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Número 31 - Febrero de 2012     

Artículos
Naturaleza muerta con Rasputín
Líderman Vásquez. Ilustración Cachorro
 
Ilustración Cachorro
  

Ese día fui al centro desde muy temprano a comprar unas cañas para el clarinete y me entretuve conversando con unos amigos. La plática estaba interesante pues un señor de Envigado contó varias historias de la época de La Catedral, la cárcel que el gobierno construyó por encargo de Pablo Escobar. Eran historias inéditas, amenas, y se veía que el señor las contaba con frecuencia. Iba a preguntarle si había conocido a Leo Cañas, un muchacho que escribía poemas, asesinado por los alrededores de La Catedral, pero en ese momento pasó una mujer con minifalda y alguien hizo un comentario morboso y el señor empató con otra historia sobre la mujer que le conseguía sardinas al capo.

Como a las doce me despedí. Cogí la buseta de Santra en el cuadradero que hay frente a la iglesia San José, me senté en uno de los puestos de la mitad, en la ventanilla, y a mi lado se sentó una mujer. En el tiempo que la buseta estuvo cuadrada frente a la iglesia, un vendedor de cepillos de dientes echó un discurso sobre la higiene bucal, hizo una demostración de cómo se debían cepillar los dientes y de lo importante que era el uso de la seda dental. Dijo que, por ser una campaña de salud, cada cepillo, más veinte metros de seda dental, tenía un costo de novecientos cincuenta pesos, “Novecientos cincuenta pesos, que no hacen rico ni pobre a nadie, que apenas si alcanzan para comprar confites, golosina para la caries. Este mismo cepillo en un almacén de cadena o en una farmacia no lo consiguen por menos de ocho mil pesos”. Vendió un cepillo de cerdas redondeadas y se bajó maldiciendo a los pasajeros que no apoyan el trabajo decente. Antes de que la buseta arrancara se montó un niño vendiendo confites a cien pesos la unidad, tres por doscientos, seis por quinientos y doce por mil. No vendió ni uno. Contrariamente al hombre, el niño no maldijo a nadie. Mientras esperaba que le abrieran la puerta, estuvo entretenido con un Hombre Araña que, sostenido entre el pulgar y el índice, movía en todas direcciones delante de sus ojos. En el cuadradero del Parque Berrío la buseta quedó totalmente llena.

Mi compañera de viaje hablaba por celular. Decía: “Mi amor, tú sabes que yo te quiero, deja esos pensamientos, esas dudas… Sí… Tranquilo… Estoy en el parque Berrío… Cómo se te ocurre… En la buseta… No… Está bien, en veinte minutos nos vemos… Ah… Amor…”. Deduje que el hombre era celoso. Miré de reojo a la mujer, de boca grande y labios carnosos, que en ese momento exhaló y dijo, dirigiéndose a mí: “¡Qué bochorno!”. Yo estuve de acuerdo con ella y, por no quedarme callado, dije que lo más probable era que lloviera en la tarde. La mujer dijo: “Y este tipo que no arranca, nos vamos a asar”. Las dos ancianas que iban en el puesto de enseguida recordaban sus años de juventud, cuando trabajaban en un colegio de Manrique. “¿Te acuerdas de Celmira, la que enseñaba biología, esa que era toda alta y como creída, la que decían que era moza del rector?”. La otra dijo que no: “No alcancé a conocerla, recuerda que yo me trasladé cuando la de biología era todavía Cecilia”.

La buseta arrancó y mi compañera de viaje dijo “siquiera”. Esta vez solo me limité a mover las cejas y a mirar por la ventanilla. En los puestos de adelante se armó cierto revuelo porque un hombre, con dos maletines enormes terciados a ambos lados, repartía unas cajas. Iba de puesto en puesto, diciendo: “Queridos pasajeros, es sin compromiso, observen bien el producto, lean la información que está en español. La que está en alemán es para los alemanes, la que está en francés para los franceses y la que está en portugués para los portugueses. Como pueden ver, es un producto que ha tenido acogida en todo el mundo. La felicidad al alcance de todas. Se acabaron los días en que para tener un consolador de buena calidad había que desembolsar hasta doscientos mil pesos; ahora, con solo tres mil pesitos, que no hacen rico ni pobre a nadie, puedes tener uno de tamaño mediano, y el súper, un Rasputín, el famoso filántropo venido desde Siberia a traer felicidad a mis damas, por solo cinco mil”. Una vez repartidos, el hombre se instaló cerca a la registradora y destapó una caja. “Este es el de tres mil, miren el grosor, el tamaño, lo bien que imita la piel humana. Hay blancos, negros, morenos, color cetrina, amarillos, cobrizos. Y este, la novedad: solo cinco mil pesos; lo que vale un almuerzo ejecutivo pero que a ti, mujer, te calma, por muchas veces, ese otro tipo de hambre, muy común en las grandes ciudades, en el mundo moderno. Por supuesto que son pirateados, se dejan leer como los libros, que, si los tratas bien, no se deshojan. Los esposos pueden llevarle a su pareja nuestra novedad y el resultado será una mujer más hacendosa, más cariñosa. ¡Cuántos matrimonios no han resuelto sus problemas comprando nuestro producto! Mi compañera les puede dar testimonio de lo buenos que son”.

