En el siglo XIX y en los primeros cincuenta años de siglo XX recorrían el país tres o cuatro compañías con toda clase de espectáculos. Adonde llegaban concertaban con el alcalde qué espectáculo iban a presentar y hacían una fiesta principal, generalmente alrededor del onomástico del Rey o la Reina o el Príncipe, con toda clase de juegos prohibidos y grandes corridas. Para esto, durante por lo menos un mes, construían un especie de coliseo de tablas que no era si no la entronización y magnificación de la vulgaridad y del mal gusto. También venían otros espectáculos que servían para celebraciones especiales, como por ejemplo los ilusionistas, y así cada año la compañía hacía su circuito.
No es fácil comprender hoy el clima social que se creaba con los principales espectáculos. Para la primera y más importante de las celebraciones, que siempre era la del Príncipe, todas las sirvientas de Medellín entraban en efervescencia y se hacían liquidar los exiguos centavos a que tenían derecho para tener con qué gastar. Las señoras o señoritas, sobre todo aquellas que se sentían en trance casadero, se distribuían las joyas de la familia para lucirlas con aire renovado como si se tratara de joyas nuevas. Muchas familias, que no tenían ni para comprar el hueso gustador, hacían esfuerzos increíbles para remozar chiros viejos y paliaban el hambre con golosinas que era lo que alcanzaban a comprar la mayoría. Es decir: las fiestas principales eran una catástrofe social y económica para una sociedad pobre. Afortunadamente, los espectáculos duraban cuando mucho unos diez días.
La catarsis de todo ese estrés ocurría en el espectáculo de corridas, cuando los toros bajeros que compraba la compañía sacaban algo de casta y empelotaban a los señoritos, que pretendían lucirse ante la novia o familiares. La fuente de la plaza servía de burladero y para ocultar la desnudez. Era un acto bufo que, desde que no pasara nada grave, todo el mundo recordaría de manera jocosa. Para rematar todos los espectáculos se hacía el más cruel que el hombre ha inventado: la corrida de bolas negras. Consistía en ponerle al toro, bien amarradas a sus propias astas, unas bolas de brea que se encendían. El animal, asustado, empezaba a perseguir por todas partes lo que su instinto le decía que eran las bolas, sin poder alcanzarlas. Generalmente enloquecía y había que sacrificarlo de un balazo para que no fuera a crear una tragedia.
Las corralejas en Medellín
En Medellín se extendía una manga bautizada por la gente como la corraleja y en ella se hacían corralejas de verdad. Tenía como tribunas otras mangas, las de La Asomadera, que declinaban hacía el río.
Para organizar una fiesta de corraleja se ponían de acuerdo el dueño de los terrenos, los carniceros y el cura de la parroquia de San José. Si entre las reses que se iban a sacrificar los carniceros veían algunas aptas, le pasaban la voz al padre que, luego de hablar con los ricos de la ciudad para pactar los premios, organizaba la pista.
Cuando se soltaban uno o dos toros a la manga, el cura o el gamonal que estaba patrocinando la fiesta regaba a jura varios puñados de monedas de oro que alborotaban a la gente, que se tiraba a cogerlas mientras los toros embestían. Inicialmente el juego se centraba en recoger las monedas en las barbas del toro sin dejarse pillar, pero una vez las monedas se agotaban, venía el anuncio de un premio extra y se daban las condiciones para ganarlo. Empezaba entonces la verdadera corraleja porque muchos descamisados se hacían matar por la ilusión de un premio.
Este tipo de corralejas fueron llevadas por los Ospinas para la diversión de sus peones en el Sinú, por lo que podemos considerarla como las primigenias, de donde salieron las famosas corralejas de Montería y Sucre.
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