Los días de la fiebre
Andrés Felipe Solano. Ilustraciones de Tobías Arboleda
Primer mes
Cuando llegó el otro, cinco años atrás, compramos varias mascarillas en la farmacia. Debe quedar un par en un cajón. Tuve que usar algunas cuando viajaba en tren a Busan a dar clases. Al siguiente año hicieron una película de zombis con ese nombre, Tren a Busan. Lo usual, hordas de muertos vivientes, estaciones desiertas, gente saqueando tiendas. Cuando llegó algunos tenían miedo, a otros no les importó. En la emisora de radio, donde a veces trabajo como locutor, recuerdo haber anunciado que un fugitivo se entregó a la policía por miedo a contraer el virus. Llevaba tres años huyendo. Tres años escondido. Una gripa fuerte, decían al principio. La gente se quejó, la información era escasa, no se sabía nada de los pacientes infectados, la respuesta era lenta. La tasa de mortalidad alcanzó el treinta por ciento. En aquel entonces, todos estábamos esperando el verano. Decían que el verano se lo llevaría. Y ahora ha llegado uno nuevo y para el verano falta mucho tiempo.
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Lunes en la mañana. Paso casi una hora viendo videos de gente en Wuhan siendo amonestada por drones. Se parecen a una de esas grabaciones de tribus no contactadas en el Amazonas. “Usted, abuela, no puede estar en la calle sin mascarilla, mejor váyase a casa, y lávese las manos”, dice una voz robótica de hombre. La anciana se queda mirando al dron con una sonrisa de desconcierto. El dron se acerca un poco más y la mujer empieza a caminar rápido por un descampado con una bolsa de plástico vacía bajo el brazo. El dron la sigue y ella voltea cada tanto a verlo. En un videojuego sería el momento perfecto para disparar.
Segundo mes
Reviso las noticias en mi teléfono apenas abro los ojos. Soy como un corredor de bolsa sediento de números. Obtengo lo que busco, el virus se cotiza al alza. Ya son cuarenta los casos relacionados con la paciente 31. Una sola persona es responsable de un tercio del total general. En el desayuno hablamos sobre la iglesia evangélica de la que hace parte la mujer. Se llama Shincheonji, algo así como “Nuevo cielo, nueva tierra”. Había oído sobre otras iglesias coreanas protestantes, por ejemplo la Iglesia de la Unificación, conocida por sus matrimonios colectivos. Se ha extendido como la hiedra venenosa por todos los rincones. Recuerdo las fotos de sus miembros en Estados Unidos, con coronas hechas de balas y fusiles de asalto dorados. O la iglesia Pentecostal de Yoido. Su templo principal parece un estadio de béisbol cubierto, lo sé porque no está lejos de la emisora de radio donde a veces trabajo los sábados. Al parecer Shincheonji es aún más extraña. Tiene fama de ser una secta e incluso otros protestantes la desprecian por herética. Muchos de sus fieles le esconden a sus familias o parejas que hacen parte de ella. Viven años en total secreto. Mi esposa no tiene tiempo para explicarme más. Antes de irse se pone su mascarilla y su cara se divide en dos. El misterio de su nariz y boca sumergidas, unos ojos que me demoro en reconocer. Ligeramente rosada y ajustable, la mascarilla trae un filtro externo que le da un aire de absoluta seguridad. Al irse me doy cuenta de que no nos dimos el beso habitual de despedida.
Ya a solas, me lanzo a buscar más sobre la secta. Para mediodía sé que fue creada el 14 de marzo de 1984 y sus fieles se estiman en unos doscientos mil. Durante los servicios no se sientan en sillas, lo hacen sobre un cojín en el piso, muy cerca el uno del otro. Cantan, lloran, gritan lo más duro que pueden y se pasan el brazo por los hombros para formar una gran cadena. Son una línea de ensamblaje espiritual de donde salen oscuras oraciones y quejidos. Me estremezco al recordar que una de las formas de transmisión del virus son las minúsculas partículas de saliva que quedan flotando en el aire. Busco fotos. Veo a cientos de personas vestidas con pantalón negro y camisa blanca. Una de ellas podría ser la superpropagadora. Los seguidores de Sincheonji desestiman las enfermedades. Las personas se enferman y mueren únicamente por falta de fe, afirman sin que les tiemblen los labios. La paciente 31 se hizo la prueba solo hasta el último momento, cuando no entendió por qué la castigaban con ardores si era tan devota. La información que consigo es cada vez más perturbadora. Creen que su fundador, el pastor Lee Manhee, tiene vida eterna. Les ha dicho que el día del juicio final se llevará consigo 144 000 almas al cielo. Las cuentas no me dan. Si son doscientos mil, 56 000 se quedarían por fuera de su promesa. Tengo que leer más, preguntar, investigar. En ese momento me llega un mensaje de alarma al teléfono acompañado de un pito ensordecedor y un triángulo amarillo con un signo de admiración. Estoy acostumbrado. El gobierno manda estas señales de alerta cuando el nivel de polución es muy alto, cuando se viene una ola de calor o un tifón se aproxima. Esta vez es diferente. Esta vez nos dicen que ha muerto la primera persona por covid-19 en el país.
