No es absurdo tener un amigo que, a su vez, sea amigo de Nairo Quintana, o que sea primo de Carlos Vives, de la misma manera que es muy posible tener un amigo que sea subsecretario de cualquier despacho público o editor de un periódico cultural: a fin de cuentas, hay que vérselas con tanta gente a lo largo de la vida que no todos los que estrechan nuestra mano pueden ser monigotes anónimos. Lo que sí parece imposible es tener un amigo que se gane el Premio Rómulo Gallegos, el mismo que antes fue a parar a las manos de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes. A mí, sin embargo, me pasó.
Al mediodía del jueves 4 de junio, un amigo —el que es editor de un periódico cultural— me llamó para hacerme una pregunta que, en principio, me pareció alarmante: “Güevón, ¿supiste lo de Pablo Montoya?”. Pensé, lo juro, que ese amigo escritor, profesor colega en la Universidad de Antioquia, había muerto en algún desastre automovilístico o aéreo, esto último por la frecuencia con que su agenda docente lo obliga a visitar los aeropuertos, y lo primero porque no hace mucho sacó su licencia de conducir y —me temo— su frenética actividad literaria no le deja tiempo para practicar como se debe. Sin embargo, lo que le había pasado a Pablo no era que hubiera expirado sino algo del todo impensable: se acababa de conocer el fallo que le entregaba el Premio Rómulo Gallegos 2015 por su última novela, Tríptico de la infamia, publicada hace diez meses.
La mezquina vanidad que caracteriza a nuestra especie siempre hace que, cuando algún conocido se encumbra —y con más razón un amigo—, no solo alardeemos de la cercanía con que hayamos venido gravitando en torno suyo, sino que lamentemos no haberla intensificado hasta tocar su biósfera. Apenas colgué el teléfono recordé que me había cruzado con Pablo dos semanas atrás, en la plazoleta central de la universidad, y que le había hecho una broma sobre su dedicación de cartujo a una edición crítica de los cuentos de Pedro Gómez Valderrama, y que — por mi imperdonable descuido y para mi mala suerte— lo había dejado escapar con otro amigo suyo que a la sazón lo acompañaba, y con el que sin duda había compartido no solo algún café vespertino sino las conversaciones más personales. Intenté exorcizar mi mala conciencia con una antología de recuerdos e indicios que probaran la realidad de mi firme amistad con el nuevo Rómulo Gallegos. A mi cabeza llegaron imágenes de viejos almuerzos de lunes en los que hablamos, a rajatabla, de los vociferantes lugares comunes de Fernando Vallejo; retazos de confidencias sobre las enfermedades propias de la cuarentena; la colorida estampa de mi esposa y yo hablando a media lengua con Eloísa, la hija más pequeña de Pablo; una silueta imantada de muñeca rusa para pegar en la nevera, que el escritor me había traído de Moscú. Aunque todo parecía en orden, al hacer balance de este inventario me pareció que, al menos, pude haber mimado a la niña durante cinco minutos más.
Lo cierto es que yo no tenía por qué fatigarme en la búsqueda de unas pruebas que nadie me estaba pidiendo y que, aún en ese caso, yo no tenía por qué esgrimir. Porque, de habérseme llevado al tribunal de los merecimientos de la amistad, podía ofrecer el argumento más contundente en esos momentos de efervescencia y calor del fallo literario. Y era que por la generosidad y sencillez de mi amigo, yo había conocido el manuscrito que había devenido en la versión final de Tríptico de la infamia, y que semejante comunión me había puesto en situación de sugerirle, al menos, dónde podía acomodar un par de comas, llamar la atención sobre alguna letra traviesa que había saltado de lugar o precisar un dato histórico en algún tema en el que, por casualidad, estuviera mejor informado. Alguna vez, Jorge Luis Borges se refirió a esa tarea correctiva como una “policía de las pequeñas distracciones”, del todo insustancial. Sobra decir que no se equivocaba el Homero argentino en esa consideración, y mucho menos cuando el corregido es un escritor que, como mi amigo, es curtido en el oficio y conoce, mejor que yo, los misterios y vericuetos de la lengua literaria. Pero también sobra decir que si a uno le corresponde en suerte practicar esa revisión banal sobre una novela que habrá de ser laureada, la anécdota puede convertirse, legítimamente, en un opúsculo de prensa. Cualquier cosa, menos quietos.
Tríptico de la infamia entrelaza las historias de tres pintores protestantes del siglo XVI que, cada uno por su cuenta, se interesaron en dibujar escenas en que el hombre es lobo del hombre. En la primera parte, una voz omnisciente cuenta la historia de Jacques Le Moyne, un dibujante de Dieppe que hizo parte de la avanzada francesa que tocó la costa oriental de Norteamérica y que, en consecuencia, fue testigo privilegiado de los estragos causados por las tropelías entre españoles y franceses en tierras de los indios timucua. François Dubois, pintor de Amiens, toma la voz en la segunda parte y cuenta su propia historia, trágicamente marcada por la matanza que los católicos parisinos perpetraron contra sus conciudadanos hugonotes, el 24 de agosto de 1572, día de San Bartolomé; una masacre que retrató el propio Dubois, acaso influido por las reminiscencias americanas de Le Moyne, a quien conoció en vida y a quien, incluso, reemplazó como amante de una mujer, Ysabeau, figura central en la memoria de la jornada sangrienta.