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Número 31 - Febrero de 2012
Artículos
El Rojo
Álvaro Castillo Granada. Ilustración Lina Orozco |
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Ahora la estoy viendo: esa pelirroja desenreda sus cabellos mientras yo la miro y trato de imaginarme, de inventarle una historia que suene real, que pueda creerla, que a Tomasa o a Carlos no les extrañe, porque nada hay más raro en este momento que encontrarse a una pelirroja en un tejado de Centro Habana, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, viaje tras viaje, que se peina y se queda mirando al Parque del Cristo esperando que aquel a quien llamaban "El Rojo" baje por la calle, vea el cartel de La Maravilla y, en ese preciso instante, la vea a ella, que lo mira, y no deja de mirarlo, porque no es posible que dos pelirrojos se encuentren en esta ciudad de guaguas cada vez más llenas y calles encamelladas, y no estén destinados a amarse. No, no es posible. Ella no sabe que lo está esperando. Yo sí. Ella no sabe que él ya murió. Yo sí. Y lo espera, mientras yo la miro y trato de imaginar que seré el testigo de la historia de amor de aquel que tuvo "las quince mil vidas del caminante".
La Habana, en casa de Tomasa y Gretel.
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Manuel me dijo una vez que a Wichy le encantaban las pelirrojas. Naturales, claro. Y que no era fácil toparse con una en Cuba. En Centro Habana, en diecisiete años, sólo he visto una. Y varias veces. Desde mi puesto de observación, en el balcón de Amargura, entre Aguacate y Compostela, la veo salir por las tardes al techo de su casa, que no es una terraza sino unas tejas de barro rojas e inclinadas; allí se sienta a peinarse, a desenredarse el pelo. Tal vez acaba de bañarse, de quitarse todo el polvo, el sudor y la peste que su cuerpo ha recogido, contra su voluntad, en una guagua que atraviesa toda La Habana hasta llegar al Cotorro. Así quiero creerlo ahora. Llega en la tarde, después de una jornada interminable en una guarapera, sirviendo un vaso tras otro, llenándolos, vaciándolos, dejando que la vida se vaya trago tras trago mientras piensa que, a las tres, cuando termine su jornada, tomará el P7, y si pasa rápido y no para tanto, estará en su casa en cincuenta minutos. Si en la esquina encuentra al vendedor de pan o aguacate, los comprará de una vez. Uno de cinco y uno de diez. Subirá las escaleras, abrirá la puerta y, antes de entrar, se quitará los zapatos y se pondrá las chancletas rosadas que siempre le dan la bienvenida. Al lado de la puerta se quedan sus mocasines negros que no dejan de apretarle. En su casa, sus pies se expandirán mientras avanzan hacia la habitación, pasando por la cocina para dejar el pan y el aguacate. Tomará el jabón, la toalla, la esponja y se meterá en la ducha. Se despojará de su uniforme. Su cuerpo es hermoso. No lánguido. El tiempo ha pasado sobre él sin causar demasiados estragos. Algunas estrías dibujan mareas sobre sus piernas. Abre la llave y el agua cae helada, llevándoselo todo; dejándola sin nada. No más churre. No más peste. No más sudor. Ahora todo huele a jabón. Desgraciadamente carezco de olfato. No puedo imaginarme un olor. Será cualquiera. Huele a limpio. A flores. A campo. Cierra la llave y se envuelve en una toalla blanca, impoluta, que hace poco compró en una tienda de Obispo en cinco pesos (estaban rebajadas...). Se pone un short azul y un pulóver blanco y sale a su tejado. Se sienta como si estuviera en la silla de una barbería y deja que su peine azul desenrede sus cabellos rojos. Y ahora no estoy inventando.
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