Eso somos Sergio Valencia. Fotografías: Juan Fernando Ospina
"Si me insultan, les respondo”, deja muy claro Álvaro Rodas, veterano vendedor de calle con más de veintitrés años de pregonar entre el gentío del Centro de Medellín.
No lo irrita ni el solazo que tiene que aguantar, ni el humo y el ruido que lo mantienen enfermo; ni siquiera los acuciosos funcionarios de Espacio Público con sus barridas. Le sacan la piedra esos que al ver la mercancía le pegan su vaciada.
“Yo siempre soy amable con los clientes, pero a veces pasan unos personajes pinchaos que me dicen que si no me da pena vender eso tan asqueroso, que si no tengo nada más que hacer, que respete, que indecente. Y entonces me les enfrento y les alego durito. Pero después me pongo a pensar que es gente que no entiende bromas, porque eso es lo que vendo: bromas. Y no sé por qué les da rabia ver unos bollitos, si eso somos, incluso cosas peores. Puras apariencias”.
Fríjoles y Lentejas Los que Álvaro llama cariñosamente “bollitos de papel” son en realidad unas escalofriantes plastas cilindroides, entre amarillosas y marrones, pegachentas y rematadas en punta, muy parecidas a esas humanas cagadas que nos topamos en los recovecos de los parques y los escondites citadinos.
Antes de descubrir cómo se hacían, se los compraba a un amigo en Cali. Ahora, tras largos experimentos con diversos papeles y pinturas, expone con orgullo sus propias creaciones. “Los que más gustan son los que llevan un fríjol o unas lentejas. Y últimamente estoy trayéndolos con una pintica de sangre”, explica este artesano que de 9 a.m. a 6 p.m. se sienta en un diminuto banco de madera a ofrecer sus bollitos desde mil pesos en adelante, en el mismo tendido que ocupan cucarachas y ratones, también de broma, y unas botellas del insecticida que vende listo para rociar, junto a unas trampas metálicas para destripar roedores, estas sí muy serias.
Ahí se levanta los pesitos, en una acera de la carrera Junín entre Colombia y La Playa, al frente del Edificio Fabricato, ese donde el célebre Posaíta tasajeó a una joven ascensorista (“sí ve que somos cosas peores”, apuntaría), justo al lado de la puerta de la EPS a la que está afiliado y que se niega a entregarle los remedios que necesita para el vértigo. Estresado por el alboroto, pues como él mismo lamenta “nunca se ha podido acostumbrar al Centro”, y triste porque al parecer nadie va a heredar su arte.
Como es por lo menos raro que haya alguien que venda bollos a plena luz del día y haya quién los compre, le dan a uno ganas de botar disquisiciones sabihondas sobre el significado de la mierda y sobre el miedo y la vergüenza que nos provoca. Pero resulta más ilustrativo saber que un comprador asiduo de los bollos de Álvaro pide que le entreguen el suyo metido en una bolsa, pero no ahí en el ventorrillo sino en la esquina, con disimulo, donde nadie le vea la satisfacción.
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