Uno de los recuerdos más antiguos que tengo proviene de cuando tenía tres o cuatro años. Estaba acostado en una cama y mi mamá y mi abuela me ponían algún remedio en la uña del dedo pequeño del pie derecho. Mi abuela me había pisado con su tacón y me había roto la uña por la mitad. También tengo otro recuerdo de esos días, que no sé si ocurrió antes o después del de la uña. Yo estaba sentado en un triciclo al borde de unas escaleras, y mi abuela me decía que no me fuera a lanzar. Y creo que me lancé. Pero no lo recuerdo con claridad. Y mi abuela tampoco.
Pero hay algo que sí tengo claro de mis dos recuerdos más antiguos: ambos ocurrieron en una casa de la calle Barranquilla, en Medellín. Y esa casa tenía un pasillo largo, donde yo jugaba con mi primo Andrés a estrellarnos en moto, y las motos no eran otra cosa que los cojines de los muebles de mi abuela. En ocasiones los cojines se abrían por los golpes y la espuma se regaba por el piso, como las tripas de una fruta que cae de un árbol. Y en esas ocasiones, mi abuelo Próspero siempre nos decía:—Dejen de joder. Más bien tengan esta plata y vayan a comerse una puta de doscientos pesos a Lovaina.
A mis tres, cuatro o cinco años de edad, esa frase me daba mucha felicidad, porque con esos doscientos íbamos a la tienda de la esquina y nos comprábamos una Sprite helada con papitas de limón, o un Bon Bon Bum que me comía untándolo con Quipitos. A esa edad, yo no sabía qué era una puta. Pero sí sabía qué era Lovaina: un lugar prohibido, al que yo nunca debía ir, que quedaba al pasar la calle Barranquilla y que olía a jabón. Desde el balcón de la casa de mi abuela podía oler y ver el jabón y el agua que los lavadores de carros echaban todo el día. Y los miraba con envidia, porque para mí ser lavador de carros era el mejor trabajo que alguien podía tener. ¿O quién no habría querido jugar con agua todo el día en su niñez?
En una ocasión, con los doscientos pesos que mi abuelo me dio compré un paquete de merengues. Me gustaban tanto que miré los ingredientes para intentar hacerlos yo mismo y hubo un ingrediente que no conocía: preservativos. Le pregunté a mi abuelo qué eran los preservativos y me llevó a su cuarto, abrió el cajón de las medias y sacó una tira de condones de colores. —Mire mijo, cuando usted vaya a comerse una puta de Lovaina, tiene que ponerse esto en el pipicito para que no le den enfermedades de esas que llaman de transmisión sexual.
Desde entonces, donde sea que esté, cuando veo un merengue, me acuerdo de mi abuelo, de Lovaina y fantaseo con que ese merengue lo prepararon batiendo unas claras de huevo con azúcar y unos cuantos condones.
Así, todos los caminos llevaban a Lovaina, un lugar que yo no entendía dónde quedaba. A veces hablaban de Lovaina como una calle y, otras, como un barrio. —Próspero, ¿dónde queda Lovaina? —le preguntaba yo a mi abuelo, al que siempre llamé por su nombre. —Es esa que está allá —me dijo una vez que estábamos en la esquina de la calle Barranquilla con la carrera Balboa, es decir, calle 67 con carrera 50A.
La calle que me señaló no era Lovaina, sino la carrera 50A más adelante, donde se convierte en una calle lúgubre, gris, porque en ella se alza el muro oriental del Cementerio de San Pedro. Y siempre que subía por la calle Barranquilla para visitar a mi abuela, miraba al fondo de las calles para ver, con morbo y curiosidad, a Lovaina, aunque no fuera la Lovaina de verdad.
Y sí que sentía morbo y curiosidad, porque fue allí, en esa esquina de la calle Barranquilla, donde me sentí atraído por primera vez por una mujer. Fue a los cinco o seis años de edad, y no fue por una mujer en el sentido más estricto de la palabra, sino por las decenas de travestis que desfilaban por toda la calle semidesnudos, mostrándoles una que otra teta a los hombres que pasaban a toda velocidad conduciendo por allí.
