Número 58, agosto 2014
DICCIONARIO DE VICIOS
El ronquido de un fauno
Fernando Mora Meléndez. Ilustración: Tatiana Mejía

Tatiana Mejía

 

Si existe alguna hora feliz es la de la siesta. Aquella en que los obreros de la urbe, en cansado desmayo se tiran bajo un árbol, de profundis, a esperar que la digestión los provea de ensueños saludables. Tal vez este abandonarse bajo las ramas, sin nada que perder, sea aquello que llaman el sueño de los justos.

Durante la siesta surgen imágenes de inspirado numen. Quizás en una siesta se gestaron no solo los mejores y los peores hijos, sino los libros, los cuadros y esas piezas maestras como La siesta de un fauno.

Dicen que los faunos eran divinidades que los romanos adoraban porque cuidaban sus ganados y les traían buena suerte en las cosechas. Según el ritual pagano, los devotos del fauno debían sacrificar un cordero y hacer la siesta sobre su piel. En lo profundo de este reposo el dios revelaría los presagios. Un fauno, mitad macho cabrío y mitad humano, vendría a susurrar al dormilón su futuro.

Tal parece que a los faunos también les gustaba dormitar a la orilla de los pantanos, y de vez en cuando pelaban el ojo para ver pasar las ninfas, echarles mano y rematar el banquete. La sobremesa de los faunos avergüenza a esas mentes biempensantes que prefieren un café como bajativo, o un periódico. Se cuenta que Winston Churchill, en cambio, no perdonaba siesta; era su rito de longevidad al final de la guerra. Nada qué ver con otros sátrapas del Sagrado Corazón que sueñan con excluir la palabra cansancio del diccionario.

A pesar de todo, la siesta sobrevive, en estricto orden, después de la sobremesa. Es el ritual que hermana a ricos y pobres, a cronopios y famas. Sea en hamaca, por allá en la ranchería, o en el suburbio de latón, todo humano merece su siesta. Un lapso de descanso que le permita a un esclavo estar en el limbo de los sueños y aflojar el lazo o la corbata. Creo que hasta Job descansó de sus penurias a la hora de la siesta. No lo arrullarían telenovelas de espeso letargo, ni los ruidos laboriosos de la urbe, tal vez otros cantares de palomas en hebreo o salmos de ranas en charcas vecinas.

 

Porque cualquier música es arrullo a la hora de la siesta, hasta la zumbante melodía monocorde de una mosca en un mantel o el chasquido de los dados en un parqués.

Pienso en la siesta tropical, la misma que sume a las aldeas costeñas en aquel bochorno que tira al piso a las pobres gentes como en un fulminante nocaut. En alguna de esas siestas nació el realismo mágico, que no es más que la siesta caribeña hecha prosa.

Y por eso, ya es tiempo de no tildar de perezoso al hermano afrocaribe por reincidir cada tarde en el vicio de la siesta. Seamos indulgentes con su lucha interna contra el clima, que hasta el padre Bolívar en su hamaca libró.

Valga decir que la siesta no es solo oriunda del calor, o de la fiebre mediterránea que hizo exclamar al poeta: “¡Estas ninfas, quisiera perpetuarlas!”. También prosistas paramunos han exaltado esos letargos de inspiración que produce el consumo de cacao espumoso o la abulia de convento.

Dicen que los niños son los que más requieren de la siesta. Parece que la ingesta de leche cierra los párpados. Y que en edades tempranas es necesaria para que crezcan los huesos. Nunca como en aquellos meses se duerme tanto la siesta. Ese vicio que nos vuelve felices como bebés despreocupados. A los ancianos les preserva la memoria: así recuerdan que deben dormir, tal vez soñar.

Si no fuera por la siesta habría más neuróticos por ahí. Esta es la única licencia que tenemos para apartarnos por un momento del mundo. Los místicos se retiran en silencio a hablar con Dios, los paganos se echan a deshacer sus desdenes. Entonces, no se necesita ser Mallarmé o Debussy para tener ensueños mágicos o proféticos. Los adultos necesitamos la siesta como el pan diario. Ya es hora de que en los pliegos sindicales aparezca, con perezosa caligrafía, el privilegio de la siesta. UC

 
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