. De hecho su madre me relató, con gran orgullo y melancolía, cómo en cada terapia su hijo pedía que el dálmata se quedara con él, y el perro jamás se separaba, no importaba que al personal de la clínica se le olvidase que no había comido, que llevara días sin un baño, él seguía sin dejar que nadie más que el niño lo tocara. No querían separarse. El chico lloraba cada vez que amenazaban con apartarlo y podía pasar horas hablándole, como esperando una respuesta. Luego su madre me dijo algo que jamás olvidaré: “Si no hubiese sido por ese perro, mi chiquito no hubiera soportado perder su piernita”. Entonces la percepción de la vida que yo tenía cambió de inmediato. ¿El perro? ¿Por qué el perro? Me tomó un par de días comprenderlo. Pude haber estudiado medicina humana, y sí que tenía una buena excusa, gracias a mí se disminuyó la pérdida de sangre de un niño y por ello se evitó su muerte, pero no, había algo más grande y más sencillo a la vez. El hecho de que hay una fuerza superior capaz de salvar vidas —no menosprecio en ningún momento la acción de los médicos—, pero que un animal haya sido capaz de darle las fuerzas de afrontar un siniestro como el que había sucedido, eso me pareció heroico, grandioso. Ese día comprendí que los animales son más que un cuerpo que según muchos “no piensa”. Ese día tuve la fortuna de acabar con mis dudas. Me di cuenta de que mi razón de vida, mi motivo en el mundo, era salvar sus vidas, retribuir un poco de su silenciosa magia, saber qué los impulsa a hacer de este mundo egoísta un lugar mejor: fue un animal quien me enseño el verdadero valor de la vida, por eso me dedicaré a ellos, pensé.
***
Lo segundo que quiero contarles es algo sobre el significado de la confianza y de hacer las cosas bien. Cuando me faltaban cuatro meses para graduarme del colegio estaba muy desesperado por mi futuro. ¿Y quién no a esa edad? Tenía dieciséis años así que mi única posibilidad, la del ejército, no era posible. El trabajo no abundaba en la zona, el clima no ayudaba y la situación era cada vez más complicada. Busqué varias universidades que ofrecieran el programa de veterinaria y me encontré con el primer gran obstáculo: las matrículas. Debo decir que ni siquiera tenía para pagar los derechos de inscripción, de modo que solo había una opción: un buen puntaje en la Prueba de Estado. Yo veía el gran esfuerzo que hacían mis padres para darnos educación a mis hermanas y a mí, y un día, cuando estaba en cuarto grado, decidí que sería el mejor estudiante del colegio, y lo logré. Justo ese año, cuando aún se cobraba la matrícula en colegios públicos, fui becado y recibí una bonificación para comprar los libros. Al año siguiente sucedió lo mismo y fue un orgullo y un alivio para mis padres. Cuando pasé a secundaria sufrí muchos cambios, nos mudamos, llegué a vivir a un nuevo ambiente y, aunque seguía en el mismo colegio, el acomodo hizo que por primera vez en mucho tiempo no fuera el mejor de la clase. Llegó un momento al final de sexto grado que me detuve a pensar si era aquello lo que yo quería el resto del bachillerato. La respuesta fue no y decidí retomar el control de mi vida. De nuevo, con mis padres como inspiración, regresé al primer puesto y desde entonces no dejé de ocupar ese lugar hasta que me gradué.
En medio de todo aquello me propuse sacar el mejor resultado posible en las Pruebas Saber. Pero en los simulacros mis resultados no reflejaban el esfuerzo. Resulta que yo estudiaba con el hijo del rector del colegio y era él quien sacaba los mejores resultados, él era muy inteligente, pilo como diría mi papá, así que ocho días antes del examen me dijo: “¿Qué creía Eladio, que sacando menciones de honor y buenas notas iba a poder con el Icfes?”. Se burlaba de mí y seguía hablando: “¿Las buenas calificaciones nunca lo van a hacer llegar a una universidad?”. Más que enfurecerme todo eso me dio ánimos para el día de la prueba. Le supliqué a Dios el día antes que mi esfuerzo se viera reflejado, al fin de cuentas yo no quería ser el mejor, no quería superarlo, quería superarme y tener la posibilidad de una beca para una buena universidad. Al día siguiente, cada minuto durante el examen pensaba que ese día definiría mi vida para siempre. Mi futuro estaba entre ponerme a ordeñar o estudiar para ser un profesional, y no es que ordeñar fuese malo, con ello mi papá nos daba de comer, pero soñaba con darles una casa, una mejor vida donde no tuvieran que sufrir más. Esperé ansioso los resultados. Unos días antes de que salieran, el presidente de Colombia anunció con bombos y platillos el programa Ser Pilo Paga, una revolución educativa, según sus palabras. De inmediato fui a internet a ver las bases, “más de 310 en el Global”, fue lo único que se me grabó. El día esperado llegó pero los resultados no salían y el sueño me venció.
Al día siguiente, cuando ingresé al salón, vi que todos felicitaban al hijo del rector por el resultado en el papel que le entregaban a cada alumno de forma individual, hasta el momento era el mejor. Fui a recibir el mío con esperanza y vaya sorpresa cuando veo el puesto en el que había quedado: el mejor de la clase, dos puestos mejor ubicado que el hijo del rector. Pero lo que me importaba era el puntaje y mi mente repetía una y otra vez: “más de 310”. Gracias a Dios lo había superado de sobra. ¿Pueden imaginarse lo que fue para un campesino que no hablaba muy bien, que sus mejores amigos eran un par de vacas viejas, la posibilidad de irse a la ciudad a estudiar? Eso fue hermoso. Empecé a buscar como loco una universidad y me topé con el CES, hice los trámites y comencé a estudiar yendo y volviendo hasta mi casa en Yarumal. Pero la plata de los pasajes y mis posibilidades de viajar más de setenta kilómetros diarios para buscar mis sueños fueron disminuyendo. Me retiré de la universidad, sentía que había fracasado, que nada había valido la pena y entré en depresión. El apoyo de mi familia fue lo único que logró recomponerme, las palabras de mi madre diciéndome: “No importa mijo, Dios sabe hacer sus cosas y el motivo de ellas”. Ahí estaba yo, de nuevo sin nada.