Hay una petición ciudadana en la página de la presidencia para disolver a la “Iglesia de Jesús Shincheonji, Templo del Tabernáculo del Testimonio”, ese es su nombre completo. El presidente está obligado a responder a toda petición que supere las doscientas mil firmas. Hasta el momento se registran 550 000. El gobierno le ha pedido a la secta una lista oficial con el total de sus miembros y su información de contacto. Según se sabe, todos los fieles deben escanear sus huellas digitales o sus códigos QR en el teléfono antes de entrar a una celebración. El pastor fundador ha logrado que Shincheonji sea ubicuo. El jefe del equipo de prevención de enfermedades contagiosas de un distrito de Daegu ha tenido que reconocer que es miembro de la secta. Alguien creó una aplicación para rastrear si cerca del usuario se encuentra una de sus 1900 iglesias camufladas. La usamos hace unas horas. Hay una no muy lejos, está al lado de un restaurante de ostras a la parrilla en donde a veces cenamos.
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Hay un segundo foco de infección. Un pabellón psiquiátrico
de un hospital de Cheongdo, un pueblo no muy lejos de Daegu.
Una secta cristiana apocalíptica, un hospital con enfermos
mentales, una enfermedad altamente contagiosa. Vidas espectrales
que se materializan, cuerpos que reclaman un lugar en el
mundo a través de un virus. La distancia entre la ficción especulativa
más sensacionalista y la realidad se acorta hora a hora.
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1867. 1867. 1867. 1867. 1867. 1867. 1867. 1867. 1867. 1867. 1867 infectados.
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En un solo día se presentaron 909 contagios, esta noche llegaremos a los tres mil. La cortina se cierra del todo. El aislamiento es inminente.
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No declararon la cuarentena obligatoria, no cerraron las ciudades, no hay policía afuera patrullando las calles y aun así llevamos casi una semana sin atravesar la puerta. Vivimos en El ángel exterminador, esa película en la que un grupo de gente rica se ha reunido para una cena después de ir a la ópera y luego de unas horas, por algún motivo desconocido, no puede salir de su sala. Pasan varios días allí, encerrados, el alimento escasea y la basura se acumula. Pero no hay ninguna fiesta, no somos ricos, conocemos el invisible motivo por el cual no debemos salir y solo estamos los dos, a merced de nuestro humor, protegidos por la casa que hemos armado. Preferimos cocinar a pedir comida a domicilio. Gastamos más tiempo, porque de eso se trata. Las horas se encogen, las horas se alargan, sesenta minutos dejan de ser sesenta minutos y aun así se van sumando, unos tras otros, hasta completar la torre de un día. Y tras un día, y otro y otro, como ha sido siempre, como será.
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Las alarmas en el teléfono son como cartas en el buzón que llegan a diario, pero al saber que traen malas noticias dejo muchas sin abrir. Lo único que sabemos es que han seguido enlazando por centenares a miembros de la secta para hacerles pruebas y aislarlos. Los otros focos —un par de hospitales, residencias para ancianos, un grupo de peregrinos católicos que visitó Israel— también han sido controlados. Como si se tratara de una novela de J. G. Ballard, mucho de ellos pasan la cuarentena en antiguos resorts y hoteles en el campo, cerca de parques temáticos que fueron clausurados hace tiempo. Confiamos en que el viento no avive las llamas.
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Hace un par de meses que no iba a los estudios radiales de KBS a leer las noticias en español. Me han pedido que no olvide mi mascarilla, es obligatorio usarla dentro del edificio. Abandono el confinamiento. El bus semivacío cruza el río Han y me doy cuenta de lo limpio que está el cielo. La polución ha bajado muchísimo en los últimos días. Antes de entrar, compro un café para llevar en una panadería. En la puerta del monumental edificio de la emisora hay una máquina para medir la temperatura. El encargado se distrae por un segundo y me deja pasar con la bebida. La alarma salta y las pocas personas que están en el lobby voltean de inmediato. Siento cómo respiran aliviados al verme con mi vaso de cartón en la mano y una cara de idiota. Lo dejo en una mesa y paso de nuevo. No hay problema.