En efecto, una mujer como de veinte años tomó la palabra y dijo que recomendaba los dos: “Se pueden alternar, con los dos me he sentido súper bien, además, una no es igual todos los días, está en nuestra naturaleza, nos gusta lo salvaje, lo desconocido, nos gusta lo tierno, lo frágil. Así somos. A cambio del enorme placer, y de la estabilidad que llevan al hogar, es un verdadero regalo”. Casi todos los pasajeros compraron. La mujer que iba a mi lado logró que le dejaran un par de rasputines por ocho mil pesos y alguien de los puestos de atrás gritó “¡Agalluda!”. Las dos ancianas que iban en los puestos de enseguida se quedaron cada una con un Rasputín. Una colegiala de los puestos de adelante sólo tenía dos mil pesos “Está bien mi amor, yo también fui estudiante y sé que la característica del estudiante es la peladez… Que lo disfrutes, mi reina”, dijo el hombre y le dejó un Rasputín. “Oiga, espere”, llamó un señor de los puestos de la mitad, “deme el parcito, son para mi hija: el esposo es policía y siempre tiene turno de noche”. “Con mucho gusto caballero, eso es lo que se llama ser un buen padre”. Los maletines quedaron casi vacíos. El hombre tocó el timbre y dijo: “Que Dios y la Virgen los acompañen, paz para todos”. La puerta se abrió y se apearon en el puente peatonal de Suramericana.

Más adelante se montó un muchacho delgado, pálido, con ropas gastadas pero limpias, vendiendo poemas escritos por él mismo en largas y angustiosas noches de insomnio. “Mis poemas hablan de la soledad, del amor, de la muerte, los eternos temas de la poesía, y están en la línea de los poetas malditos. Mi influencia más directa es Baudelaire, el poeta francés, autor de Las flores del mal. Cada plegable contiene cuatro poemas con temáticas diferentes y tiene un costo de dos mil pesos. Con este dinero sobrevivo, es decir, pago arriendo, comida, compro papel, tinta, y pago las fotocopias de los plegables. He desterrado de mi vida la práctica de la bohemia, tan necesaria en la vida de los poetas. Me limito a sobrevivir. A dos mil pesos los plegables”. El muchacho iba de puesto en puesto y la gente le hacía mala cara. Una de las ancianas que compró el Rasputín le torció los ojos con verdadera rabia. “Haragán degenerado”, dijo entre dientes. La colegiala de los dos mil pesos se recostó lo más que pudo contra su compañera, una señora como de cuarenta años que también había comprado su Rasputín, para evitar que el muchacho la rozara. Era como si tuviera lepra. “A dos mil”, iba repitiendo el muchacho, “siempre cae bien una dosis de malditismo”.

Mi compañera de viaje, la agalluda, lo miraba con verdadera inquina y movía la cabeza de un lado a otro como queriendo expresar lo inaudito de la situación. Mientras tanto, una sensación de zozobra se iba apoderando de mí a medida que el muchacho recogía los plegables que nadie compraba, algo parecido a lo que llaman vergüenza ajena. Sin pensarlo dos veces le di un billete de cinco mil y le dije que se quedara con la devuelta. El poeta agradeció mi colaboración y dijo que gestos como el mío lo motivaban a seguir adelante dando testimonio de sus abismos interiores. “El malditismo está aquí”, dijo, y se tocó el frágil pecho, “pude haber nacido en la riqueza y sentir la misma quemazón”. Se apeó por los lados del colegio San Ignacio y atravesó la setenta, quizá en busca de un almuerzo ejecutivo de cuatro mil pesos, un tinto y un cigarrillo barato. Un hombre le gritó desde la ventanilla que dejara de ser descarado y se consiguiera un trabajo, que se pusiera a vender consoladores o confites. La anciana del Rasputín le gritó “estafador, timador, haragán”, y me miró con verdadero odio. “Y claro, como hay gente que los alcahuetea”, dijo, fulminándome con su mirada. “¡Alcahueta!”, gritó la misma voz desde los puestos de atrás. La hostilidad fue aumentando y tuve que bajarme como diez cuadras antes. Recuerdo que al pedirle permiso a mi vecina, la agalluda, estiró el cuello, y en la zona comprendida entre la nariz y la boca se dibujó un mohín de desprecio. Poco faltó para que me escupiera.

Leí uno de los poemas. Hablaba de muchachas que florecen en las tardes y al caer el sol se marchitan y miran, acodadas en sus ventanas, el crepúsculo triste. Doblé la hoja y la guardé en el bolsillo de la camisa. Mientras andaba me acordé de Leo, el muchacho que escribía poemas y que fue encontrado, baleado, por los lados de La Catedral. UC

 

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