El colegio no parece muy distinto de los demás. Desde afuera se ven apenas ventanas enrejadas, bien arriba de sus muros de color amarillo ocre. Ocupa una manzana del barrio Campoamor, en la comuna 15 de Medellín, al suroccidente de la ciudad. A pocos metros de dos canchas de arenilla que ocupan por completo uno de sus costados, una docena de muchachos en uniformes de fútbol se cambia los tenis. Alrededor hay también casas, tiendas, panaderías y talleres, que en conjunto le dan al lugar la apariencia de un típico barrio residencial de clase media.
El colegio se llama La Salle de Campoamor. Pasaría inadvertido para todos, para este periódico, si no fuera porque a finales del año pasado ocupó un lugar importante en el listado de los mejores colegios del país, publicado por la revista Dinero de acuerdo a los resultados de las Pruebas Saber 2011. Se ubicó en el puesto 533 entre los 12.273 colegios con mejor puntaje, y al margen de lo mal parada que el listado deja la educación pública nacional, aparece primero entre todos los colegios públicos de Medellín, tercero entre los de Antioquia y de 25 a nivel nacional.
Es una mañana de principios de febrero y el rumor de los estudiantes es apenas perceptible. La rectora, Blanca Dolly Builes, fue quien me atendió al teléfono y es quien ahora me recibe en su oficina, ubicada en una esquina del gran rectángulo que es el colegio, conformado por dos patios separados y rodeados por dos pisos de salones y oficinas. Es ella quien rige el destino de la institución; quien me remite a tal o cual maestro –cuidándose de poner especial énfasis en la palabra "maestro"–, y quien termina por encomendarle al Coordinador de Calidad –en otras partes Coordinador Académico– la tarea de anfitrión.
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Carlos Giraldo lleva nueve años en el colegio. De camino hacia su oficina, en el primer patio, se cruza con Fredy Castillo, Coordinador de Convivencia, e intercambian algunas palabras. Una estudiante con mechones rosados en el pelo atiende la charla. "La peluquera le dio cita pa' por la tarde", dice Castillo, quien se dispone a hacer la gestión para devolverla a su casa.
Arriba del marco de la puerta de la oficina hay un letrero que reza "Quality Coordinator", y adentro, en el centro, una mesa repleta de papeles y carpetas. A lado y lado las paredes están llenas de hojas: las de la izquierda con gráficos, barras, tortas y porcentajes, las de la derecha con varias frases entre las que destaca una de Jack Nicholson: "Una vez que salgas de la escuela, solo lo que hagas por ti mismo dará calidad a tu vida".
Afuera una docena de estudiantes saltan lazo y juegan baloncesto, y él, entretanto, habla del modelo pedagógico –basado en la teoría de los procesos conscientes desarrollada en los noventa por el cubano Carlos Álvarez de Zayas–, de la metodología –llamada C3 por los momentos que la componen: concientización, contextualización, conceptualización–, del sistema de gestión de calidad –certificado ISO 9001-2008–, de las competencias que allí se evalúan.
Se pone de pie y señala los gráficos a su izquierda, que indican, entre otras cosas, cómo ha sido, durante la última década, el desempeño del colegio en las pruebas de Estado, que desde 2011 se llaman Saber: medio entre 2001 y 2003, superior entre 2004 y 2010, muy superior en 2011. En las tablas hay todo tipo de indicadores: por áreas, por grupos, por jornadas. Luego, como hizo primero la rectora, como harán después los estudiantes, el coordinador habla de calidad, y al lado de la de Jack Nicholson cobra importancia otra frase, de John Ruskin: "La calidad nunca es un accidente; siempre es el resultado de un esfuerzo de la inteligencia".
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La Salle de Campoamor fue fundada en 1963 por los hermanos lasallistas. En 1991, por razones de orden público, los hermanos la entregaron en comodato a la gobernación de Antioquia, y en 2004 se convirtió en propiedad del municipio. Mantuvo, sin embargo, la filosofía de la comunidad religiosa, que incluye, entre otras cosas, la espiritualidad, el acompañamiento de la familia, la educación en valores y la "formación integral" –expresión que habría de escuchar una y otra vez a lo largo de la visita–.
Es un colegio mixto de tres jornadas, cada una de seis horas: a la mañana de séptimo a once, a la tarde de preescolar a sexto, y a la noche adultos en secundaria. El bachillerato es de media académica y de media técnica con énfasis en administración. La jornada nocturna es para estudiantes mayores de 16 años, y entre ellos hay amas de casa y empleados de la zona –de la fábrica Noel, de lavaderos de carros y talleres mecánicos–.
