ÁRBOL
Ahucatl
Carlos Sánchez Ocampo. Fotografía: Juan Fernando Ospina
  
Si Eva fuera de Medellín la fruta     de su historia sería el aguacate.     Hubiera dicho: “Eh Avemaría,     qué aguacate más rico”, sin que     le faltara razón, toda vez que en     este mundo de paraísos recortados los justos     y los pecadores le otorgan poder afrodisíaco.     Recuerdo a un vendedor que al     rodar de su carreta gritaba: “Quiebracatresss,     quiebracatresss”. El regusto a pecado     expresado por Eva se justificaría de sobra no     más al conocer el origen de la palabra aguacate,     que es una voz azteca, ahucatl, que remitía     a testículos. No se sabe si estos primigenios     americanos le pusieron tal nombre por ser fruta     donde se espesa la vida o por lo colgante. 
Una enseñanza casera de antes de internet exponía     que al aguacate le faltaba un grado para ser     veneno. Cierto o no, habrá que reconocer que sus ofrecimientos     médicos son hartos. Basta entender que el colesterol     que produce su aceite es del bueno, tan bueno que     dizque ayuda a eliminar el malo. Es razonable entonces llamarlo     Abogado de la Salud y de la Alegría Humana, y es inexplicable     que exista gente enferma donde existe el aguacate.     
En el Medellín antiguo y rezandero, con tan aliviadoras     promesas, no importó el riesgo de pecado grave que el aguacate     garantizaba y se hizo fruta de familia, es decir, conocida en la     infancia, en la mesa familiar. Un sabor o alegría cuajado en el     paladar desde la niñez. Un sabor que alcanza hasta para hacer     adivinanzas: “...cate que no lo vi”.     
Hay quienes detestan la carne o aborrecen la leche u     odian el arequipe o prohibirían las empanadas, pero no conozco     a nadie que esté en contra del aguacate y sospecho     que ese amigo lo sería no por razón del vegetal sino de su     hígado tan sensible. Tanta aceptación por un fruto que     hace ocho mil años comen los hombres sin que deje     de gustarles puede explicarse por su condición de camaleón     del gusto que lo hace sabroso en la carta     de cualquier restaurante o de cualquier almuerzo.     Y todo esto sucede mientras persiste la pregunta     de si es una fruta o no. Si la pregunta persiste,     la falta de respuesta no impide la gana y la sabrosura     de un aguacate.     
De muy niño, recuerdo a mi papá y una     cosa matemática, misteriosa, que hacía con     los aguacates. Ponía uno en la mano izquierda     y con el cuchillo de cocina le daba una     vuelta hasta juntar la línea de corte justo con     el punto de inicio. Luego lo abría. Era admirable,     yo quedaba boquiabierto. Después la     cosa perdió el misterio y la dificultad, pero el     valor gastronómico del vegetal, cosa aún más     misteriosa, permanece y aumenta.     
En cambio nunca me he explicado las sociedades     y soledades del aguacate. Una costumbre     ponderada en Medellín, según la cual un aguacate     debe acompañar siempre a otro alimento: sopas,     cremas, ensaladas, arroces, y si es en jugos:     leche, azúcar, vainilla. Como si él solo, con su sabor     de aguacate, fuera apenas un incipiente fruto. Como     si solo tomara sabor y cobrara sus virtudes al lado de     una arepa de tienda o de una neblinera de arroz. Hasta     una algarroba, que viene a ser un enjambre     de pelos secos, se come sola, pero al aguacate,     siendo como es, rey de frutos y nutrición, hay     que rociarle sal o aplastarlo encima de una     arepa para que no pierda sus dignidades. En     Paraguay, donde este fruto recupera su nombre     de aguacate, pues en el resto de países     del sur es “palta”, lo comen solo y cucharada     tras cucharada sin untarlo de sal y solo a veces     de azúcar. También lo comen en una ensalada     o lo consumen en jugos, pero se les hace     muy extraño acompañar la sopa con un aguacate.     Y debe ser por cosas así de extrañamente     digeridas que la palabra aguacate también indica     tontarrón, bobo, atarugado. “No me creas     tan aguacate”. El dicho es muy claro, aunque tenga     eco de inocente “artefacto verbal”. Eso era lo     que decía una mamá para desestimar el esfuerzo     mentiroso de un hijo, para darle a entender que no le     creía nada y no decirlo a la manera azteca: “No me creas     tan colgante”. En Medellín se recuerda aquel alcalde que     la ciudad apellidó aguacate y también bobo.     
Las crónicas españolas del Descubrimiento y Conquista     de América relatan que los originarios de aquí ya lo cultivaban.     Sin duda lo hacían por la delicia del fruto, que es     la misma razón para entender la expansión por el mundo     de este vegetal que pudo reemplazar a la manzana del paraíso.     Lo hubiera hecho, pero llegó muy tarde a las tierras bíblicas,     con decir que a España llegó cien años después del     atraque de Colón en América. Hoy en día es un patrimonio     de la humanidad originario de México, y eso que cada     aguacate solo trae una semilla. En otro tiempo esta semilla     también sirvió para escribir, según se prueba en documentos     coloniales que fueron escritos con su polvo     rojo. Revolucionarios de antes del aerosol escribían     sus protestas rayando en las paredes con frutas de     aguacate. Al oxidarse con el aire o con el sol aparecían     las consignas color óxido de hierro.     
Hasta aquí solo he dicho sobre el fruto del     aguacate y nada sobre el árbol, que era el propósito     inicial; no pude hacer otra cosa con semejante     fruto del que es tan fácil declararse     pariente. No cabe menos con esa bola verde     usada en la medicina, la alimentación, los     tratamientos de belleza a lo largo y ancho     de la Tierra. El árbol, en cambio, es tan modesto     y “oculto”, acaso el verde de sus brotes     lo realza un poco, pero es algo que no le     da especialidad ninguna, pues ocurre naturalmente     en miles de árboles. Un árbol que     madura pronto, a los cuatro o cinco años, pero     con madera quebradiza que nadie usaría para     construir su cama. Por su parte las flores parecen     olvidadas de ellas mismas, fatalmente consagradas     en deberes y deudas con el fruto, y ha     de ser por eso que nadie regala un ramo de flores     de aguacate, y por lo que un escrito sobre este árbol     resultará siempre invadido y cosechado por su     fruto, el legendario y poderoso aguacate.
Tomado de Trece árboles de viaje. 
Secretaría de Medio Ambiente de Medellín, 2009.