No glamour
No están los teatros de Broadway. Tampoco sus públicos o sus actores y actrices de botines brillantes y chales de millones.
No está el glamour del arborizado infinito de Park Avenue o el traje impecable de los conserjes políglotas.
No están las hordas diarias de turistas sobre abrigados y mal vestidos, o rojizos de sol, o boquiabiertos y espeluznantes con el cuello quebrado de mirar la punta de los edificios. Nadie anda con cámara, botella de agua, mapa extendido de cien metros o sneakers de suela blanda.
No hay taxis amarillos porque sus taxis son negros. Ruedan por las calles levemente empinadas, equipados de taxímetro, amplios asientos traseros en cuero negro y acentos extranjeros irremediables; pero también, en su nombre popular, llevan rastros de los estigmas propios del barrio: gipsy cabs, livery cabs.
No existen rascacielos bancarios pero sí las oficinas más ruidosas del United States Postal Service. No existen parqueaderos de limusinas pero sí el 65 por ciento de los potreros donde paran a enfriar motores los buses de la Metropolitan Transportation Authority.
No es casa de la opulencia como Wall Street porque es exactamente lo contrario: el Alto Manhattan, Main Street cabal, encarnación geográfica de la bandera que en el siglo pasado los americanos irguieron como quintaesencia de su espíritu excepcional: the working class.
En ese barrio de Nueva York viví ocho años. Aprendí con sus mujeres a decirle “miamor” a todo lo que se mueva y respire. Antes había vivido en otras partes de Estados Unidos pero no había sido suficiente para perderle el miedo a las palabras que tienen consonantes dobles. Allí lo perdí gracias a las dos palabras que componen su nombre, aunque estas no tengan consonantes dobles. Ahora puedo escribirlo a la velocidad con la que taquigrafío mi nombre: Washington Heights, miamor.
Topografía
En el extremo norte del barrio, a la altura de la calle 183, justo arriba del cruce enmarañado de autopistas que atraviesan esa parte angosta de la isla para traer y llevar el tráfico infinito entre New Jersey, Manhattan, el Bronx y Queens, se levanta el pequeño Bennett Park, punto de mayor elevación natural de la isla: ochenta metros sobre el nivel del mar.
Su singularidad topográfica es al tiempo epicentro de una de los recuerdos bélicos más importantes en la historia de los Estados Unidos: la defensa de Nueva York durante The American Revolution.
Bennett Park abrió sus puertas en 1929 en los terrenos de James Gordon Bennett. Lo hizo para conmemorar el antiguo Fort Washington, construido en 1776 por el ejército continental al mando del general independentista George Washington, célebre por medir casi dos metros: “The man who would always filled the room”. Eso no es lo que dice la placa en el parque, porque solo dice: “Constructed by… Taken by… Repossessed by… Erected through…”.
El Fort Washington debía detener el avance inminente de las tropas inglesas. No lo consiguió. No ese 16 de noviembre de 1776. Su gloria es derrota. Esa primera batalla perdida en el fuerte dejó 59 soldados muertos, 2.837 prisioneros, y al resto de las tropas huyendo hacia Nueva Jersey y Pensilvania.
Sin embargo, la placa conmemorativa del fuerte no es el más portentoso rastro de esa “nostalgia americana” por la gesta independentista; sino la maravilla de la ingeniería civil que después de 75 años de construida sigue representando el George Washington Bridge.
El puente presume ser el de mayor tráfico en el planeta. Está hecho de catorce carriles repartidos en tres niveles. Su longitud es de 1.450 metros. Su promedio de velocidad es de 75 km/h. Sus tomas en el cine se calculan en cientas al año.
No es el puente que, al final de su construcción en 1883, hizo alucinar a José Martí, cuando el poeta y soldado cubano despachaba desde la metrópoli para América Latina sus retratos congestionados de modernidad. No es el puente que caminan los turistas, ni el del suspiro de las ambiciones, ni el de los candados amorosos o de las supersticiones globales.