Todos los docentes están ubicados en su área de formación, y semanalmente los directivos diseñan un cronograma de actividades cuyo cumplimiento, como el de todas las normas, es sometido a estricto control. Cada maestro dispone de un aula, y la única que pueden llamar propia los estudiantes es aquella en la que imparte las lecciones el director de su grupo. Tienen solo un descanso de cuarenta minutos en mitad de la jornada, y seis veces al día, cada 55 minutos, el portero toca el timbre y salen los estudiantes en romería a buscar el salón de la siguiente asignatura.
Las niñas usan jumper de cuadros, rayas amarillas, blancas y rojas sobre un fondo azul oscuro, y los niños pantalón azul oscuro y camiseta de cuello azul celeste. Todos los días, al inicio de la jornada, se para en la puerta del colegio el coordinador de convivencia –o un maestro– a verificar que los uniformes, los cortes de cabello y las uñas no se salgan de lo estipulado por el manual de convivencia, que se modifica casi todos los años.
Hay 55 docentes, cuatro directivos y entre 1720 y 1760 estudiantes. Estos últimos pertenecen al estrato 1 y 2, y en menor proporción al 3, y provienen en su mayoría de Guayabal y de los barrios Colinita, Campoamor, Cristo Rey, Santa Fe y Trinidad –también conocido como Barrio Antioquia y célebre por ser uno de los principales expendios de drogas de la ciudad–; otros provienen de lugares más alejados, como Robledo, El Poblado, Itagüí y Envigado.
En el colegio hay registro de todo y todo se mide. Tiene una red de televisión, altoparlantes, una página web, y cada decisión se consulta con estudiantes, padres de familia y docentes. "La norma no se negocia", es el lema de la rectora, y por los altoparlantes, cada tanto, se encarga de recordárselo a los estudiantes; también les dice que los quiere, los felicita públicamente por sus logros, y a las quinceañeras les pone las quince primaveras, les da una flor, un dulce o un desayuno.
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En La Salle de Campoamor están siempre en función de las Pruebas Saber. Cada periodo el colegio evalúa los estudiantes de tercero a once en las competencias que incluye el examen de Estado, y desde cuarto de primaria son sometidos a simulacros de este tipo de pruebas. "Al estudiante cada año se le dice en qué nivel está, y a los de once la marca que dejaron los del año anterior. Se recalca eso, entonces ellos saben que tienen el compromiso de sostenerlo, y se esmeran", dice Denys Palacios, líder del sistema de gestión de calidad.
Al comunicarse telefónicamente con el colegio una voz femenina repite: "Una institución abierta al cambio y comprometida con el futuro". Y en la visión, disponible en la página web, y recalcada en carteles repartidos por salones y oficinas, dice: "En el año 2020 la Institución Educativa La Salle de Campoamor se perfilará como la mejor institución de educación oficial".
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Blanca Dolly está sentada en su escritorio. Lleva el cabello corto, rubio cenizo, una blusa de flores y adornos en las orejas, el cuello, las muñecas y los dedos de las manos. Antes de llegar a La Salle de Campoamor, hace nueve años, fue maestra rural en pueblos como Santa Fe de Antioquia, Heliconia, Girardota y La Estrella. Luego fue rectora en Bello, y supervisora de la Secretaría de Educación departamental, en una época en la que –dice– los supervisores no tenían, como hoy, una función fiscalizadora ni intimidante.
"En el colegio que encontré, había, me da hasta pena decirlo, una pequeña anarquía", cuenta. Los maestros no cumplían con su jornada laboral, los estudiantes con "problemas de comportamiento arrinconaban a los niños buenos", cada docente tenía un plan de estudios que no respetaba ningún lineamiento institucional. "Lo más duro fue hacer entender al personal que había que hacer mejoras", dice. En mesas de trabajo, conformadas por directivos y docentes, diseñaron un currículo que hoy respetan, bajo rigurosa fiscalización, todos los docentes. De tres a cuatro años duró la transición, y entretanto la rectora sufrió la persecución de aquellos reticentes al cambio, quienes intentaban poner a los estudiantes en su contra, organizaban mítines, y utilizaban su influencia en sindicatos y medios de comunicación para denigrar de ella.
Con no disimulado orgullo explica su método de administración, basado en la motivación, las buenas relaciones y la comunicación: que al levantarse en la mañana el docente quiera ir al colegio, que ningún problema pueda afectar el clima laboral –en cuyo caso ella interviene rápidamente–, y que la gente no tenga que estar suponiendo nada.
