Número 58, agosto 2014

ÁRBOL
Ahucatl
Carlos Sánchez Ocampo. Fotografía: Juan Fernando Ospina

 
Si Eva fuera de Medellín la fruta de su historia sería el aguacate. Hubiera dicho: “Eh Avemaría, qué aguacate más rico”, sin que le faltara razón, toda vez que en este mundo de paraísos recortados los justos y los pecadores le otorgan poder afrodisíaco. Recuerdo a un vendedor que al rodar de su carreta gritaba: “Quiebracatresss, quiebracatresss”. El regusto a pecado expresado por Eva se justificaría de sobra no más al conocer el origen de la palabra aguacate, que es una voz azteca, ahucatl, que remitía a testículos. No se sabe si estos primigenios americanos le pusieron tal nombre por ser fruta donde se espesa la vida o por lo colgante.

Una enseñanza casera de antes de internet exponía que al aguacate le faltaba un grado para ser veneno. Cierto o no, habrá que reconocer que sus ofrecimientos médicos son hartos. Basta entender que el colesterol que produce su aceite es del bueno, tan bueno que dizque ayuda a eliminar el malo. Es razonable entonces llamarlo Abogado de la Salud y de la Alegría Humana, y es inexplicable que exista gente enferma donde existe el aguacate.

En el Medellín antiguo y rezandero, con tan aliviadoras promesas, no importó el riesgo de pecado grave que el aguacate garantizaba y se hizo fruta de familia, es decir, conocida en la infancia, en la mesa familiar. Un sabor o alegría cuajado en el paladar desde la niñez. Un sabor que alcanza hasta para hacer adivinanzas: “...cate que no lo vi”.

Hay quienes detestan la carne o aborrecen la leche u odian el arequipe o prohibirían las empanadas, pero no conozco a nadie que esté en contra del aguacate y sospecho que ese amigo lo sería no por razón del vegetal sino de su hígado tan sensible. Tanta aceptación por un fruto que hace ocho mil años comen los hombres sin que deje de gustarles puede explicarse por su condición de camaleón del gusto que lo hace sabroso en la carta de cualquier restaurante o de cualquier almuerzo. Y todo esto sucede mientras persiste la pregunta de si es una fruta o no. Si la pregunta persiste, la falta de respuesta no impide la gana y la sabrosura de un aguacate.

De muy niño, recuerdo a mi papá y una cosa matemática, misteriosa, que hacía con los aguacates. Ponía uno en la mano izquierda y con el cuchillo de cocina le daba una vuelta hasta juntar la línea de corte justo con el punto de inicio. Luego lo abría. Era admirable, yo quedaba boquiabierto. Después la cosa perdió el misterio y la dificultad, pero el valor gastronómico del vegetal, cosa aún más misteriosa, permanece y aumenta.

En cambio nunca me he explicado las sociedades y soledades del aguacate. Una costumbre ponderada en Medellín, según la cual un aguacate debe acompañar siempre a otro alimento: sopas, cremas, ensaladas, arroces, y si es en jugos: leche, azúcar, vainilla. Como si él solo, con su sabor de aguacate, fuera apenas un incipiente fruto. Como si solo tomara sabor y cobrara sus virtudes al lado de una arepa de tienda o de una neblinera de arroz. Hasta una algarroba, que viene a ser un enjambre de pelos secos, se come sola, pero al aguacate, siendo como es, rey de frutos y nutrición, hay que rociarle sal o aplastarlo encima de una arepa para que no pierda sus dignidades. En Paraguay, donde este fruto recupera su nombre de aguacate, pues en el resto de países del sur es “palta”, lo comen solo y cucharada tras cucharada sin untarlo de sal y solo a veces de azúcar. También lo comen en una ensalada o lo consumen en jugos, pero se les hace muy extraño acompañar la sopa con un aguacate. Y debe ser por cosas así de extrañamente digeridas que la palabra aguacate también indica tontarrón, bobo, atarugado. “No me creas tan aguacate”. El dicho es muy claro, aunque tenga eco de inocente “artefacto verbal”. Eso era lo que decía una mamá para desestimar el esfuerzo mentiroso de un hijo, para darle a entender que no le creía nada y no decirlo a la manera azteca: “No me creas tan colgante”. En Medellín se recuerda aquel alcalde que la ciudad apellidó aguacate y también bobo.

Las crónicas españolas del Descubrimiento y Conquista de América relatan que los originarios de aquí ya lo cultivaban. Sin duda lo hacían por la delicia del fruto, que es la misma razón para entender la expansión por el mundo de este vegetal que pudo reemplazar a la manzana del paraíso. Lo hubiera hecho, pero llegó muy tarde a las tierras bíblicas, con decir que a España llegó cien años después del atraque de Colón en América. Hoy en día es un patrimonio de la humanidad originario de México, y eso que cada aguacate solo trae una semilla. En otro tiempo esta semilla también sirvió para escribir, según se prueba en documentos coloniales que fueron escritos con su polvo rojo. Revolucionarios de antes del aerosol escribían sus protestas rayando en las paredes con frutas de aguacate. Al oxidarse con el aire o con el sol aparecían las consignas color óxido de hierro.

Hasta aquí solo he dicho sobre el fruto del aguacate y nada sobre el árbol, que era el propósito inicial; no pude hacer otra cosa con semejante fruto del que es tan fácil declararse pariente. No cabe menos con esa bola verde usada en la medicina, la alimentación, los tratamientos de belleza a lo largo y ancho de la Tierra. El árbol, en cambio, es tan modesto y “oculto”, acaso el verde de sus brotes lo realza un poco, pero es algo que no le da especialidad ninguna, pues ocurre naturalmente en miles de árboles. Un árbol que madura pronto, a los cuatro o cinco años, pero con madera quebradiza que nadie usaría para construir su cama. Por su parte las flores parecen olvidadas de ellas mismas, fatalmente consagradas en deberes y deudas con el fruto, y ha de ser por eso que nadie regala un ramo de flores de aguacate, y por lo que un escrito sobre este árbol resultará siempre invadido y cosechado por su fruto, el legendario y poderoso aguacate.UC

Tomado de Trece árboles de viaje.
Secretaría de Medio Ambiente de Medellín, 2009.

 

Juan Fernando Ospina

 
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