El que sí es todo lo anterior es el Brooklyn Bridge, puente estelar de la ciudad que conecta dos geografías opuestas al barrio latino: City Hall, a un lado, donde los blancos administran el poder; y Brooklyn Heights, al otro, donde casas de lujo y condominios suntuosos disfrutan de la más divina vista del Bajo Manhattan.
No tiene pues así el puente gigante del barrio otro lustre que el de la memoria del general independentista; aunque en 2013 registró el récord de 102 millones de vehículos sobre sus vías y fue el núcleo del escándalo que tal vez, no hay manera de saberlo aún, decida la contienda presidencial de los Estados Unidos en 2018.
Revueltas
Entre el 9 y el 13 de septiembre de 2013, por orden de David Wildstein, alto funcionario de la administración del gobernador republicano de Nueva Jersey, Chris Christie, dos de las tres líneas de acceso al George Washington Bridge fueron cerradas con la intención de sembrar caos y presionar al alcalde de esa ciudad, quien no había apoyado a Christie en su campaña reeleccionista.
El escándalo, conocido como Bridgegate, fue destapándose a partir de la aparición de correos delatores, interceptaciones telefónicas en varios frentes, y un dictamen tajante de los servicios de emergencia que señalaba cómo la “decisión apresurada y mal informada” de autorizar aquellos cierres, “había puesto en peligro miles de vidas de los ciudadanos del estado de Nueva Jersey y el Alto Manhattan”.
Antes de este matoneo proselitista en que andan desperdiciándose hoy los americanos, y del cortejo político contemporáneo a la minoría latina, los trapos sucios entre comunidad y orden público se aliviaban a la antigua: through riots.
Las revueltas identificadas en el imaginario del barrio como definitivas para la alineación de los dominicanos como colectividad ocurrieron en julio de 1992, después de que el oficial del precinto 34 de Washington Heights, Michael O’Keefe, disparó y mató a José García a la entrada de un edificio.
El choque de narrativas clásicas dominó la prensa local los siguientes tres meses: brutalidad policial versus pandilleros camuflados de vecinos; disparo en defensa propia ante resistencia de arresto; hombre inocente golpeado y asesinado en el piso. La disputa, aunque significó la irrupción de los dominicanos como comunidad, acabó zanjada en favor del oficial. Robert Morgenthau, fiscal del distrito de Manhattan, construyó un caso en el que varios testigos asociaron a García con la dominante ola de traficantes de drogas del barrio, y con el hecho de ser portador usual de armas de fuego. Esa escalada de testimonios de gente del barrio fue el detonante que a los pocos días sacó a miles de personas a la calle incendiada.
Robert Jackall, autor del libro Wild cowboys: urban marauders and the forces of order, describe el enfrentamiento entre la NYPD y el narcotráfico en Washington Heights en las décadas de los ochenta y noventa. En un punto de su investigación, reseñada como prolija pero también como abiertamente pro institucional, Jackall sugiere que la muerte de García fueron aprovechadas por las pandillas de la zona, y que las manifestaciones inflamadas de la gente del barrio en contra de los abusos policiales fueron en realidad campañas pagadas por los traficantes.
Wild Cowboys
Washington Heights fue poblado en el siglo XX por distintas oleadas de inmigrantes. La primera línea sobre el barrio en The Oxford Encyclopedia of Latinos and Latinas in the United States lo describe como “the ultimate ethnic destination”. A finales del siglo XIX fue colonia judía. Entre guerras fue poblado por irlandeses, luego por griegos, cubanos y puertorriqueños.
Estos últimos dos grupos fueron paulatinamente reemplazados por dominicanos, quienes empezaron a migrar de manera masiva en 1961, cuando el derrocamiento y asesinato del dictador Rafael Leonidas Trujillo despertó la imaginación represiva del espeluznante Servicio de Inteligencia Militar (SIM), e hizo que miles de familias levantaran maletas y huyeran a la zona alta de esa otra isla que entonces copaba ya la imaginación de lo posible.
