Hasta hace un mes Tania Ángel trabajaba como cosmetóloga en un spa en Medellín. Durante el último año, de repente, tras una época de desafueros adolescentes en Armenia, comenzó a lucir prendas exclusivas de Stradivarius, a oler a fragancias de Carolina Herrera, a hospedarse en hoteles con vista al mar de San Andrés, a frecuentar restaurantes italianos y a llevar una flamante cartera Louis Vuitton. Un aspecto de su carácter había cambiado: seguía siendo una delicada y tímida joven, pero ahora parecía consciente de los límites de sus gustos sin privarse de ninguno de ellos. Su madre la interrogó por teléfono: “¿De dónde sacas tanta plata?”. Sus amigos también le hicieron preguntas incómodas. Así que comenzaron las mentiras. En efecto, era imposible justificar un empleo que le brindara tantas comodidades con apenas una técnica en belleza facial.
Hasta la noche en que su secreto dejó de serlo. Hoy, a sus veinte años, Tania Ángel lo recuerda divertida. Pero ese día saltó de su cama al ver el link que le enviaba un viejo amigo de colegio a través del chat de Facebook. Era un video en el que ella aparecía jugando con un consolador enorme, divertida, perversa, sensual, metiéndoselo a la boca, mientras sus torneados y lívidos senos se balanceaban hipnóticos y sedantes; desnuda como nadie la imaginaría si la hubiera conocido dos años atrás, discreta a pesar de llevar una vida loca desde sus dieciséis, cuando decidió escapar de las opresivas reglas de su padrastro.
—¡Dios mío!, recuerdo que me dije cuando me vi desnuda —me cuenta Tania Ángel con una risueña voz de sorpresa—. Sabía que no podía seguir mintiéndole a mi mamá.
Entonces le reveló a la familia su secreto. No trabajaba de cosmetóloga en un spa, sino desnudándose frente a una computadora, charlando con hombres a los que nunca les vería el rostro a pesar de que ellos la conocían completa. Un empleo socialmente inaceptable en el que hoy trabajan, según quienes conocen el negocio, al menos cuatro mil chicas en Medellín, dentro de estudios y cuartos, como quienes consumen una sustancia prohibida o alimentan sus perversidades solitarias. Un cifra inimaginable hace diez años, cuando comenzó este fenómeno dentro de un bus adecuado con una antena satelital en el techo y tres computadores en cubículos de icopor, tapetes mullidos, cortinas rosadas y un puñado de cojines y vibradores.
Parece insólito pero es así, el primer estudio de chicas webcam de Medellín fue un bus que rodaba por las calles con jovencitas universitarias y un conductor que a la vez era ingeniero de sistemas y experto en evadir a la policía. Mientras en el día hacía una ruta corriente a barrios periféricos, perfumado con esencias lubricantes, en las noches, el bus sin sillas se convertía en un libidinoso carro fantasma que vagaba por los barrios, se instalaba en algunos parqueaderos dependiendo de la fuerza de la señal y comenzaba a transmitir para el mundo.
Pero cuando el conductor advertía la presencia de las patrullas, las jóvenes empelotas sobre el piso y transmitiendo por MSN Messenger tenían que pasar la vergüenza de aferrarse de donde pudieran para no ser sacudidas en la huida del bus. A veces terminaban aporreadas por las torres de las computadoras y los consoladores acababan en las manos equivocadas.
El bus de la iniciación duró dos años rondando hasta que su dueño decidió rentar una casa en el barrio San Diego, para montar un estudio definitivo.
En el 2005 las chicas tenían un sueldo fijo de 130 dólares mensuales. Hoy las profesionales en Medellín, no más de quinientas, ganan en promedio 4.800 dólares. Las otras 3.500 chicas no pasan de los mil dólares.
El descubrimiento
Tania Ángel ocupa hoy un apartamento sin lujos en el piso quince en el barrio El Poblado. Aquí, en las horas frías la niebla se respira, y si uno se detiene a espiar el ambiente de los apartamentos contiguos, se ven piscinas y saunas, filas de camionetas y autos de lujo parqueados. Y tras las ventanas y los largos balcones, están las bibliotecas y salas con mullidos muebles, los candelabros de cristal y los minibares. En el balcón del apartamento, Tania descubrió el placer de sentir el viento desnuda: una pequeña felicidad que pocas disfrutan. Lo cierto es que desde que está en el oficio ha tenido revelaciones interiores y placeres que comenzaron al superar la pesadilla de los primeros desnudos.
Estoy sentado en el sofá de su cuarto y Tania me habla desde su cama cubierta por un cubrelecho con florecitas de almendros. La cabecera de cedro tiene un velo blanco de novia y a un lado, en la mesa de noche, hay velas aromatizadas y un reloj despertador. Desperdigados hay una veintena de cojines y en frente de la cama un televisor de 65 pulgadas. Antes de mi llegada, Tania estaba comprando ropa interior, una de las pocas cosas que la divierten tanto como colorear un libro de mandalas o jugar con su perrita pomerano, Aisha, de cuatro meses, que ahora corretea como impulsada por un mecanismo de cuerda.
