Número 66, junio 2015

La isla negra
Pulpomán de los Corales. Ilustración: Mónica Betancourt

Ilustración: Mónica Betancourt

 

Todo empezó una noche en la que se fue al traste la vida que había forjado, y algo más importante comenzó. Fue en un bar, en el Pacífico. Me senté junto a la barra. Había un busto de algún militar olvidado sobre el que las moscas dejaban sus secreciones. Alguien le había puesto un gorro de navidad, aunque estábamos a mediados de septiembre. En el bar de ‘Tarro’ ya me conocían y me habían endosado el apodo de ‘El mugrete desangarillado’. No me malquerían, me daban ron, me hacían cantar y me daban pésimos consejos sobre mujeres. Yo no lo sabía, las prostitutas del lugar me convencieron de que eran pésimos. Cuatro o cinco mesas mal puestas, una barra pequeña y más gente de la que en verdad cabía era todo lo que el bar de Tarro tenía. En las pausas en que los marineros dejaban de tocar para atragantarse de ron, llegaba desde algún lugar de la noche el ruido del choque de los barcos en el atracadero. Adentro vivíamos envueltos en murmullos, en el tintineo de las copas, en el siseo de los zapatos arrastrando arena en una baldosa siempre mugrienta y en los escupitajos de los cantantes antes de reanudar la música.

Resulta que hacía varias noches, una de aquellas mujeres, harta de recibir besos de bocas desdentadas y eyaculaciones apresuradas de cuerpos sucios, me miraba con interés y me hacía preguntas sobre mi extraño peinado: para disimular mis tentáculos, me los agarraba con una banda atrás y me ponía un enorme gorro con los colores de Jamaica. En un rincón, un viejo, el viejo Wolfgang, colosal y del color de la noche, callaba y bebía con la sonrisa maliciosa del que sabe más y dice menos. Todos lo respetaban y no había pieza que tocaran sin su aprobación. Por lo demás, él no tomaba muy en serio esas zalamerías, solo les seguía la corriente, pues tratar de mostrarse modesto habría sido quizá una exhibición de soberbia. Esa noche, aquella mujer, que se sabía todas las canciones de los marineros en todos los idiomas, se había sentado a mi lado y estaba ya inclinándose demasiado hacia mí. Sus manos, en las que brillaban unas pulseras baratas, empezaron a acariciar mis muslos. Yo temblaba. Estaba excitado, claro, pero demasiado asustado. Si yo fuera un sujeto normal creo que no me habría preocupado. Pero eso que tengo entre las piernas empezó a serpentear, desesperado, y justo cuando ella posó su mano sobre mi pantalón, mi hectocótilo trató de enroscarse en su muñeca. Ella dio un alarido, horrorizada, y saltó hacia atrás, derribando una mesa completa y mostrando unos calzones rojos en la caída.

Sobra decir que correr no es mi fuerte: soy cojo de nacimiento. Sin embargo, en medio de la confusión y la algarabía, y mientras la mujer trataba de explicar a los gritos lo que había pasado, logré escurrirme pegado a la pared y alcancé a salir al frío de la noche. Empecé a caminar rápido pero sin correr, con la intención de alcanzar el muelle. Estaba lloviendo y mis pies y el bastón se hundían en el lodo de las calles sin pavimentar. Al frente venían unos pescadores cantando a gritos, sin tocar la guitarra que uno de ellos llevaba en la mano. No tenía de qué preocuparme, pues ellos no sabían nada, pero a mi espalda, en la puerta del bar, se agolpó una muchedumbre que gritaba para que no me dejaran escapar. Entonces los que venían cambiaron su actitud de fiesta y sacaron sus cuchillos. Tenía cerrado el paso hacia el muelle. Empecé a correr hacia la izquierda por un callejón, perseguido por gritos, luces de linternas y fierros de destazar tiburones. Aproveché los recovecos de las calles, pero por desgracia el muelle no es infinito, o no de la forma que yo necesitaba, y a medida que avanzaban los minutos la turba empezaba a sacudirse el estupor y a planear con claridad una estrategia. Escondido bajo unas escalas, los oí confabular: hicieron varios grupos y los distribuyeron por todos los flancos posibles. Me tenían acorralado. Entonces oí un “pss, pss” y adiviné en la oscuridad una puerta abierta. Decidí que era preferible esa opción a la de los marineros furiosos. Entré a un lugar caliente y oscuro. Solo oí un “shhh”, y me quedé muy quieto. Luego, un susurro me indicó que lo siguiera en las tinieblas. No supe que era Wolfgang porque nunca lo había oído hablar. Pero sí: era él.

No lo descubrieron y desde luego nadie sospechó de él cuando salió del callejón, se paró frente a la turba y levantó un brazo para señalar el norte. Una vez todos se habían ido, salí del escondite y salté al mar. Antes de sumergirme, me quité la ropa para que no me estorbara. Desde entonces, varias veces a la semana nos encontrábamos el viejo y yo en el muelle húmedo y oscuro, en las noches sin luna, para intercambiar historias: él, sobre su mundo de altamar, y yo, sobre las maravillas del fondo del océano. Él se sentaba en el borde del muelle y dejaba colgar las piernas mientras le sacaba lamentos a un acordeón, y a duras penas lograba ver mi cabeza flotando en un mar negro. Al principio yo no salía y me quedaba flotando y mirándolo desde el mar, pero de pronto, sin saber cuándo, me vi pidiéndole ropa para poder sentarme a su lado y poder beber las músicas y las historias que según él mismo eran las que lo habían hecho viejo mientras lo arrugaban los años.