Frente al ascensor, una botella de gel desinfectante; en la entrada de la oficina, una botella de gel desinfectante. En una redacción para ochenta periodistas hay apenas unos diez en pleno día laboral. La productora me saluda y me señala otra botella de gel desinfectante al lado de mi puesto. Se asegura de que me eche un poco y me dice que grabamos en media hora. Esta es la época del año en que los ejercicios militares combinados entre Estados Unidos y Corea del Sur despiertan la ira de los norcoreanos. La guerra siempre empieza por estos días. Hoy de hecho Corea del Norte disparó dos misiles, pero a nadie parece importarle mucho. El virus es una amenaza aún más real.
Ya en la cabina doy el parte del día. Al final de esta bonita tarde de martes se han reportado 4812 infectados y 28 muertos. El 89 por ciento del total corresponden a casos de Daegu. En 44 días desde el primer infectado, el gobierno coreano ha hecho 121 039 pruebas y se esperan los resultados de las practicadas a los miembros y aspirantes a miembros de Shincheonji. Ochenta y dos países han impuesto restricciones de viaje a los coreamos. Corea del Sur solo ha restringido la entrada a personas de Wuhan, del resto no ha cerrado sus fronteras y no planea hacerlo. Tampoco hay señales de cuarentena obligatoria. Autocontrol ciudadano, transparencia e información oportuna, pruebas masivas, rastreo y aislamiento de posibles infectados: esos son los cuatro elementos que han reemplazado al fuego-aire-tierra-agua.
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Desde Colombia mi madre no para de preguntarme cómo estamos y yo solo mascullo cuánto tiempo se tomarán las fichas de dominó para caer y llegar hasta allá.
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Los grandes fabricantes de soju han empezado a donar sus reservas de alcohol para fabricar gel desinfectante. Treinta y dos toneladas del etanol del licor más vendido en el mundo —tres veces más que el vodka que beben los rusos— no irán a parar a las gargantas de los coreanos. Cuando estamos en el campo o en uno de esos restaurantes callejeros de mesas y sillas de plástico, cubiertos apenas por una carpa naranja, a veces recurrimos a una vieja costumbre coreana. Luego de abrir una botella de soju y antes de servir la primera copa, Soojeong le da un golpecito al cuello. Debe ser firme y rápido para que salte al piso un chorrito de soju. En honor a los espíritus. Esperamos volver a saludarnos pronto, rendirles tributo.
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En la tarde un joven de secundaria hackeó la página de Shincheonji y durante diez minutos apareció la imagen de un Buda sentado. A pesar de los otros focos de contagio, toda nuestra incertidumbre, todo nuestro miedo ante lo que pueda pasar, está atravesado por la secta. Necesitamos un saco de boxeo nacional y no hay uno mejor que la Iglesia.
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En el baño hojeo un libro con poemas y canciones de Leonard Cohen. Como si fuera el I-Ching, siempre tiene una respuesta:
Me pregunto cuánta gente en esta ciudad
vive en cuartos amueblados.
De noche, cuando contemplo
ante mí los edificios
juraría que veo un rostro en cada ventana mirándome,
y cuando me vuelvo
me pregunto cuántos regresan a sus mesas
y escriben esto.
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Me voy a la cama con dos imágenes. La primera muestra medio centenar de billetes de 50 000 wones (cuarenta euros) con los bordes negros. Un hombre los metió al microondas para librarlos del virus y los alcanzó a quemar. Me pregunto cuántos segundos habrá pensado que eran suficientes para erradicar el virus de su dinero. ¿Veinte? ¿Treinta? ¿Un minuto? El Banco Central ya ha dicho que no repondrá ningún billete que haya pasado por semejante medida aséptica. La segunda es una colección de retratos que muestra a una docena de enfermeras de Daegu con tiritas desechables en el puente de la nariz o la frente mirando a la cámara. Llevar mascarillas o capuchas protectoras por tiempo prolongado les ha producido dolorosos cortes en la cara. Las que trabajan en las unidades de cuidados intensivos se visten con trajes que parecen escafandras y como buzos solo puede comunicarse con señas. Puedo oír su respiración pesada, el fuelle de sus pulmones.
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Tengo sobre mi escritorio un pequeño busto de porcelana barata con la inscripción “The Human Mind” en la base. “La mente humana”. Hace unos meses se me cayó y se quebró en la parte que corresponde al lóbulo derecho. No pegué los pedazos, los dejé amontonados a un lado. Es mi memento cogitare en reemplazo de un memento mori. “Recuerda pensar”, en lugar del “Recuerda que vas a morir”, muchas veces simbolizado con un cráneo en decenas de cuadros pintados en la Europa medieval, precisamente en épocas de plagas.