Tania recuerda que no pudo dormir la noche en que vio el video donde aparecía masturbándose. Expuesta a sus vergüenzas, a los juicios injustos. Pensó en toda clase de coartadas para negar ante sus amigos en Armenia y en Cúcuta que la del video fuera ella, o peor aún, frente a su familia. Asustada llamó a su mánager, un joven aficionado a los superhéroes llamado Juan Bustos, quien lleva una década en el negocio. Lo puso al tanto de su angustia.—Si no te da vergüenza no veo por qué tengas que renunciar —le dijo—. ¿Estás avergonzada?
—No. Para nada —le replicó Tania al otro lado de la línea—, es solo que…
—Entonces deja que se vayan dando las cosas. De todos modos ya hay más de cien videos tuyos en internet.
La abrumó la cifra. Nunca se le había pasado por la cabeza buscarse en Google. Lo hizo con su seudónimo, Tania Ángel, y la imagen de su rostro apareció entre mujeres desnudas. Hizo una pesquisa a fondo y encontró videos que la presentaban como la lolita que estaba enloqueciendo a los adictos a las modelos webcam. Nunca imaginó que sus sesiones fueran colgadas en sitios pornográficos cuando lo que ella hacía era erotismo puro. Sintió miedo, culpa, terror y rabia por algunos días. Pero luego se descubrió inmune, con la libertad absoluta de hacer lo que le viniera en gana sin que nadie la hubiese tocado.
—Entonces supe que mi ambición era más grande que mi vergüenza. Si no mira mi televisor.
El plasma cubre media pared en frente de su cama. Es una de las pertenencias más preciadas de Tania. No le interesa comprar una camioneta como sí lo han hecho muchas de sus compañeras de oficio. Quiere ahorrar y estudiar para ser piloto. Cree que como modelo webcam podría durar cinco años más y retirarse a los veinticinco, una edad en la que la mayoría de los mortales aún no sabe qué hacer con su vida.
—¿Y para qué un televisor tan grande? ¿Ves muchas películas? —le pregunto.
—En realidad no. Lo mantengo prendido para no sentirme sola.
Tania hace parte de las modelos webcam más famosas del portal myfreecams.com, una página con 1.200 mujeres de todo el mundo que trabajan complaciendo a solitarios que compran su tiempo por minutos a través de una moneda virtual llamada token. Es como ver una película en la que usted le ordena a la protagonista que haga lo que usted desee, de eso trata la ilusión, sin importar que apenas se identifique por un seudónimo desde la intimidad de un cuarto oscuro en Rusia, Japón, España, Sudáfrica, México o Estados Unidos.
Habría que añadir que Tania Ángel ha logrado una audiencia de dos mil voyeristas en una sesión de seis horas. ¿En qué radica su fama? Tiene ojos tiernos, cejas gruesas, labios evasivos, manos impredecibles, senos generosos… Un cuerpo de adolescente que aún demuestra timidez al desnudarse. Su carácter es un fascinante camafeo tallado por una mezcla de dulzura de niña sumisa y de mujer perversa. Su mánager, Juan Bustos, dirige en Medellín cuarenta chicas que él mismo preparó para que sean las mejores. Tania es la estrella con todos los récords y se rumora que gana seis mil dólares mensuales.
Una muñeca encerrada
Pero antes de ganarse siete millones de pesos quincenales a los veinte años, Tania Ángel pasó momentos frustrantes. A los trece vivía con su madre, dos hermanos y un padrastro arrogante que no le daba permiso ni para salir a la esquina.
De Cúcuta, una ciudad calurosa y rumbera, se mudaron a Armenia, provinciana, fría y ultraconservadora. Tania, alejada de sus amigas, se volvió mala estudiante. Del colegio a la casa y de la casa al colegio, escoltada por un padrastro que siempre le recordaba sin venir al caso: “Sin nosotros no serás nadie”.
Ahora Tania cree comprender aquella frase como una artimaña para quebrantar su confianza. No podía salir con amigas ni hacer tareas en la casa de sus compañeras; no podía usar vestidos ajustados, ni maquillaje, ni mucho menos ir a fiestas. Debía asistir los domingos a la misa de las siete de la mañana. Lo peor de todo: no podía siquiera tener un novio. En aquella casa no se movía una silla sin la aprobación del padrastro. El ambiente familiar era cada vez más insoportable. La niña que era se encerró en su cuarto y lloró. Al igual que sus hermanos odió a su padrastro. Algo en su espíritu se deformó. Escaparse de la casa era el único camino.
Tania recuerda con ternura la que fue hace cinco años. A los quince comenzó a trabajar en una peluquería. Perdió el grado décimo y decidió homologar los dos últimos años del bachillerato en un colegio nocturno. Una mañana, harta y con los ojos llenos de lágrimas, empacó sus cosas en una maleta y se fue a vivir con una amiga del colegio. Terminó el bachillerato, ganó una pequeña fama como cosmetóloga tras aprobar una técnica, y una noche, con los dieciocho años recién cumplidos, viajó a Medellín en busca de suerte. Había ahorrado quinientos mil pesos, una fortuna.
Tania sonríe cuando recuerda el trabajo que costó juntar esos ahorros. Hoy gasta tres millones en un fin de semana viajando a Cartagena a disfrutar la playa con una amiga. En ocasiones comparte su apartamento con una chica de Cali que ahora se encuentra en el cuarto contiguo, encerrada. No ha salido en varios días. No ha trabajado. Al parecer está deprimida. Tania Ángel no sabe si será por problemas familiares o amorosos.
—¿Y te molesta que tu amiga esté deprimida? —le pregunto.
—Sí, no me gusta la gente triste.