 

Wolfgang jamás se quitaba su pipa de la boca como no fuera para echarle una nueva picadura. Estaba encorvado como un gancho, con unos copos de nieve crespa en su cabeza, y cantaba cada canción con una voz distinta pero suya, como si una multitud habitara en su garganta. Sin embargo, no tocaba muy bien, porque tocar bien no es cuestión de talento, sino de mera aplicación, y eso era algo que a su edad lo tenía sin cuidado. Hasta entonces, mis gratos ejercicios musicales se habían reducido a cantar borracho para un grupo de borrachos. Pero el viejo Wolfgang, con su andar cansado, me mostró de qué estaban hechas las canciones con las que las prostitutas condescendían al llanto, o qué truco había en las tonadas que se adherían a la mente hasta lo empalagoso, o el poder fuerte y sencillo de hilar dos acordes en una melodía sabia. De él aprendí que un acordeón es un instrumento que tiene caprichos de amante histérica.

El viejo Wolfgang era un hombre solitario. Yo era su único amigo, y una viuda con la que a veces ejercía una galantería desenfadada. La visitaba y le llevaba la pesca del día, y la mujer se encargaba de prepararla y de venderla en un restaurante sobrevolado por las moscas. Gracias a eso ella podía sobrevivir. Se llamaba Osiris, como la deidad egipcia, y su cuerpo ya un poco abultado era como una ciudad imponente en ruinas: uno podía percibir cuán bella había sido. Osiris se contoneaba, casi siempre cantando algo alegre, y el viejo la miraba desde unos ojos remotos y agradecidos. Ella era el día y él la noche. Nunca hablaba de ella: era como un tesoro que no quería mancillar de palabras. Tampoco se fueron a vivir juntos, "para saborear mejor el pecado", decía él.

El día que ella murió, Wolfgang fue al funeral vestido de blanco. Luego asistió a su cita conmigo puntualmente. Al final del encuentro, cantó Summertime. Solo entonces lloró. Lo hizo sin pudores y sin orgullo. No recuerdo haber oído un canto más bello que el suyo aquella noche. Después tocamos un aire francés en el acordeón. Fumé de su pipa. Ese día le dije a Wolfgang mi verdadero nombre. Pocos lo saben y, por supuesto, no es Pulpomán.

Una noche llegué al muelle nadando entre sargazos, abriéndome paso en la oscuridad de la vegetación marina, y entonces, justo antes de asomar mi cabeza a la superficie, escuché el ruido de un chapuzón y vi un bulto que se hundía lento y silencioso, dejando una estela de burbujas diminutas que salían del aire de la ropa. La luna iluminaba las burbujas, era muy bello. A pesar de la luna llena, tuve que acercarme por completo para saber que era una persona. Cuando le di la vuelta encontré la cara de Wolfgang. En sus ojos abiertos no había miedo, sino una tristeza insondable. Yo hubiera querido saber qué estaba pensando, o qué recuerdos habían acudido a su partida de este mundo. En ese momento vi también la estela de sangre que le manaba del vientre y se confundía con la corriente. Era como la tinta que soltamos los pulpos en el agua, oscureciéndolo todo. No tardarían los tiburones, pero no podía salir con él cerca de ahí. Quizá sus asesinos seguían merodeando, de modo que me lo llevé un poco más lejos... En mis entrañas sentía un nudo de víboras.

De haber sido una muerte clásica, aburrida, en un lecho sin gracia, lo habría dejado ir. Pero la muerte infame que le quisieron dar, y que él habría considerado gloriosa, no me dejaba alternativa: lo llevé al golfo donde habitaba una tribu de renegados de otras tribus caníbales. Sabían cosas. Salí del mar con Wolfgang en brazos. Sus ojos ya no estaban abiertos, chorreaba aguasangre y el peso de la muerte dificultaba aún más mi renquera. Había una fogata cerca de la playa. Allá estaban los miembros de la tribu reunidos entre tambores, saltos y plumajes. Tan pronto como lograron definir mi figura en la oscuridad, se prosternaron ante mí (después supe que para su cultura, el pulpo es un animal sagrado… durante un tiempo me tuvieron por un dios, pero esa es otra historia). Dejé a Wolfgang en el suelo, junto al fuego, y ellos entendieron. El chamán, redondo y tuerto, tomó unas semillas y las puso en las heridas del vientre. Su cara pintada parecía la de un pez globo por los reflejos del fuego. Cubrió el cuerpo con una ligera capa de tierra mientras murmuraba oraciones en su lengua. Finalmente lo acostaron en una balsa con cuatro antorchas y lo soltaron a la deriva en el mar. Se fue metiendo mar adentro, noche adentro, hasta perderse muy lejos.

No mucho tiempo después, empezaron a oírse cuentos de marineros sobre una isla que tenía la forma de un hombre. Las semillas del chamán germinaron hacia el cielo en una vegetación frondosa y hacia el mar en unos juncos que llegaban hasta el suelo. Que está viva esa isla, dicen, y que viaja por los cinco continentes. Alguna vez di con ella, pero en otra ocasión les cuento.UC

 
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