Wolfgang jamás se quitaba su pipa de la boca como no fuera para echarle una nueva picadura. Estaba encorvado como un gancho, con unos copos de nieve crespa en su cabeza, y cantaba cada canción con una voz distinta pero suya, como si una multitud habitara en su garganta. Sin embargo, no tocaba muy bien, porque tocar bien no es cuestión de talento, sino de mera aplicación, y eso era algo que a su edad lo tenía sin cuidado. Hasta entonces, mis gratos ejercicios musicales se habían reducido a cantar borracho para un grupo de borrachos. Pero el viejo Wolfgang, con su andar cansado, me mostró de qué estaban hechas las canciones con las que las prostitutas condescendían al llanto, o qué truco había en las tonadas que se adherían a la mente hasta lo empalagoso, o el poder fuerte y sencillo de hilar dos acordes en una melodía sabia. De él aprendí que un acordeón es un instrumento que tiene caprichos de amante histérica.
El viejo Wolfgang era un hombre solitario. Yo era su único amigo, y una viuda con la que a veces ejercía una galantería desenfadada. La visitaba y le llevaba la pesca del día, y la mujer se encargaba de prepararla y de venderla en un restaurante sobrevolado por las moscas. Gracias a eso ella podía sobrevivir. Se llamaba Osiris, como la deidad egipcia, y su cuerpo ya un poco abultado era como una ciudad imponente en ruinas: uno podía percibir cuán bella había sido. Osiris se contoneaba, casi siempre cantando algo alegre, y el viejo la miraba desde unos ojos remotos y agradecidos. Ella era el día y él la noche. Nunca hablaba de ella: era como un tesoro que no quería mancillar de palabras. Tampoco se fueron a vivir juntos, "para saborear mejor el pecado", decía él.
El día que ella murió, Wolfgang fue al funeral vestido de blanco. Luego asistió a su cita conmigo puntualmente. Al final del encuentro, cantó Summertime. Solo entonces lloró. Lo hizo sin pudores y sin orgullo. No recuerdo haber oído un canto más bello que el suyo aquella noche. Después tocamos un aire francés en el acordeón. Fumé de su pipa. Ese día le dije a Wolfgang mi verdadero nombre. Pocos lo saben y, por supuesto, no es Pulpomán.
Una noche llegué al muelle nadando entre sargazos, abriéndome paso en la oscuridad de la vegetación marina, y entonces, justo antes de asomar mi cabeza a la superficie, escuché el ruido de un chapuzón y vi un bulto que se hundía lento y silencioso, dejando una estela de burbujas diminutas que salían del aire de la ropa. La luna iluminaba las burbujas, era muy bello. A pesar de la luna llena, tuve que acercarme por completo para saber que era una persona. Cuando le di la vuelta encontré la cara de Wolfgang. En sus ojos abiertos no había miedo, sino una tristeza insondable. Yo hubiera querido saber qué estaba pensando, o qué recuerdos habían acudido a su partida de este mundo. En ese momento vi también la estela de sangre que le manaba del vientre y se confundía con la corriente. Era como la tinta que soltamos los pulpos en el agua, oscureciéndolo todo. No tardarían los tiburones, pero no podía salir con él cerca de ahí. Quizá sus asesinos seguían merodeando, de modo que me lo llevé un poco más lejos... En mis entrañas sentía un nudo de víboras.
De haber sido una muerte clásica, aburrida, en un lecho sin gracia, lo habría dejado ir. Pero la muerte infame que le quisieron dar, y que él habría considerado gloriosa, no me dejaba alternativa: lo llevé al golfo donde habitaba una tribu de renegados de otras tribus caníbales. Sabían cosas. Salí del mar con Wolfgang en brazos. Sus ojos ya no estaban abiertos, chorreaba aguasangre y el peso de la muerte dificultaba aún más mi renquera. Había una fogata cerca de la playa. Allá estaban los miembros de la tribu reunidos entre tambores, saltos y plumajes. Tan pronto como lograron definir mi figura en la oscuridad, se prosternaron ante mí (después supe que para su cultura, el pulpo es un animal sagrado… durante un tiempo me tuvieron por un dios, pero esa es otra historia). Dejé a Wolfgang en el suelo, junto al fuego, y ellos entendieron. El chamán, redondo y tuerto, tomó unas semillas y las puso en las heridas del vientre. Su cara pintada parecía la de un pez globo por los reflejos del fuego. Cubrió el cuerpo con una ligera capa de tierra mientras murmuraba oraciones en su lengua. Finalmente lo acostaron en una balsa con cuatro antorchas y lo soltaron a la deriva en el mar. Se fue metiendo mar adentro, noche adentro, hasta perderse muy lejos.
No mucho tiempo después, empezaron a oírse cuentos de marineros sobre una isla que tenía la forma de un hombre. Las semillas del chamán germinaron hacia el cielo en una vegetación frondosa y hacia el mar en unos juncos que llegaban hasta el suelo. Que está viva esa isla, dicen, y que viaja por los cinco continentes. Alguna vez di con ella, pero en otra ocasión les cuento.