Pero sería a los ocho o nueve años cuando mi mamá me explicó qué era un travesti. Pasamos en el carro por allí, me quedé mirando a los travestis, en especial a uno que se vestía como la Mujer Maravilla. Mi mamá me dijo que eran hombres que les gustaba vestirse de mujeres, y que se amarraban el pipí con un caucho para que no se les viera. Así ha sido toda la vida mi mamá, sin ningún filtro para decir las cosas. Recuerdo que me quedé pensando en esa imagen por días. Incluso miraba mi propio pipí y pensaba cómo lograban amarrárselo con un caucho.
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La primera vez que fui a Lovaina debió ser a finales de enero o principios de febrero de 1991. Lo sé bien porque por esos días todo Medellín visitaba el Cementerio de San Pedro para conocer, quizá, la tumba más excéntrica que haya tenido la ciudad: la de los hermanos Armando Alberto y David Ricardo Prisco Lopera, de los sicarios más sanguinarios al servicio de Pablo Escobar, que fueron dados de baja en un operativo con cerca de cien policías el 22 de enero de ese año. La tumba tenía una particularidad: contaba con un equipo de sonido que, cuando lo visité, tocaba música de Los Panchos.
—Camine mijo, vamos a ver el mausoleo de los Priscos —me dijo mi abuelo. En el camino me habló de cada una de las calles por las que pasábamos. Atravesé Barranquilla por primera vez, luego Lima, Italia, Venecia y, por fin, Lovaina, que corresponde a la calle 71. Más allá la 72, de la que ninguno de mis tíos ha sabido nunca el nombre, y después Turín y Revienta.
La calle Lovaina era atravesada por las carreras Bolívar, Neiva, Popayán, Santa Marta, Balboa, Palacé y Venezuela, y todo este amasijo de países nació como extensión del barrio Pérez Triana. Y yo, que en ese entonces ya tenía siete años y más o menos sabía dónde quedaban algunas ciudades del mundo, no entendía cómo en tan pocas calles se podía pasar de la blanca Popayán a la calurosa Santa Marta, y de la nublada Lima al país que un año antes, en 1990, había celebrado el primer mundial de fútbol del que tuve plena consciencia.
Lovaina era para mí, entonces, un lugar perdido, esquizoide, un lugar que era, a la vez, calle y carrera, calle y barrio, olor a jabón e indigentes, drogadictos y ladrones, putas y cementerio. ¿Por qué las prostitutas se fueron a vivir y trabajar al lado del cementerio más tradicional de Medellín? Quizás porque los vivos nunca han querido vivir al lado de los muertos, y las mujeres que ejercían la prostitución en esa época estaban muertas en vida: habían quedado embarazadas, habían perdido la virginidad antes del matrimonio y, por eso, no podían casarse y hacer familia. Y eso, en esa época, era toda la vida a la que tenía derecho una mujer.
De hecho, las leyes urbanísticas de principios de siglo en Medellín no permitían que los prostíbulos estuvieran a menos de 160 metros de distancia de escuelas, hospitales e iglesia. Más o menos a partir de 1925 —existe registro de cuatro burdeles en Lovaina en 1927—, muchas de las mujeres embarazadas y que perdieron la virginidad antes del matrimonio de todos los pueblos de Antioquia y otras ciudades del país — Cali, en especial—, llegaron a Lovaina. Y viudas con hijos, como María Duque Villegas, que viajó con sus dos hijas desde Yarumal, Antioquia, a la casa de Lola, ‘La Polla’, uno de los burdeles más famosos en los años cuarenta. Fue allí donde le quitó la virginidad al pintor Fernando Botero y él, en homenaje, pintó la obra La casa de María Duque, que tenía un apodo memorable, el ‘Alma meter’, porque hay varios universitarios de la época que han dado fe de que perdieron la virginidad gratis con ella. Y hasta expresidentes.