Tres décadas de inmigración sostenida hicieron que en 1990 Washington Heights fuera el asentamiento dominicano más grande de los Estados Unidos. No ocurrió sin otra dosis de sangre. Durante la década de los ochenta, el área fue protagonista del comienzo de la distribución masiva de la droga que asoló la Costa Este de los Estados Unidos entre 1984 y 1991: el crack.
Temprano en ese año sonoro de 1984, cuenta la bibliografía al respecto, la mayoría de la cocaína que llegaba a Estados Unidos a través de Miami venía de Bahamas y República Dominicana. La congestión del tráfico hizo que en estas islas se acumulara un exceso de polvo, lo que afectó el precio hasta en un ochenta por ciento. Enfrentados a esta circunstancia, traficantes en Estados Unidos como Santiago Luis Polanco Rodríguez, alias ‘Yayo’, tomaron la decisión de transformar ese exceso de polvo de cocaína en algo que no pudiera identificarse como simple disolución del producto. Algo que fuera nuevo porque tenía otro nombre y otra forma de consumirse, que fuera mucho más barato sin perder “niveles de pureza”, y que pudiera venderse a mucha más gente. En 1984, en las calles de Washington Heights y El Bronx, la cocaína se conseguía a cien dólares el gramo en un grado de pureza que promediaba el 55 por ciento. El crack, con promedios de pureza de más del ochenta por ciento, se vendía en dosis mínimas de 2,50 dólares.
Polanco Rodríguez, retratado siempre como un criminal metódico y disciplinado, junto a la pandilla del barrio conocida como los Wild Cowboys, fueron perseguidos a muerte por la DEA a partir de 1986, justo cuando empezaron a aparecer investigaciones periodísticas que vincularon a la CIA de la administración Reagan con el tráfico de cocaína desde Centro América; todo esto en medio de la guerra en Nicaragua entre Contras, financiados subrepticiamente por Estados Unidos, y la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional liderada por el Frente Sandinista.
A principios de los noventa los Wild Cowboys fueron desmantelados y sus líderes puestos en prisión. Polanco Rodríguez, quien llegó a Nueva York con su familia de manera legal en 1969, fue acusado en 1987 por los delitos federales de tráfico de drogas, extorsión y lavado de dinero. El fiscal general que procuró su arresto fue Rudolph Giuliani, quien se preparaba para ser alcalde de la ciudad con la bandera precisa de “limpiar” las calles de traficantes de droga. Polanco Rodríguez escapó y regresó a su tierra, República Dominicana, país que no tiene tratado de extradición con Estados Unidos. Vive allí, después de pagar cuatro años de cárcel, en medio de los placeres del hombre rico y en un esfuerzo permanente por convertirse en vecino ejemplar. Según un reportaje del New York Times de 1996, Polanco Rodríguez donó cientos de canecas para que fueran puestas en cada esquina de su ciudad natal, Santiago de los Caballeros.
Números aéreos
El portal City Data identifica Washington Heights con tres códigos postales: 10032, 10033 y 10044. La demarcación administrativa va de la calle 155 en el sur a la línea irregular que hacen las avenidas Fairview, Fort George Hill y la calle 192. Son 4,5 kilómetros cuadrados en los que viven 156 mil personas.
La densidad de población (34.500 personas por kilómetro cuadrados) es sustancialmente más alta que el promedio de la ciudad, que está en 10.384. El ingreso medio por hogar es 34.043 dólares, cuando el promedio de la ciudad en 2013 fue de 50.285 dólares. Por eso la población por debajo de la línea de pobreza en Nueva York es de 21,2 por ciento, mientras en el barrio sube al 30,8 por ciento.