Se ha demostrado que los generales de tres soles y los escritores de distopías al uso son del todo superfluos en caso de una epidemia. En estos momentos no hay algo más triste que un novelista especulando sobre el futuro, pero cómo no resistirse, cómo no pensar que el virus ha empezado a taladrar todas nuestras certezas. A lo mejor muy pronto caigan como una mesa a la que las termitas le han devorado sus patas. En algunos lados dicen que ya nada será igual. Es una frase extraña, todo cambia todo el tiempo, pero ahora se siente así, como el fin de algo y el inicio de otra cosa. Quizás es el verdadero comienzo del siglo XX y sus guerras, pero con la caída de las Torres Gemelas llegó una nueva edad de oro para la industria militar. Esta vez es diferente. La tentación del enemigo ya no es posible. Tras el comunista, el traficante de drogas, el terrorista islámico, ahora ha aparecido uno que de verdad está oculto, que está en nosotros, que existe y no existe. No se puede hacer un cartel de “Se busca” con la imagen del virus y una recompensa. Una torre en llamas era una imagen fácil de vender. La vimos todos en un televisor, en vivo. Para este momento anticlimático no hay una ni siquiera remotamente parecida. Las plazas desoladas, como en una pintura de Giorgio de Chirico, o la gente mirando por la ventana, como en los cuadros de Edward Hopper, no movilizan a nadie. Ni los videos de drones sobrevolando autopistas sin carros y estaciones de metro sin gente, cual negativo de Koyaanisqatsi. Tristemente ni siquiera la de un cadáver envuelto en plástico y cinta bajo una caja de cartón.
Las plagas medievales nos pusieron a pensar de una forma diferente en Dios, nos plantearon por primera vez la duda sobre su existencia. ¿Este nuevo virus qué pregunta nos hace?
Me despierto con la misma molestia en la garganta. En la mañana, a medida que trabajo, la molestia es más persistente, pero no alcanza a ser un dolor. Cocino y mientras corto unas cebollas me envuelve una sensación parecida a la que precede a una gripa fuerte. Me sacuden latigazos de pánico. Imágenes de hospitales, pasillos, enfermeras. Tomo agua. Estoy tentado a tomar agua con sal. En la tarde siento como si un conejo se hubiera dormido en mi pecho. Me acuesto en el sofá con esa ligera opresión y reviso mi teléfono, hago todo para evadir cualquier pensamiento aciago. Apenas si se lo menciono a mi esposa. Durante la noche me despierto varias veces. La molestia en la garganta está ahí, el conejo sigue sobre mi pecho.
Otra vez me despierto a medianoche. Odio el virus, odio el virus, odio el virus.
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Cada tanto, aparecen en Seúl nuevos focos de contagio que son controlados como incendios, algunos más grandes y funestos que otros. A lo mejor las brigadas de desinfección y los oficiales de sanidad serán nuevos bomberos. Cada barrio tendrá su central. Habrá llamadas a medianoche, sirenas y cuando los contagiados estén aislados, entonces llegarán los peritos de las empresas de seguros. Solo espero que no exista el equivalente a un incendio provocado.
Los gurús necesitan poner a marchar su máquina opinadora, no vaya a ser que se queden sin clientela. Antes de abrir la boca deberían acordarse de las palabras de Walter Benjamin, que tanto deben haber citado: “Para el aparato gigantesco de la vida social, las opiniones son lo que el aceite para las máquinas; no nos situamos ante una turbina y la rociamos con lubricante. Inyectamos un poco en los remaches y junturas ocultas que sin duda debemos conocer”.
Tercer mes
Mi hermano me escribe desde Brasil, país en el que apenas empiezan las medidas de contención del virus. La restricción de movimiento lo cogió en Salvador de Bahía a donde había ido de vacaciones con su esposa tras defender la tesis de su doctorado en agronomía. Alcanzaron a estar dos días antes de tener que volver a Sao Paulo. Me envió fotos de una ciudad colonial desierta, de iglesias clausuradas y calles de adoquines por las que ni siquiera los perros caminan, fotos que bien podrían haber sido tomadas entre 1856 y 1857. En ese año murieron 36 000 personas debido a una epidemia de cólera en la Roma negra, como algunos llaman a la ciudad.
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Almuerzo en un restaurante vietnamita al lado de casa. No venía desde que empezó la pandemia. Atiende la mesera de siempre. Nos miramos. Me pregunto si sonreía debajo de su mascarilla, como lo hacía al verme entrar. No saberlo me desconcierta. Es una sensación parecida a responder una llamada y oír como cuelgan del otro lado de la línea.