El periodista Reinaldo Spitaletta, en su crónica La nostalgia de Lovaina, relata que el expresidente Belisario Betancur visitaba la casa de Esperanza Restrepo y participó en algunas peleas a puño limpio; que el escritor Manuel Mejía Vallejo quedó en calzoncillos apostando su ropa jugando a la botella; que el periodista Enrique Santos Montejo, conocido como ‘Calibán’, visitó la casa de Ligia Sierra y le dedicó una de sus columnas de prensa, y que Marta Pintuco, quizá la puta más famosa de Medellín, prestó su casa para crear las bases del Frente Nacional en una reunión política. Por cuenta de ese desfile de intelectuales, se dice que la calle recibió su apodo por la Universidad de Lovaina, una de las más antiguas del mundo.
Leyendo archivos históricos y crónicas sobre Lovaina, me encuentro con un nombre que me es familiar: Aura Cardozo, conocida como ‘La Pipí’. Recuerdo que iba de visita los domingos a la casa de mi abuela, con blusas de flores, faldas de seda que le llegaban a la pantorrilla, sombras púrpuras en los ojos y fumaba cigarrillo con una elegancia de película: usaba sus dedos como pinzas, como si los cigarrillos fueran palitos untados de mierda. En una ocasión, peleé con mi papá porque no me quería dar cuatro mil pesos para comprar un libro de Indiana Jones y fue ella, minutos después, sin que nadie se diera cuenta, quien me puso en la mano un billete enrollado de cinco mil pesos. —Le pagó la universidad en España a un muchacho del que se enamoró —me cuenta mi abuela, pero no sabe qué pasó con ella. La última vez que la vio, habitaba una casa enfrente de Policlínica. Vivía de arrendar habitaciones a inquilinos que le robaban cosas de su cuarto.
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Esta vez recorremos Lovaina y las calles aledañas en el carro de mi tío Diego. Hoy, el sector está repleto de talleres de carros, y las calles son una sola mancha de aceite. En medio de una calle, veo a dos jóvenes de no más de dieciséis años. Uno está sentado en una silla Rimax y el otro está apoyado en una pared, con la camiseta subida por encima de su gran panza. En un parpadeo de ojos, veo cómo se estira hasta un contador de luz, saca un paquete, se acerca a un carro, entrega algo, vuelve a la pared y cuenta el dinero. A principios de 2014, los combos se disputaban siete plazas de vicio en el sector. El 22 de agosto, la policía incautó cincuenta mil dosis de marihuana, veinte mil de base cocaína y más de 29 millones de pesos en efectivo.
Pasamos por Revienta, una callejuela angosta que está tres calles al norte de Lovaina. Mi abuela ha vivido en más de cincuenta casas en toda su vida, y una de ellas fue allí. Nos detenemos en la casa, que tiene una fachada amarilla. En ella, mi mamá vivió cuando tenía seis años. Entre las tapias —las paredes todavía son de bahareque— mi mamá atrapaba alacranes, o escorpiones, no sabe muy bien, y con mi tío William los ponían en el centro de una hoja de papel periódico, que quemaban por todos los bordes. Cuando las llamas llegaban casi al centro, los escorpiones, o alacranes, se envenenaban con su propio aguijón.
—Y en la casa de enfrente —recuerda mi mamá— vivía un señor que era joyero, y en la pared de su taller de trabajo tenía montones y montones de escorpiones clavados en la tapia con alfileres. Ahora vamos por Turín, una calle al norte de Lovaina. Allí, en una casa de fachada verde, todavía está la ventana por la que mi mamá y mis tíos vieron, empinándose entre la multitud, la transmisión por televisión de la llegada del hombre a la Luna.
—En esa casa vivía un niño al que le decíamos ‘Garrincha’. Sus padres tenían mucha plata. A veces me dejaban entrar a ver televisión, y el maldito de Garrincha se sentaba al lado mío a intentar quitarme el lunar con la uña —dice mi mamá refiriéndose a un lunar que tenía debajo de las clavículas–. Una vez me emputé, me le monté encima y lo agarré a puños. Después, él era todo enamorado de mí.
Mi abuela recuerda que hace cerca de cuarenta años, las casas de Lovaina tenían bombillos rojos, azules y amarillos. Así reconocían los clientes a los prostíbulos. A su alrededor todo lo que había eran potreros, donde la abuela salía a tender la ropa y donde mi mamá cazaba mariquitas y escarabajos dorados y en las noches se oían los grillos. Eran buenos tiempos.