El Departamento de Educación de la Ciudad de Nueva York es el sistema de escuelas públicas más grande de Estados Unidos, con un millón cien mil estudiantes en más de 1.700 escuelas. De ese millón largo de estudiantes, casi la mitad no tiene el inglés como su lengua materna. En la ciudad, el porcentaje de gente que casi no habla inglés o que no lo habla en lo absoluto es del 13 por ciento. En el barrio sube a 32,2 por ciento. También es alto el porcentaje de residentes nacidos en otro país: 48,9 por ciento.
La distancia más radical entre la ciudad y el barrio se da, sin embargo, de acuerdo al lenguaje de los números, en el porcentaje de parejas casadas con ambos sujetos trabajando. En la ciudad ese renglón marca 56 por ciento, mientras en Washington Heights es del 93 por ciento.
En una ciudad de cánones de arriendo privativos, donde conseguir cuarto es tarea que hay que resignar a los brokers y a la comprobación de ingresos que sumen cuatro veces el precio del arriendo, vivir en Washington Heights es la solución que la riqueza misma provee para mantener cerca a la gente que presta servicios y oficios indispensables.
Por eso el alto porcentaje de parejas en las que ambos miembros trabajan. Por eso, aunque el 47,4 por ciento de la población del barrio no terminó los estudios de bachillerato, la tasa de desempleo es similar al promedio de la ciudad: 7,7 por ciento.
Geografía de servicios; calles de “comida china criolla”; tierra que vista desde el aire volátil de los números parece una fiambrera lisa de cuatro pisos: cacerolas de metal sobrepuestas, cilíndricas, sencillas, llenas de comida caliente.
La escuela
Así como habita el barrio la fuerza laboral latina que presta servicios a la riqueza extendida de la ciudad, también se levantan los edificios y trabajan las gentes de una de las marcas de conocimiento más prestigiosas de los Estados Unidos: Columbia University in the City of New York.
Columbia es el campus más estrecho de los que componen lo que se conoce como The Ivy League, asociación entre macabra, alucinante e insondable de ocho universidades privadas de la Costa Este, todas tan ricas y poderosas que la cifra de sus presupuestos anuales combinados en 2013 fue de 98,7 billones de dólares, casi igual al presupuesto del gobierno colombiano en 2014.
En rigor, en Washington Heights solo está el complejo médico de la universidad, lo que significa una veintena de edificios entre hospitales, psiquiátricos y centros de investigación. Allí ocurre la exploración del mundo quantum, el intento de terapias celulares, la invención de la ingeniería de tejidos...
A partir de 2004, cuando la universidad hizo público su proyecto Manhattan Ville para la expansión del campus central ubicado entre las calles 110 y 120, la tensión entre barrio e institución, que ha sido norma, escaló hasta el punto de la aparición permanente de panfletos y pancartas. La que recordaré el resto de mi vida, por su tamaño gigantesco, por sus únicas dos palabras, y porque tuve que verla a diario durante al menos tres años seguidos, caía de la terraza de un edificio de ocho pisos sobre Broadway, a la altura de la 126, hasta la mitad de la fachada. La línea 1 del metro es elevada a esa altura, así que la desaceleración del tren, llegando a la estación mítica de la 125, corazón del West Harlem, obliga a los pasajeros a cerrar los ojos o a leer el nombre de aquella categoría pública que lo sintetizaba todo: EMINENT DOMAIN.
Eminent Domain consiste en el poder de tomar la propiedad privada para uso público. Es prerrogativa del Estado, pero puede ser cedido a autoridades públicas menores e incluso a privados cuando estos consiguen demostrar que esa toma de tierra ejercerá funciones públicas. No es claro de qué manera la expansión del campus de Columbia iba a cubrir dicha función, pero ahí estaba la amenaza. Como es natural, la universidad nunca quiso llegar a dicho extremo, y al menos en su discurso público siempre sostuvo la voluntad de negociar con las comunidades de la parte alta de la isla, lo que terminó ocurriendo.