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Decenas de ciudades alrededor del mundo están bajo cuarentena. Desde aquí, desde mi torre no elegida, entre agradecido y culpable, me las imagino cubiertas con una manta y amarradas con cuerdas, como puestos de mercados callejeros de madrugada o instalaciones inmensas que ni siquiera la pareja de artistas Christo y Jeanne- Claude, que forraron con una tela el Pont Neuf en París y el Reichstag en Berlín, habrían podido imaginar jamás.
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¿Y qué hacen en estos momentos los detectives privados madrileños, los jardineros bogotanos, los limpiavidrios marselleses, los limosneros moscovitas, los vendedores puerta a puerta limeños, los serenateros angelinos, los loteros vieneses, los salvavidas sicilianos, los árbitros lisboetas, los espías galeses, los guardaespaldas maoríes, los Testigos de Jehová sevillanos, los gitanos del mundo? ¿Y qué de los carteristas canadienses, los masajistas del Vaticano, los guías de museos bengalíes, los capitanes de cruceros vietnamitas, los apartamenteros irlandeses, los profesores de academias de automovilismo salvadoreños, los agentes inmobiliarios griegos, los adictos a las drogas duras malteños, los asesinos a sueldo neozelandeses, los asesinos en serie islandeses, los dobles profesionales albaneses, los toreros daneses? ¿Y qué de los claustrofóbicos mongoles?
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En su libro de memorias Mi último suspiro, Luis Buñuel dijo que le gustaría levantarse de la tumba cada diez años e ir a un quiosco, leer los titulares de cualquier periódico y volver a la comodidad de la muerte. Hoy el director de cine español se encontraría con dos noticias que bien podrían servir para una de sus películas: un crucero de lujo deambula con cuatro muertos a bordo por los océanos sin que ningún país lo deje atracar por temor al contagio; el papa ha dado la bendición urbi et orbi, la más importante para los católicos, frente a una plaza de San Pedro totalmente vacía.
Un tractor arrasa campos enteros de flores. Nos dicen que la decisión se tomó para que la gente no se acercara en manada a verlos y a tomarse fotos.
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Hago por tercera semana consecutiva la fila para comprar las mascarillas. Queda poco o nada de la extrañeza del primer día. Veo que hay una K99 y la pido en lugar de la convencional K94 y la no tan recomendada K80. Al salir me acuerdo de cuando Michael Jackson empezó a usar mascarillas a mediados de los años ochenta. Su cara es la metáfora perfecta para describir nuestro mundo. Erosionó su nariz hasta casi hacerla desaparecer, fue excavándola entre dosis de propofol y diazepan y al final tuvo que cubrirla con una mascarilla de seda negra.
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El virus ha hecho un tajo transversal en la sociedad coreana como si fuera un láser. En su recorrido los focos de contagio más importantes han sido: una secta cristiana, un hospital psiquiátrico rural, un call center con condiciones de trabajo precarias y los retornados ricos que regresan de Europa y Estados Unidos. Una pareja de estas dejó a propósito sus teléfonos en casa para que no pudieran rastrearlos y visitó un museo, varias tiendas, un colegio, una estación de gasolina y dos centros comerciales en cinco días. Se estudia la posibilidad de ponerles manillas electrónicas a los reincidentes para comprobar si dejan su lugar de confinamiento. Y ahora se suma en Seúl un cantante de k-pop y un gigantesco room salon, eufemismo usado para nombrar un “club de anfitrionas” donde hombres beben y pagan para disfrutar en compañía de mujeres jóvenes. Conversaciones y toqueteos que en algunos casos terminan en un hotel cercano. El room salon en cuestión funciona en dos pisos subterráneos de un edificio en Gangnam. Una de las cien trabajadoras fue contagiada por un cantante del grupo Supernova que regresó de Japón con el virus. Al principio sostuvo que era independiente, pero luego admitió que trabajaba en aquel club. Los desocupados buitres digitales ya estarán dando vueltas en círculo con ese dato.
La fantasía de la normalidad en forma de pretemporada de béisbol. Los primeros partidos empiezan la próxima semana a puerta cerrada. Encuentros fantasma. Ya hay un manual que los deportistas deberán seguir al pie de la letra: se les medirá la temperatura dos veces durante el juego, deben llevar mascarillas mientras esperan por su turno al bate, se les recomienda no chocar las manos sin guantes y bajo ningún motivo podrán escupir.
*Este texto hace parte del libro Los días de la fiebre
publicado por Editorial Planeta en el 2020.