Spitaletta cuenta que las prostitutas bañaban a los hombres antes del sexo, con agua con alcohol y permanganato de potasio, y la cuenta a pagar la dejaban de manera discreta bajo la almohada. “Implicaba una total falta de respeto exigirle a la mujer extravagancias en la cama. Nada podía hacerse por fuera de los conductos regulares”, escribe Spitaletta.
Algo similar me dice Alfredo, un amigo de la familia. Después de cumplir una condena por narcotráfico en Estados Unidos, regresó a Colombia sin un peso en el bolsillo. Una mañana de domingo de 2013, se encontró con mi abuela en un concierto de música clásica en el Teatro Metropolitano.
Alfredo llegó tan pobre de Estados Unidos que vive en un hogar de paso de la Alcaldía. Cuando le contó su historia a mi abuela en el teatro, ella le dijo que pasara todos los viernes a la casa. Siempre le da un plato de sopa de pasta o fríjoles, y cinco o diez mil pesos.
Me siento a almorzar con Alfredo. Siempre lleva consigo un bolso negro, en el que mete un libro, un cepillo de dientes, una billetera, un pastillero, un lápiz, un borrador y un lapicero, todo empacado en perfecto orden en bolsas Ziploc. Me cuenta que la policía siempre ha sido corrupta, pero que no se acuerda el nombre del policía corrupto de esa época en Lovaina. Recuerda también que veía a Pablo Escobar caminando con ‘La Kika’.
—Ese tipo fue el que se tiró Lovaina, porque ese sector era elegante, y todo se hacía con discreción y elegancia —dice—. Él empezó robándose las lápidas del Cementerio de San Pedro, después se metió al contrabando, después vendía marihuana y ahí fue como aprendió y se metió a la coca. Ese tipo era un gamín.
Además, me cuenta la historia de Emilio Pompis, un ladrón que conoció en Lovaina y con el que se encontró años después en Nueva York. —Íbamos en el metro de Brooklyn, y yo veía cómo le metía la mano en el abrigo a un hombre, sacaba la billetera, sacaba la plata y volvía a meter la billetera en el bolsillo del abrigo. Las cosas en esa época se hacían muy bien, no como estos matones de ahora que hablan “uuuujuuuuentoncesqué ujuuuu” —dice, y pone la boca como un chimpancé.
Fue en ese tiempo, a finales de los años setenta, que llegó el primer secador de pie al Salón Mariela, una institución de la peluquería en Medellín, donde Omar y miles de peluqueros estudiaron los últimos gritos de la moda. Con el secador de pelo, murieron los peinados recogidos y las cebollinas, y llegó la influencia del glam rock, con David Bowie y Alice Cooper como los modelos a seguir.
Las casas de prostitutas dejaron de ser los lugares de encuentro de intelectuales para ser barras de show de striptease, con mujeres con pelos cepillados y mullets. Se impuso la era de la “teta voleada”, como le dice el historiador Carlos Andrés Orozco. Ya Marta Pintuco y María Duque estaban en decadencia; llegó el reinado de los travestis y de lugares como ‘La cueva del oso’, un sitio con paredes pintadas de negro, que en un balcón tenía un oso gigante de peluche en el que los jíbaros escondían la marihuana; y los primeros gramos de coca y bazuco que se empezaron a tomar la década de los ochenta.
—Nunca he trabajado con travestis, porque ellos mismos se arreglan. Pero después de las prostitutas, llegaron todos los pillos y matones. A esos les gustaba el siete —dice Omar, sentado en su silla de peluquería.
Hoy en día cobra cinco mil pesos por un corte de pelo, pero ya trabaja muy poco. Se queja de que hay peluquerías que cobran dos mil pesos por un corte, que el oficio va para abajo y que la gente prefiere arriesgarse a que les corten las orejas en las academias por un corte gratis a dejarse tratar por un profesional con experiencia como él.
Mi abuelo Próspero murió, la peluquería ha cambiado y yo empiezo a perder el pelo en la coronilla. Lovaina no es ni sombra de su pasado. Se destruyó.