Planes dentales y gafas gratis para 3.500 niños. Comida, vestido y abrigo para ocho mil ancianos. Una asociación llamada Breast Cancer Screening Partnership, a través de la cual los hospitales del complejo médico ofrecen de manera gratuita mamografías, exámenes cervicales y colorrectales, orientación en salud mental y otros servicios de atención preventiva para las mujeres de los barrios del Alto Manhattan.
Fui profesor de español y cultura latinoamericana en la escuela por seis largos años. La escuela es como le dicen a Columbia en el barrio. En clases avanzadas envié a varios de mis estudiantes a proyectos de reportería en los que tuvieron que investigar al respecto. Básicamente, todos esos beneficios que la universidad declara entregarle al barrio pueden corroborarse, igual que un último dato: solo existe una beca anual (The Dyckman Institute Scholarship Fund) para tres estudiantes de escuelas públicas de los barrios del Alto Manhattan.
Extremo norte
Vivir en Washington Heights siempre me dio problema para cortarme el pelo. Todas las peluquerías manejan un mismo estilo: delinear los bordes de los varones a lo beisbolista. No hay manera en esos salones de belleza, que son al mismo tiempo mecas del diario social de la gente, de acordar un tipo de corte que no involucre el delineo de los bordes, que empieza en la patilla, sube por la sien, atraviesa la frente y baja a la otra oreja sin detenerse hasta redondear la cabeza entera.
La tragedia, puede anticiparse, consiste en que dos semanas después hay que regresar a que le pulan a uno el delineo, de lo contrario empieza a verse una pelusa ahí pequeña y extendida que es inaceptable incluso para el más descuidado de los heterosexuales.
Pasé doce años en los Estados Unidos, ocho de ellos en Washington Heights. Solo una vez fui subido a una patrulla de la policía. Técnicamente no estaba siendo arrestado. Me esposaron, me inclinaron la cabeza, me metieron en el puesto de atrás, me llevaron a la comisaría y me dejaron en una celda junto a otras tres personas, una de ellas con cuello ortopédico y mirada de psicópata.
Tengo un homónimo. Por supuesto, narcotraficante colombiano. Ese día salí distraído de un bar. Tenía en la mano un vaso de plástico con trago. Me vieron, me detuvieron, revisaron mis datos y salió el flag de mi homónimo: orden de arresto por tres delitos federales. Como según los agentes no podían corroborar mi identidad plenamente desde la patrulla, tenían que llevarme a la comisaría. Antes debían esposarme, "for your own security, mister
Álvarez".
Corroborar que yo no era Juan Fernando Álvarez Meyendorff les tomó veinte minutos. Cuando me sacaron de la celda ya habían perdido uno de los cordones de mis botas. Lo que nunca olvidaré de las esposas heladas de la NYPD es el hecho de que, una vez puestas, el agente me preguntó si estaban muy apretadas, si quería que me las soltara un poco, “watch out your head, mister Álvarez”, y en general la cordialidad inaudita con la que me ayudaron a pasar ese susto tan hijueputa.
Pero esto no ocurrió en Washington Heights, que es como decir el extremo norte de América Latina, sino en la zona play del West Village. En las calles del barrio, infinitamente más tranquilas de lo que fueron en las décadas pasadas, debí haber visto al menos cinco o seis arrestos, siempre brutales, con gente arrojada al piso, sirenas, chillidos de patrullas, gritos y el estremecimiento de los observadores por la suerte del pobre diablo de turno.
Por eso nunca he podido dejar de preguntarme qué habría pasado si ese cruce minúsculo de mi vida con la de Álvarez Meyendorff hubiera ocurrido en las aceras del barrio sembradas de jugadores de dominó, que contra todo pronóstico aprendí a querer como a mi propia casa, Washington Heights, miamor.