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Suena el timbre del descanso. Alba Giraldo, maestra de Biología y Química, me lleva a través del primer patio hasta un corrillo de estudiantes de los grupos A, B y C del grado once. Tienen entre 15 y 16 años. No gritan, no hablan atropelladamente. Saben del listado que los privilegia, fueron informados de ello por directivos y maestros, y a las preguntas responden, sucesivamente, cosas como: "los profesores quieren, nosotros nos proponemos"; "exigen mucha disciplina"; "desde décimo nos están haciendo exámenes tipo Icfes". Luego hablan de la rectora y dicen, muchas veces, que su llegada en el 2002 hizo la diferencia. "Ella llegó y paró el colegio", dice Carolina, de 11A, quien aspira a ser médica- policía, y cuyo padre estudió también en la institución cuando todavía era de los lasallistas y aún no prohibían la disección de ranas. Cuentan que doña Blanca separó la primaria y el bachillerato, antes arbitrariamente mezclados en las jornadas de mañana y tarde; que las niñas eran "mostronas" y abundaban los "motilados raros"; que desde su llegada se ampliaron los proyectos. Dicen también que algunos vienen de muy lejos a estudiar allí, "por la organización que le ven al colegio". Hablan de los simulacros de emergencia y evacuación, del proyecto de sexualidad, del club de abuelos que ofrece a los viejos recreaciones y paseos. Les pregunto por lo que no les gusta, y uno interviene para decirme que lo están remodelando desde que cursaba segundo. Acto seguido, una compañera sale en defensa de la institución: "eso es culpa de la Alcaldía". Durante todo ese tiempo Alba ha estado sentada en el piso del corredor, sin intervenir, como una estudiante más. "Yo sabía que querían mucho a la rectora, pero no sabía cuánto", dirá después.
Entro con algunos de ellos a la clase de física de la profesora Aleida. En equipos de tres resuelven un taller de movimiento rectilíneo uniforme, movimiento uniformemente acelerado y caída libre, que fue lo que aprendieron el año anterior. Me siento con Mateo, Susana y Julián. Sobre sus pupitres reposan cuadernos, lapiceros, lápices, borradores, y una calculadora científica que circula de mano en mano. Con grave concentración, y en medio de un silencio inusual, los estudiantes resuelven ejercicios. Cada tanto Mateo interrumpe su labor para contarme, por ejemplo, que al lado de su casa hay un colegio que a su mamá no le ha gustado nunca: "uno allá ve la gente… rara: de ropa, con el uniforme muy corto". Aleida verifica cuánto han avanzado, advierte que al final de la clase recogerá un cuaderno por equipo, y repite con insistencia la palabra despejar: "Yo les doy las fórmulas pero ustedes tienen que despejar. Así es en el Icfes". Y Mateo, en relación con algunos comentarios de paso que había hecho en el recreo, afirma lapidario: "¿Sí ve lo que yo le digo? Todo se lo meten a uno con el Icfes".
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En mi segunda visita debo atravesar el inflexible filtro de portería, del que antes, por azar, me había salvado. Me percato a la entrada de un letrero en poliestireno expandido que reza: "Reparte a manos llenas / una palabra afectiva / una sonrisa sincera / un abrazo acogedor"; al lado, en una placa de piedra, hay una frase que se repite en rectoría y en algún salón: "Amor no es recibir, sino dar". El rumor de los estudiantes sigue siendo apenas perceptible. En la pantalla de su computador Blanca Dolly repasa una presentación en power point con los resultados de las encuestas de satisfacción de 2011: satisfacción del beneficiario, 91%; cumplimiento del calendario escolar, 99,68%; mejoramiento, 99,17%. Blanca Dolly mide todo y todo lo registra con un orden preciso, y por eso la chanza de los maestros es que tiene todo planeado hasta 2020. "Lo primero: yo quise ser maestra", había dicho al principio, y luego, en tono sentencioso: "La sociedad actual no se ha dado cuenta de que no ha tocado fondo por lo que hacemos en los colegios donde tenemos verdadera vocación".
Dos semanas después de escuchar esas palabras, Yolanda Reyes exaltó la labor del maestro –cuidándose de poner especial énfasis en la palabra "maestro"– en su columna de El Tiempo. Al final del texto cuenta la historia de un neurólogo de Yale en un congreso en Chile. El científico les dijo a las maestras de párvulos que era un honor compartir con ellas sus investigaciones, "que tenían a su cargo la importante tarea de construir el cerebro humano. Nada más y nada menos: el corazón y el cerebro. ¿No es un trabajo para quitarse el sombrero?".
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