Número 79, septiembre 2016

Cartografía de liebres
Felipe Chica Jiménez. Fotografía por el autor
 
 

Fotografía: Felipe Chica JiménezAntes de que comenzara a llover había pasado por la casa de su novia a recoger el fierro o el coroto como él le decía, pero paila, nadie abrió. Intentó entrar por la ventana. Estaba trancada con un madero, si subía por el techo hacia el patio los perros lo delatarían y sería peor. Pensó en cuántos había cogido quietos, indefensos, desesperados, y aun así les había enterrado el cuchillo con una ira que ni sabía de dónde, pero paila, la liebre es la liebre y toca darle donde sea. Cuando cumplió los veinte sintió algo así como un atisbo de adultez y se creyó maduro, pensó que ya era hora de pararse como un hombre y no darle por la espalda a esos traídos. En el fondo ni recordaba por qué sus hermanos le habían enseñado a decirles así a los muchachos de los otros barrios, en fin, así son las cosas.

Llovió y eran las tres de la tarde, las gotas eran finas, casi imperceptibles al contacto con la piel; el aire estaba helado y el viento hacía retorcer los techos de lata de modo que sonaban como pequeños truenos. La distancia para llegar a su casa era de cuatro vecindarios, unos ochocientos metros para ser exactos, pero se sentía infinitamente lejos, su mundo se había hecho infinitamente pequeño. Las liebres estaban en todos lados. Los hijos del dueño del parqueadero de donde sus hermanos se robaron el baúl lleno de herramientas. “Los carebaúl”, gritaba él y se reía como un desquiciado cada vez que pasaba frente a la entrada de ese lugar acompañado de sus hermanos, pero paila, ya no tenía hermanos y ya no le daba risa pasar por ahí solo, de modo que tenía que pasar de rapidez. También estaban los primos de Tilico, el muchacho que había matado dizque por lámpara cuando se lo encontró en un café internet y salieron al ruedo los dos. Estaban todos, ese día les dio por salir a cada uno por su lado a patrullar en su respectivo pedazo de barrio, tal como hacen todos los días, entregados a un presente continuo que solo se interrumpe cuando salen a la ciudad a hacer vueltas. Ahí estaban, parados en las esquinas o metidos en las tiendas esperando la llegada de algún extraviado para robarle hasta la conciencia y luego salir a tomar chicha al Centro y después subir al cerro a fumar porro y sentarse a ver la ciudad con los socios y reírse de las pendejadas de la vida.

Pero a él no le gustaban esas maricadas de amiguitos, era solitario, valiente. Cuando entendió que no podría entrar a la casa de su novia y tendría que llegar hasta su casa sin nada con qué defenderse, se armó de valor y pensó que por algo había llegado vivo hasta los veinte con solo un par de cicatrices. Entonces el desespero que se le había instalado en los huesos se secó, su sombra se hizo más oscura, su cuerpo estaba atento como una liebre que al salir a comer se expone a los depredadores, aunque él no era nada débil y sus hermanos lo habían adiestrado en la defensa personal. En las mañanas lo llevaban al patio y con cuchillo en mano se entregaban a un combate coreográfico, una especie de baile mortal que si no fuera por el brillo de los cuchillos y el contexto de miseria podría ser un deporte marcial. En últimas era una nostalgia dolorosa la que sentía al verse solo, como un enamorado al que el mundo se le ha hecho gris. Por ahí andaban los Memes, dos indígenas aferrados al rigor de la ciudad; el Estiven, que se vestía mejor que él y por eso le robó una chaqueta que luego vendió en cuarenta mil lucas con las que invitó la novia a comer lechona y tomar cerveza en el Restrepo; estaban los dos barristas del Millonarios a los que arrumó en una esquina solo para demostrar que él era el más bandido de los bandidos; pero ese día él, el más valiente de los valientes estaba asustado. Quizá el que más le preocupaba en ese momento era el Maicol, al que le robó la mujer. La misma que no abría la puerta quien sabe por qué putas. A lo mejor estaba ofendida por el golpe que le había dado el día anterior.

Bien saben los que caminan el páramo que las liebres saltan de la nada, corren de un arbusto para ocultarse en otro. Él tenía liebres por todos lados y su mamá lo sabía, pero ya no le importaba. Para comprar el pan que le gustaba bajaba en cicla hasta la esquina donde siempre había un niño que le hacía el mandado por quinientos pesos. Cuando tenía que salir al Centro de la ciudad a cometer fechorías, atravesaba el bosque de eucalipto, detrás de su casa, y se iba por el borde del monte donde se acaba la ciudad, por un desvío llegaba a otro barrio donde sí tenía un socio firme con el que bajaban en moto a azotar las calles.

Era 25 de diciembre y los ánimos estaban caldeados en toda la ciudad. Insisto, ese día estaban todos por ahí, él los olía, con su coroto podía rostizar al que se le atravesara, pero paila, la puerta no se abrió. En su cuarto tenía un dibujo hecho en un pedazo de cartulina. Era su cartografía de las liebres, los lugares por donde no podía pasar. Esa mañana, como todas, repasó sus fronteras y pensó que todo estaría bien, pero paila, no contaba con que era diciembre y en diciembre la gente se anima a hacer cosas y en el barrio la realidad es una sola. Dicen los que vieron, que Maicol salía de la tienda de comprar cerveza cuando se lo encontró de frente. Sus caras se pusieron pálidas al acto, cuando él vio a Maicol lo único que se lo ocurrió fue decir: “Lo puse a perder”, picó el ojo y soltó una carcajada ficticia, inolvidable. Dicen los que vieron que su risa era tan confusa que daba lástima, un orgullo famélico envuelto por un remolino de físico miedo. Cuando sonó el disparo el lugar quedó hecho un desierto, ni las palomas salieron a la calle. Maicol salió corriendo con la garganta saturada de algo que no lo dejaba respirar, lloraba como un niño que no conoce más que un pedazo de ciudad mugriento, pobre y frío, pero paila, así son las cosas. UC

 
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