De niña, Milvia Yurany acostumbraba a gastar sus tardes de tedio en juegos e imaginaciones con una amiguita. Representaban lo que veían a su alrededor, en su caso al papá y a la mamá. Entre risas se daban unos tremendos besos, de esos largos y encoñadores que a Milvia le quedaron gustando.
Ya grandecita, Milvia Yurani cambió las blusas con escote, por camisetas talla XL y cachuchas al revés, pañoletas, manillas de taches, correas gigantes, actitudes bruscas y vocabulario de macho decidido y bravero.
En su paso por el bachillerato tuvo que granjearse el respeto que precisa un hombre oculto tras las curvas de una mujer. A veces con desdén, por saboteo o cariño, le gritaban: “Milvio, pecueca, you you”.
Cuando se sentía agredida alistaba su puño derecho y lo descargaba en el rostro aterrado de sus compañeros de clase. Para deshacerse de su rabia agarraba a patadas las canecas de basura o le lanzaba palabras sucias a sus detractores. Decía que una mujer que ama a otras mujeres tenía que posicionarse y exigir respeto, y así lo hacía cuando a ritmo de rap se le escuchaba: “Ja, qué pasa / La gente me rechaza / creen que porque me gustan las niñas soy una asesina / si eso no se ve / sino en las cabinas de arriba / y me gusta la vida, me gusta pasarla bien / de noche y de día”.
A una de sus enamoradas la encontró sentada en el salón de octavo-cuatro. Tuvo que enseñarle a ese rostro infantil, con ojos de gata, que el amor puede vestirse del mismo género y la ayudó a enfrentarse a una mamá que no entendía cómo, habiendo tantos hombres, tenía que poner sus ojos en una hembra enrazada en macho. “Mita, ¿es malo querer a otra mujer?”, “no, mija, uno toma sus propias decisiones”.
El papá de Milvia Yurany se largó de la casa cuando se enfrentó a la responsabilidad de criar hijos y levantar hogar. Cuando su mamá se volvió a casar, la niña fue a parar a la casa de la abuela Amelia. Su fotografía ocupa un lugar privilegiado de la sala, junto a miembros de la familia que se los ha tragado la violencia de la comuna nororiental. Su abuela aprendió a entender la libre elección sexual, después de quince años de trabajo en el movimiento feminista Ruta Pacífica de las Mujeres. Durante su estudio perdió muchos años escolares. Su abuela con una pasmosa resignación le decía: “No importa mija, las escaleras no siempre se suben de a una”.
Alguna vez el profesor de matemáticas le dijo: “Yo me aguanto a un hombre acorralando una mujer, pero una vieja encima de otra vieja, eso no lo soporto”; lo decía con frecuencia, cuando la encontraba en los corredores aplastando con su cuerpo fornido a la chica de turno.
No hubo poder humano que la hiciera usar el uniforme de gala de las niñas del colegio. Por esto, ‘Milvio’ mantuvo una disputa con la coordinadora y solo se logró que asistiera a clases con el uniforme de educación física: camiseta y sudadera ancha y larga.
Los estudiantes solían decir que era injusto, que mientras ellos para conquistarse a una compañera tenían que invertir meses en regalitos e invitaciones, ella en dos o tres días, “con sus cancioncitas de rap”, lograba llevárselas para la cama. “Qué putería profe, que esta vieja se nos robe las peladas más chimbitas de la zona”.
Alguna vez se le asó al profesor de química porque el hombre dijo que todos iban a ganar el año menos ella. Milvia Yurany se le enfrentó de hombre a hombre y le dijo delante de todo el grupo que no se pusiera en esas porque le iba a sobrar bala.
Todo acto cívico que se respetara tenía que tener un punto donde Milvia se lucía con una canción y aprovechaba para declarársele a alguna de las peladas del colegio. Hasta que la coordinadora del plantel tomó la decisión de eliminar de la programación el punto donde ella cantaba y argumentó que no quería volver a ver a un marimacho en la tarima. Eso le dolió tanto a Milvia Yurany que en la siguiente clase de religión escribió: “Si volviera a vivir sería más mujer”.
Milvio seguía cantando, pateando, hijueputiando y sus cantos eran notas de resistencia. Tenía que hacerse escuchar y sus gritos reclamaban lo que la vida tantas veces le negó. Le cantaba a la muerte, a la injusticia, a esas mujeres que quiso tener pero debió dejar pasar, pues no era raro escucharles a las pretendidas: “Ni sueñe que me voy a dejar echar el cuento de una lesbiana, piroba y machorra”.